Es uno de los dramaturgos esenciales para entender el teatro argentino del siglo XXI. Como autor, director, actor, traductor e incluso teórico, se encargó de abrir una huella hondamente propia. Graziano lo entrevistó hace unos meses, mientras Spregelburd atravesaba un momento especialmente tumultuoso: días antes del estreno de El hombre de al lado, en plena preparación de su obra Todo y entre las funciones de Buenos Aires. Se publicó en G7.
UN MUNDO EXTRAÑO
Por Martín E. Graziano
Dentro del teatro argentino, Rafael Spregelburd encarna una paradoja: la de ser, al mismo tiempo, marginal y trascendental. Es decir, un virus del espacio exterior que logra infectarlo todo. Desde las catacumbas del off porteño, Spregelburd no sólo lleva escritas (y estrenadas) más de 30 obras, sino que además dirige, traduce, actúa, teoriza y enciende polémicas. Además, desde hace unos pocos años, amenaza con trascender el ámbito del teatro con una incipiente pero poderosa incursión en el cine. Eso significa una serie de protagónicos y su primera película como director, pero también el influjo sobre gente como Mariano Llinás.
Y la verdad es que en la Argentina, después de la agenda de CFK, probablemente la más cargada sea la de Spregelburd. “Estoy con varios proyectos bastante inmediatos que me oprimen un poco –se sincera-; no sé cómo los voy a hacer todos juntos”. Así, después de las funciones radio-teatrales de Apátrida en el Goethe y mientras continúa en cartel con Buenos Aires en el Teatro La Comedia, se prepara para el estreno de Todo durante mediados de octubre. Su actividad en el cine no es menos intensa. Personificó a un marinero en la inminente Agua y sal, está trabajando con Marcela Balza en una versión de El malentendido de Camus (titulada Las mujeres llegan tarde), y prepara para el verano su debut como director con una adaptación de su obra Acassuso. Por otro lado, acaso su aparición más notable para el público grande sea su rol en El hombre de al lado, la película de Marcelo Cohn y y Andrés Duprat que protagoniza junto a Daniel Araoz. Rodada en la Casa Curuchet que Le Corbusier diseñó en La Plata, es una fábula civil tragicómica desatada por el conflicto entre dos vecinos y una ventana.
Si bien la película trabaja con personajes muy delineados, no llega a caricaturizarlos. ¿Cómo lo trabajaron?
La verdadera arquitectura de la película radica en el problema de la identificación. Yo hago un personaje que es moralmente deleznable, pero todo el tiempo mi intención era presentarlo como lo más simpático del mundo. Es decir, que uno dijera ‘pobre tipo, es un cobarde que no puede hacerle frente a la relación con el otro’. Porque además, muy hábilmente, los directores no quisieron ponerlo en un problema de clase. No quisieron que mi personaje fuera rico y culto y el otro fuera, además de muy bestia, pobre. El problema es de ‘grasa’ y, por ende, un tema tabú. Digo: cómo el gusto cultural empieza a generar una autoridad moral. Incluso el público de clases bajas –y esto es lo formidable de la película- se va a identificar más con mi problema, porque el otro es presentado como el monstruo intermitente que aparece en la conciencia moral de mi personaje.
¿Qué te parece importante que se discuta a partir de la película?
En los festivales vimos que la gente salía del cine entre fascinada y horrorizada. En la literatura, la relación con el vecino nunca ha sido ahondada lo suficiente. Está muy trabajada la relación con el enemigo pero no tanto con el parecido, y eso es lo realmente siniestro: nos separa una pared de personas que en su vida pública tienen un comportamiento y en su intimidad son tan monstruosos como uno mismo. La diferencia entre lo público y lo privado, que metafóricamente viene a abrir una ventana, despierta un montón de otros temas: la hipocresía y los prejuicios, por ejemplo. Sin ser una novedad, la película lo presenta de una manera contundente. No hay manera de sustraerse.
Sos esencialmente un hombre de teatro. ¿De qué manera cambia tu impronta como actor según el soporte?
Son dos lenguajes diferentes, y me fascina esa diferencia. Por ejemplo, la actuación en cine es construida por el montaje. Por eso los actores con alguna formación en cine empiezan a tener una memoria muy rara, a recordar lo que aún no ha sucedido. Otra diferencia que tiene el cine es que resulta habitual que una película tenga muchas escenas jugadas, ya sea por cuestiones emocionales, velocidad o por escenas de sexo. Son rubros muy difíciles para los que los directores de cine suponen que uno está entrenado, pero no siempre es así. En una escena de Agua y sal, que filmamos en Mar del Plata, me caigo desde un barco al mar y me rescatan. Fue una escena de riesgo verdadero, y cuando la escenografía es tan real es increíble lo que te pasa como actor: yo sentía que no tenía que comportarme como actor, tenía que comportarme como persona. Me sacan del agua y empiezo desesperado a llorar, a abrazarme a los que me rescatan como si fuera verdad… Yo se que lo estoy actuando, ¡pero era verdad! Si esto fuera una escena teatral, tengo que crearme el agua, la sensación y tener una memoria sensorial entrenada. Acá ninguna memoria: es una relación de sensibilidad para con el entorno.
En tu obra Buenos Aires, si bien articulás muy pocas palabras, hay un mundo que conmueve a tu personaje desde dentro. ¿Qué desafíos te genera como actor?
Es uno de los personajes más difíciles que tuve que hacer y, sorprendentemente, casi no tiene texto. Soy un galés en Buenos Aires: tengo que hacer que no entiendo lo que se dice a mí alrededor y estar pensando siempre en otra cosa. Ahora el problema como actor es que estoy pensando es una cosa concreta aunque no la materialice en signos. Fue muy difícil aceptar la condición volcánica del personaje: yo tengo que retener y retener, para sólo explotar en tres o cuatro momentos paradigmáticos de la obra. Técnicamente tiene la dificultad del cronómetro, y ahí no hay técnica que te ampare. Por eso es que las funciones son tan azarosas. Por eso con los actores decidimos que lo emocional, lo ridículo y absurdo de lo emocional, fuera el motor de la obra.
La obra trata sobre varias cosas, pero sobre todo acerca de las distancias del lenguaje. ¿Qué te interesaba contar?
Siempre he dicho que los temas en teatro son siempre los mismos. La muerte, el deseo sexual –que es inexplicable-, el amor –que también es inexplicable- y no hay muchos temas más. Siempre hemos pensado, dramatúrgicamente, que la novedad iba a pasar por la renovación de los temas. No sé, la corrupción, la crisis, la fidelidad conyugal… variantes de los temas realmente importantes, que son todos los temas para los que el lenguaje cotidiano no ha generado respuestas: la experiencia de la propia muerte, por ejemplo. Nosotros tenemos recuerdo de la experiencia de la muerte de otro, pero como de la propia no hay recuerdo, la razón intenta construirlo todo el tiempo. Y de allí la funcionalidad de las artes: todo arte surge como el intento de señalamiento de una tumba. De hecho el primer arte es el túmulo griego, la forma de hacer del cadáver una obra, un pacto de encuentro con el pasaje hacia lo otro. Yo sé concretamente que Buenos Aires fue un encargo donde se me pedía que presentara la idiosincrasia argentina, a lo cual respondí ‘primero debería saber que es la idiosincrasia argentina y no lo sé; sólo sé que el mundo es extraño’. Y eso es lo único de lo que hablan mis obras: el mundo es extraño.
COSAS IMPOSIBLES
Discípulo de Ricardo Bartís y Mauricio Kartún, Spregelburd irrumpió en la dramaturgia argentina a comienzos de los ’90. Su primer paso fue Destino de dos cosas o de tres, que le valió el Premio Nacional Iniciación y la primera atención del público. Pero de inmediato vinieron Cucha de almas, Remanente de invierno, La tiniebla, Cuadro de asfixia, Raspando la cruz y otras tantas obras que, además de los premios, abrieron una puerta hacia el exterior. Por entonces, cuando aún no tenía siquiera 30 años y ya había formado su compañía El Patrón Vázquez, comenzó una tarea titánica. Hastiado de ver cómo sus pequeños proyectos posibles encontraban obstáculos, se propuso algo descabellado. A partir de la Rueda de los Pecados Capitales, comenzó a construir su Heptalogía de Hieronymus Bosch porque, sostenía, ‘las obras mesuradas han dejado de interesar’. Spregelburd rubricó el desafío en 2008, cuando la última de esas siete piezas se estrenó en Alemania. Sin embargo, el hombre no estaba dispuesto a detenerse.
Tu actitud frente al teatro tiene mucho de ‘perseverancia de trabajo’. Cuando arrancaste, ¿cómo imaginabas que iba a devenir tu camino?
Jamás pensé que iba a terminar dedicándome a esto de manera profesional. Yo tenía mi trabajo -soy traductor de inglés y profesor-, pero hacía teatro porque me encantaba. Quería ser actor, pero pensaba que en este país sobraban los actores y que, a lo sumo, me reuniría con mi grupo para hacer lo que se pudiera. Lo raro es que luego, la inesperada proyección internacional y los premios hicieron que, muy rápidamente, tuviera encargos que me permitieron tener más de treinta obras escritas y estrenadas. Si, este trabajo es mi pasión, y también se ha cargado el precio enorme de postergar otras cuestiones personales -por ejemplo, tener familia- que ahora empiezan a pesarme… Pero además de esa prepotencia de trabajo, se necesita cierta verificación. Si no hubiera tenido público para mis primeras obras, no hubiera escritos mis segundas obras y ahora seguiría dando clases de inglés. Yo veo muchísima gente en el medio, absolutamente talentosa, que se frustra muy rápido porque las dos cosas no se encuentran. Y la historia ha demostrado que muchas veces estos son los verdaderos artistas y los que hacen brecha. Pero es una brecha muy dolorosa.
¿Con qué aspectos del teatro te interesaba ser rupturista?
Uno podría pensarlo de esta manera: como el status quo ya existe y no necesita de ningún nuevo pasajero, la manera de aparecer es destruyendo lo anterior. Bueno, yo nunca especulé con eso. Sucede que, aunque naturalmente he estudiado los clásicos, la verdad es que no tengo una relación muy dinámica con el pasado teatral. Tengo una relación con el presente: me interesan lo que están haciendo los colegas de mi generación, en mi propia ciudad. Con esas cosas han empezado a dialogar mis obras. No es que venga a desmontar lo que ciertas lógicas teatrales presuponen, sino que no me interesan tanto. Que están allí para otros y no para mí. Me interesa más el presente de la ciencia, la relación con el psicoanálisis y otras cosas que empiezan a nutrir mi teatro puramente alrededor de mis preocupaciones momentáneas. Jamás he tenido en esto una actitud duradera…
Sin embargo, el tema del lenguaje y la comunicación es un tópico permanente en toda tu obra.
Por supuesto, pero no creo que todo el teatro deba volcarse a la lingüística. Es lo que pasa sistemáticamente en cada una de mis obras porque es una obsesión… Quiero decir, me preguntas por la ruptura, pero te tengo que decir que no es totalmente consciente. Diría que tiene que ver con una actitud corporal. Siempre fui así. Cuando en la escuela venía la profesora de matemática y me enseñaba el Teorema de Tales, todo el tiempo creía que había una trampa y que mi función era descubrir dónde estaba. Es una especie de actitud, como la del chico que para ver cómo funciona un juguete lo termina destruyendo. Tiene que ver con los apetitos personales y no con una actitud ética de qué es lo que debería estar sucediendo con las nuevas generaciones. Jamás me lo presenté como una causa.
Pero permitió que te destacaras.
Si, te podría decir que la permanencia de mi obra en la cartelera se debe haber debido a que, consciente o inconscientemente, yo presentaba algo que en la cartelera no existía. Yo aparecí una época en la que en la dramaturgia local se estaba esperando ver cuál iba a ser la herencia de todo el movimiento Parakultural, toda esa ebullición bizarrísima y border de actores. Me parece que en la época en la que empiezo a escribir, tanto la crítica como el público y las instituciones estaban esperando ver cómo esa experiencia básicamente actoral podía dejar un registro escrito. Ahora es mucho más difícil aparecer para un autor nuevo. Necesitás unas condiciones de comunidad que van mutando y que, para cada sociedad, se dan en épocas diferentes.
¿Qué fue primero en tu caso: el actor, el escritor o el director?
Primero fue siempre la actuación, y lo sigue siendo. De hecho es una gran dicotomía, porque gran parte del tiempo trabajo como escritor. Preferiría escribir menos y actuar más, pero no lo logro porque para poder actuar tengo que escribirme mis propios proyectos. Quiero decir, en la actuación es donde me siento más feliz; en la dramaturgia donde me siento más libre; y lo que más problemas y conflictos me trae es la dirección. Es el rol más restrictivo y acotador, aunque es absolutamente necesario porque si uno no dirige las obras se dirigen solas y se encaminan hacia la nada. Entonces alguien tiene que dirigir y lo hago, pero me rompe las pelotas tener que poner límites a la imaginación de los actores, mediar con cuestiones casi disciplinarias, etc.
Entonces, ¿por qué no delegas?
Las veces que delego me siento haciendo mi trabajo y vigilanteando el trabajo del otro. Mis asistentes tienen conmigo una relación monstruosa, porque los hago responsable de todo aquello que falla y nunca responsables de lo que salió bien [risas]. Pero lo digo en serio: tengo muchos problemas con tener que ponerme como cabeza de barco en una expedición tan riesgosa como montar una obra de teatro. En cambio, cuando la obra ya está montada y va andando, yo empiezo a desdibujarme de ese rol y a actuar con mis colegas. Con mis amigos. Recién ahí empiezo a sentir un enorme placer.
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