miércoles, 29 de julio de 2009

LILIANA HERRERO: lengua viva


La artista entrerriana acababa de editar Igual a mi corazón, y Graziano decidió entrevistarla para Planeta Urbano. La nota fue publicada en su número de agosto de 2008, ilustrada con las fotos de Nora Lezano. El diálogo entre Herrero –lúcida, como siempre- con Graziano –inocuo, como a veces-, osciló entre el proceso del disco y el folklore como expresión, pasando por el rito del canto y la propia historia de Liliana. Parte de la nota está por aquí.

RESEÑA: Noventa


Editado en la Argentina por el sello S'Music, este es el último disco de Fernando Cabrera publicado hasta la fecha. Desde luego, se trata de una antología que reune su trabajo durante la década pasada. Graziano lo reseñó para La Pulseada.

FERNANDO CABRERA: Noventa
Discípulo de artistas elementales como Mateo y Darnauchans, Cabrera es un músico quintaesencial para comprender la naturaleza de la canción uruguaya. Sin embargo, con más de treinta años de carrera intachable y casi quince discos publicados, este recién es el tercero que se edita en la Argentina. Y se trata de una antología que reúne lo mejor de su trabajo durante la década pasada, uniendo canciones que integraron Fines (1993), Música para El Dirigible (1994), Río (1995) y Ciudad de la Plata (1998). Noventa es un testimonio ideal para observar como Cabrera fue alejándose progresivamente del pop-rock que frecuentó en sus comienzos, al frente de MonTRESvideo y Baldío, sus grupos seminales. El camino es hacia algo así como una composición camarística de caladura popular, que encuentra su cenit en esa torre de la canción que cierra el disco y se llama “La casa de al lado”. Como su obra, la pieza trabaja lentamente: pero va hacia el fondo. Fernando canta sus letras con un decir milonguero, de varón adusto, que entronca con el linaje de Zitarrosa. Su música, que recurre habitualmente a cierto carácter contrapuntístico (Cabrera llegó a ser copista de Piazzolla, nada es accidental), utiliza una paleta de colores muy amplia. Desde guitarras eléctricas pulsadas a dedo hasta fagotes, flautas y oboes, ejecutados por buena parte de los músicos más trascendentes de la escena en Montevideo. Ahora sólo resta que algún sello se anime y publique Viveza, su disco fundamental y aún inédito en el país. Acaso una de las obras más genuinas y acabadas que ha dado la música de esta parte del mundo en lo que va del siglo XXI.
Martín E. Graziano

DYLAN: el fugitivo


Así es, nuestro periodista se hizo un lugarcito en las páginas de la revista Rumbos para darse un gusto: escribir sobre Dylan. Y acaso en las mejores circunstancias posibles. Es decir, esperando por su llegada a Argentina, allá por marzo del 2008.

BOB DYLAN
Una piedra rodando

Uno de los artistas más importantes del siglo XX estará una semana en la Argentina. Habrá recitales en Rosario, Córdoba y Buenos Aires. Este es el hombre que estableció el patrón definitivo para la canción moderna. Habrá que verlo.

Por Martín E. Graziano

Un viejo problema: dar cuenta de una persona en su totalidad. Y si es posible, en no más de tres páginas. El problema se hace aún más complicado cuando la persona en cuestión atravesó el camino de su vida con tantas máscaras, tantos conflictos, tantos atuendos, tantos amores y, de paso, unos cuantos nombres. Pero, sobre todo, centenares de canciones imbatibles. Preguntarle a Martin Scorsese, que le dedicó un documental de más de tres horas y, sin embargo, debió contar la historia hasta 1966. Preguntarle a Todd Haynes, el director de I’m not there, que para hacer su película biográfica debió resignarse a sólo algunos episodios y, aún así, no le quedó más remedio que utilizar seis actores (entre ellos, un niño negro y una mujer) para retratar al personaje. Preguntarle a los al menos 4 biógrafos, a los autores de centenares de libros dedicados a su figura. Y si, el problema se vuelve definitivamente imposible de resolver si esa persona aún está viva. Y Bob Dylan no sólo está vivo: está entre nosotros.
Ese hombre que la revista Newsweek rotuló como "la persona viva más influyente del mundo entero" va a pasearse por Rosario, tomará acaso un taxi en Buenos Aires y llegará caminando al Chateau Carreras. Y no exagera Newsweek: Dylan fue el hombre que plantó el árbol genealógico de buena parte de la historia de la música popular de la segunda mitad del siglo.
Sin embargo, es el mismo Dylan el que todo el tiempo intenta desarticular su gloria para, paradójicamente, no hacer otra cosa que alimentar el mito. Recordar sino cuando hace unos pocos años le entregaron el título honorario de la insigne St. Andrews University y él permanecía allí, con un birrete sobre la cabeza haciendo muecas mientras los catedráticos se despachaban con discursos que comparaban su obra con la de Shakespeare. Ir a sus conciertos, donde en lugar de hacer versiones de si mismo, se obliga a reinventarse frente al público.
Este es el hombre que obligó al rock a ponerse los pantalones largos sin tanta solemnidad, abriendo la puerta para salir a jugar y gritar que si, que el rock podía decir mucho más que ‘ella te ama, si, si, si’. Que a partir de ahora y para siempre, podía gritar: "era tanto más viejo entonces ¡soy mucho más joven ahora!".

SIN RUMBO A CASA
Ahora los ojos se nublan y comienzan a escucharse voces muy lejanas. El rumor del viento y la pantalla poniéndose del sepia de las fotografías viejas. Una ruta nevada y estamos en Hibbing, un pequeño pueblito del estado de Minessotta. Estamos entrando en los Estados Unidos de los ’50, caminando entre las ruinas del miedo atómico en la Guerra Fría. A los niños del colegio local les enseñan a ponerse a salvo de posibles bombardeos ocultándose debajo sus pupitres. Al pequeño Robert Allen Zimmerman, el protagonista de esta y otras tantas historias, también.
Muy pronto, el joven Zimmerman comienza a dominar los rudimentos de la guitarra y la armónica escuchando transmisiones de radio y discos viejos de country y blues. No tarda demasiado en descubrir que tiene un héroe que se llama Woody Guthrie, y que “escuchando sus canciones uno puede aprender a vivir”. Hace su valija, junta 10 dólares y sale a la ruta para hacer dedo, en busca de su maestro. Encuentra a Guthrie abandonado en un asilo de la costa este, y dedica sus días a frecuentarlo, cantarle canciones y escucharlo.
Por entonces ya había decidido al menos dos cosas: por un lado, que debía instalarse en New York; por el otro que, pensando en el poeta galés Dylan Thomas, a partir de entonces y para siempre la gente iba a conocerlo como Bob Dylan. En esos primeros meses del Greenwich Village, el barrio de la bohemia neoyorquina, aprende todo lo que puede, absorbe al mundo como una esponja y, finalmente, entiende que tiene cosas por decir. “Comencé a componer canciones porque necesitaba cantarlas –dijo hace poco-. Y estaban escritas en un idioma que yo jamás había oído”. El mundo supo pronto que ese hombre podía poner en la palma de su lengua lo que todos intentaban decir pero no podían. Son los ’60, los años donde Dylan sintoniza plenamente con el tiempo que le toca vivir, cuando compone canciones que alcanzan estatura de himnos como “Masters of war”, “Times they are a-changin” y “Blowin’ in the wind”.
Los medios, el público y sus colegas hablan de Dylan como la ‘voz de una generación’, pero él no está dispuesto a ser atrapado tan fácilmente. En el tradicionalista festival Newport de folk estrena su propuesta eléctrica, y los fanáticos más recalcitrantes muestran su disgusto abucheando al nuevo Dylan. Poco después, la legendaria noche del 17 de mayo de 1966, un espectador indignado le grita “¡Judas!”. Dylan responde: “No te creo... eres un mentiroso”. Gira, enfrenta a su banda y, encendido, les ordena “¡Toquen lo más fuerte que puedan!”. Y así fue.
Luego vino un accidente de moto que lo alejó del mundo público. Luego vinieron incursiones en la raíz más honda de la música de su pueblo que, en su caso, jamás fueron retrocesos. Mejor eso de un paso atrás, un paso atrás para poder dar un gran salto.

¡SALVADO!
A mediados de los ’70, y después de una monstruosa gira carnavalesca llamada The Rolling Thunder Review, un doloroso divorcio, una película burlada y algunos discos ignorados, Bob Dylan venía de capa caída. Cierta noche de entonces, en 1978, durante un concierto que pudo ocurrir en San Diego, alguien entre el público arrojó al escenario una cruz de plata. Dylan se inclinó a recogerla y allí, en el pestañeo de esa epifanía, tuvo lugar su conversión al cristianismo. Como cada cosa que hace, que hizo Dylan, fue hasta el fondo. Se unió a la Vineyard Church of Christianity -un grupo fundamentalista cristiano donde leía cuatro días por semana la Biblia-, grabó tres discos donde aullaba estar ¡Salvado!, y supo salir al escenario con una Biblia en las manos, dispuesto a mandar al infierno a todos los pecadores.
Poco después, desencantado de la religión institucionalizada y, tal como lo cuenta en sus Crónicas, bastante fuera de foco, Dylan se encontró con una misteriosa revelación. Fue durante 1986, y en acaso su momento artístico más bajo. El episodio tuvo lugar en la ciudad suiza de Locarno, en el medio de una gira, en el medio de un escenario, en el medio de un concierto. Y, como toda revelación, resultó intransferible y sólo tuvo sentido para el iluminado. Por más que lo intenta en sus Crónicas, las explicaciones acaban siempre naufragando. Allí decidió que no iba a parar de tocar por el resto de su vida. Que iba a estar de gira hasta que la muerte le dijera basta. Y que cada concierto iba a ser diferente al anterior. A partir de allí se establece, además del movimiento constante por el planeta, los conciertos sin lista de temas que Dylan decide mirando a su banda. La huida hacia adelante. Nació entonces este huracán que hoy lo trae hasta la Argentina: The Neverending Tour.

TIEMPOS MODERNOS
En 1997 el viejo Bob se había calzado las botas de un vagabundo crepuscular. Había obtenido su disco más oscuro (Time out of mind), el que confirmaba su regreso a la mejor forma artística y, de paso, la inminencia de un posible final. Apenas unos meses después, una complicación cardiaca casi lo mataba. Y sin embargo, emergió haciéndole un corte de manga a la muerte, con un furibundo clásico instantáneo que tituló Love and theft y que, oh casualidad, salió a la venta el 11 de septiembre de 2001. Día del Maestro y Día de las Torres y los Aviones.
El protagonista de esta, y otras tantas historias, está aquí. Ese hombre que, desde que dejó su hogar en el Hibbing natal, vivió como un fugitivo. Buscando el camino de vuelta a casa que, todo parece indicar, no pudo encontrar jamás. Resulta conmovedor cierto segmento final del documental de Scorsese, cuando un Dylan absolutamente pasado de vueltas es entrevistado por un periodista temeroso que se limita a escuchar el monólogo: “I just wanna go home” repite Dylan, una y otra vez. Sólo quiere volver a casa.
Son muchos caminos y, algunos, inescrutables. Dylan atravesó períodos de exposición total y otros de un ostracismo tan obstinado que acabo desapareciendo del ojo público. No resulta extraño entonces, que su mayor anhelo sea perderse detrás de las canciones. Tal como lo quisiera Yupanqui, nuestro fugitivo de este lado del mundo. “Ser enterrado en una tumba sin nombre”, como le dijo al poeta beatnik Allen Ginsberg, parados frente a la tumba de Jack Kerouac. Convertirse en eso que soñaba en la niñez: “lo que tenían en común todos los músicos a los que me quería parecer se notaba en su mirada. Era una mirada que decía: ‘yo sé algo que vos no sabés’ –recuerda Dylan-. Y yo quería ser así”. Será cuestión de mirarlo a los ojos. Pero parece ser que si, que finalmente se ha convertido en uno de ellos. Uno de esos viejos artistas que pueden vivir flotando allí, fuera del tiempo y del espacio. Si señores, flotando en el viento.

INTI ILLIMANI: canción de los andes

Durante sus días en Mendoza -cubriendo el festival Americanto para la revista Rumbos-, Graziano dialogó con Horacio Salinas, uno de los fundadores de Inti Illimani. La nota, que provocó alguna polémica en el epicentro de conflicto por el nombre del grupo, fue publicada reciéntemente en el número de junio de La Pulseada. Puede leerse por aquí.

jueves, 23 de julio de 2009

MISTER AMÉRICA: descanse en paz

De alguna manera, esta nota es un ajuste de cuentas. Un gesto de justicia poética. No pocos me aseguran que, a decir de Graziano, Míster América es el último gran grupo del rock argentino. Publicada en la revista La Mano –con fotos de Leo Vaca-, esta nota fue el preludio a la despedida final de la banda comandada por el camaleónico Gustavo Astarita.

MISTER AMÉRICA
En la sala de la antifama

Son la gran joya oculta de la escena del rock platense. Después de 6 discos, decidieron editar su primer DVD: Mister América Develado.

Gustavo Astarita enciende su pipa. Deja escapar una bocanada blanca de humo y, sin un ápice de soberbia ni de resignación, observa: “pienso que el medio se equivoca al no crearle un lugar a Mister América”. Fundados en La Plata hace ya 18 años, foguearon su personalidad en los albores del Nuevo Rock Argentino aunque nunca compartieron sus códigos y eso supo jugarles en contra. Es verdad, en sus primeros discos agitaron las patitas en el charco de una esquizofrenia sónica tan cara a los Peligrosos Gorriones pero se sabe, lo apuntó Rodrigo Fresán, el rock comienza extrovertido y termina introspectivo. Como el universo, se contrae. “Los primeros discos eran más duros, con más rock –interviene Leandro Giordano, tecladista-, pero a partir Insano (2001) Mister América partió hacia el retiro. Fue internándose en el terreno de una surrealidad total, en ese mundo que había estado creando”.
Se trata realmente de una banda diferente, de eso que los británicos llaman one of a kind. Su concepto está tan cerrado sobre sí mismo que resulta por lo menos arduo desandar el camino hacia su manantial creativo. Usurparon su nombre del primer disco de The Mothers of Invention y desde allí partieron para atravesar el drama oscuro de Bauhaus, dosis de jazz y, más tarde, la obra de Jobim, el lounge, compositores contemporáneos como Olivier Messiaen y los soundtracks de John Barry. Las canciones se hacen carne en el cuerpo desgarbado de Astarita que, en su condición de performer y songwriter, conecta genealógicamente con el linaje que une a Bowie con Federico Moura.
El último disco, Superación, llega a un punto culmine. Es el cifrado en clave rock del ingreso a un estadio filosófico trascendental. “Representa la creación de un mundo ideal -resumen-, donde uno puede aislarse dejando el plano físico. Un paraíso para nadie”. El verso que lo encendió tiene el perfume zen de los haikus. Astarita canta ese “Ya sufrí, estoy liberado” muy delicadamente, pero con la elocuencia de un yogui levitando frente a una multitud incrédula:
Ahí cierta clave. En esa tensión entre una música asociada naturalmente al entretenimiento (a go-go, lounge, easy listening) y la lírica agazapada para perturbar y cuestionar. “Aparte del recurso literario, hay un recurso filosófico –sostiene Astarita-. Uno compromete su existencia en cada letra creando un símbolo para sí mismo que también puede servir para la humanidad”.
Ahora decidieron dejar un testimonio en DVD. Mister América Develado es el registro de sus shows en La Fabriquera de octubre de 2006. Una botella al mar para aquellos que no pueden acercarse hasta La Plata, porque a la banda no le interesa demasiado cruzar la muralla verde que los separa de Capital Federal. Tampoco parece importarles la escena actual del rock mainstream. “Para mí el rock, o mejor aún, esta musica que lo trascendió, es un camino de vida –concluye Astarita. La mayoría busca tener una carrera, ganarse unos mangos, alguna minita, sacar unos discos. Y todo eso responde sólo al individuo, cuando lo importante en sí, lo que trasciende al individuo que acaso viva 70 años, ¡es la obra de arte! Ese es el verdadero ser vivo”.

Martín E. Graziano

BUIKA: gitana de ébano


Unas semanas antes de que Concha Buika desembarcara en Argentina por primera vez, Graziano habló por teléfono con ella. Todo parece indicar que la charla fue un verdadero plato, sobre todo teniendo en cuenta el temperamento de la española y su jerga gitanilla. La cantante, de profundas raíces africanas, estaba editando por aquellos días Niña de fuego. Planeta Urbano publicó la entrevista en su número de octubre de 2008. Si acaso desean leer un fragmento, pueden hacerlo presionando aquí, en su web.

RESEÑA: Nictógrafo


Esta vez Graziano se ocupa de Nictógrafo, el primer disco de Lucio Mantel. La reseña apareció en abril de 2009, en las páginas de la revista La Pulseada.

LUCIO MANTEL: Nictógrafo
Tanto el registro como la intención vocal de Lucio Mantel evocan a algunos de los padres del rock argentino. Sin embargo, el contexto musical que propone no tiene mucho que ver con lo que hoy se llama rock, al menos en los medios masivos. Mantel pertenece a una camada de cancionistas, fundamentalmente acústicos, que trascienden los géneros, tomando elementos de cada uno de ellos para ponerlos en diálogo con nuestros días. En el caso de Lucio, el acento está puesto en las músicas de raíz folclórica, aunque el imaginario poético transite otros rumbos. A lo largo de Nictógrafo –su primer disco-, interpreta y arregla sus propias composiciones, orquestadas con pericia sobre un trío base de guitarra española, contrabajo y percusión. De acuerdo al aliento de la pieza, elije subrayar con cuerdas, vientos y algún teclado ocasional. En “Zamba desnuda”, Fer Isella –hijo de Cesar- aporta su arsenal minimalista de rhodes, hammond y hasta mellotron, y la soberbia Mariana Baraj se hace cargo de algunos versos. El resultado es una pequeña maravilla. Por otra parte, en tiempos donde la calidad del sonido ha quedado desplazada por sobre la cantidad, es un gesto de romanticismo la sonoridad delicada y orgánica de estas canciones. Canciones que, confiesa Mantel, “fueron compuestas sin saber si alguien las iba a escuchar alguna vez, escritas en una virtual oscuridad que evoca la luz”. Justamente, el nictógrafo es un artefacto creado para escribir desde allí, desde la oscuridad.
Martín E. Graziano

miércoles, 22 de julio de 2009

GILLESPI: tocá la trompeta


Aseguran mis fuentes que dos botellas de vino, una bandeja generosa de sushi y el amor compartido por las arenas de Claromecó, hicieron buena parte de este trabajo. La nota fue publicada por la revista G7 a fines de 2008, con las fotos de Nora Lezano. Y puede leerse en su completitud por aquí.

ELI-U: creo en los elefantes

El ejemplar que la revista Rumbos publicó el domingo 7 de junio se hizo célebre. Desde luego, no fue porque el reportaje que Graziano hizo con Eli-U Pena fuera un trabajo maravilloso –aunque el disco de Eli-U es realmente maravilloso-. En realidad, sucedió que en San Juan, el Diario de Cuyo quitó de circulación ese número de Rumbos que, desde la tapa, anunciaba un artículo feroz sobre los riesgos de la minería. Volviendo a la nota de Graziano -que es lo que nos ocupa-, tuvo la fortuna de levantar puntería con las fotos preciosistas de Lula Bauer y, nobleza obliga, el encanto de la princesita.


ELI-U
La Princesita

Es la hija de Gustavo ‘El Príncipe’ Pena, uno de los últimos secretos de la música uruguaya. Hace cinco años su padre murió, dejando una obra fabulosa y prácticamente inédita. Acaba de sacar un gran disco, recuperando un puñado de esas canciones perdidas. Y va por más.

Por Martín E. Graziano

Es una historia de la nobleza, pero no tiene nada que ver con títulos nobiliarios y familias hemofílicas. En todo caso, es una historia de amor por la música y los seres queridos, de destinos asumidos con alegría. El Príncipe es Gustavo Pena, el último secreto de la música uruguaya. El Príncipe era un compositor muy prolífico, de talento inclasificable y voz frágil, autor de canciones puras y extravagantes, que no pocas veces adoptaban forma de fábula infantil. En el 2004 y cuando llegaba a sus 49 años, El Príncipe murió por complicaciones vinculadas a su diabetes y a una incurable incapacidad para cuidarse. El detalle a atender: sólo un ínfimo porcentaje de toda su frondosa obra fue publicada. Tan solo treinta canciones de casi unas mil piezas compuestas.
Ahí es donde entra en escena Eli-U, su hija. Eli-U fue bautizada exactamente así por su padre y, además de psicóloga y cantante, es una criatura escurridiza de grandes ojos celestes. Cuando su padre murió, junto a su pareja Bruno Masci - integrante del cuarteto de cuerdas El Club de Tobi- prepararon un pequeño repertorio con canciones perdidas de El Príncipe. Durante unas vacaciones en el Cabo Polonio, le mostraron el atrevimiento a un amigo mientras cocinaban. Muy pronto, aquel repertorio pensado para el ámbito familiar trascendió la intimidad y comenzaron a presentarse en vivo. El recorrido de esas canciones los llevó, naturalmente, a grabarlas y dejar registro. El resultado es Creo en los elefantes, editado en Argentina por el sello Los Años Luz. Poblado por cangrejos, caracoles y guardas fosforescentes, el universo que urdió El Príncipe es luminoso y embriagador. Y en el disco, Eli-U recorre esa cosmogonía -como señaló el periodista Mariano del Mazo- “con autoridad genética y artística”.
-¿Cuánto hubo de dejarse llevar por las circunstancias?
-Fue totalmente de esa manera. El proyecto surgió espontáneamente y de entrecasa. Yo estaba haciendo un trabajo de archivista en relación a la obra de mi padre cuando empecé a sentir que era importante que difundiera esas canciones. Y esa tarea tenía que hacerla yo. Por un lado, porque ese material no se le lo iba a delegar a nadie. Y por otro, porque esa labor tenía mucho que ver con lo emocional, con un contacto con mi viejo: es la obra de toda su vida. Esa responsabilidad cayó, inmediatamente y de manera natural, sobre mí. Ahí, mientras empezaba a digitalizar el material, a recopilar, ordenar papeles y partituras, a descubrir canciones y recordar otras, comenzamos a tocar los temas con Bruno. Llegamos al Cabo Polonio con un repertorio chiquito, lo compartimos y aquello se abrió solo. Dejé fluir. Siento, hoy por hoy, que es algo que no puedo no hacer. Para mi es sumamente importante haber podido asumir esa tarea con alegría. Realmente, es una satisfacción inmensa poder interpretar las canciones de mi viejo y editar discos suyos.
-Siendo psicóloga, ¿qué lectura hacés de tu tarea?
-Cada ser humano, cada habitante de este planeta, tiene que hacerse cargo de cosas. Tiene misiones, por decirlo de alguna forma. Unos son comunicadores, otros artistas, otros zapateros, pero cada uno tiene un fuerte y una misión. Algunos se dan cuenta y entonces la pasan bien desempeñándose en sus tareas. Otros no se dan cuenta, o tienen miedo, y terminan haciendo cosas que no los satisfacen. En mi caso, si bien hice cosas que no me satisfacían -porque para llegar a capturar ese sentido, tal vez también tenés que sufrir un poquito-, lo asumí lentamente y con felicidad. También es verdad que, si bien nunca llegué a rechazarlo, en algún momento puse cierta cautela. Traté de no pensarlo demasiado, y de ver cómo me iba sintiendo yo con la tarea.
-El impulso que desembocó en el disco ¿cómo fue apareciendo?
-Fue progresivo, pero hubo un momento en que se hizo más claro y se cayó de maduro que tenía que entrar a grabar un disco. Pero tranquilamente, no como un imperativo. Cuando empezamos a delinearlo, no hubo un criterio definido, sino simplemente las canciones veníamos tocando y otras que me gustaban. En el disco no hay un estilo o patrón que predomine. No son todos reggaes, o todos rocks. En ese sentido, no corté por ahí.
-Tu enfoque para interpretar es casi lúdico y empata muy bien con las canciones. ¿Cómo encontraste ese registro?
-¿Te referís a algunas de mis picardías? (risas) Es que justamente ese es el espíritu verdadero. Si yo lo hiciera con una excesiva solemnidad, perdería el foco de la obra. No estaría entendiendo nada en relación a qué tratamiento tengo que hacer con esas canciones. Soy purista con respecto a la obra de mi padre. Y lo puro, en este caso, es conservar ese ánimo lúdico, espontaneo. Ese espíritu de juego, de libertad y de creación. Todo eso se develó solo.

BIOGRAFÍA DISPERSA
La biografía de El Príncipe está hilvanada con cabos sueltos. Eli-U he hecho un gran esfuerzo por recuperar esa cronología dispersa. Por darle forma a esa historia que, sin los discos funcionando como mojones, se vuelve inasible. Nacido en 1955, Gustavo Pena se inició en la música cuando Uruguay aún atravesaba su última dictadura. El Príncipe tocaba rock, fusión y candombe en grupos más o menos estables mientras, con perseverancia, comenzaba a darle forma a su personalísimo repertorio solista. Entremezclados con sucesivas escapadas al Brasil, lideró grupos como El Buraco Incivilizado, La Rana Raraka y El Autobombo. Ninguno de ellos dejó registro discográfico pero, desde el silencio, El Príncipe nunca dejó de componer su propia obra. Básicamente, aunque fuera un gran músico (cantando y tocando guitarra, flauta, mandolín o bajo), se asumió sobre todo como un compositor.
En la escena musical de Montevideo -que durante los veranos aún se traslada a balnearios como La Pedrera, Cabo Polonio, La Paloma y Punta del Diablo-, El Príncipe se erigió como uno de los grandes animadores. De esa manera conoció a Eduardo Mateo y trabó amistad con el histórico Rubén Rada. “Mi viejo era muy amistoso –apunta Eli-U-. Obviamente, a veces podía ser malo, porque tenía su temperamento. Pero sobre todo era súper-agradable y tenía una veta encantadora desde la que era muy receptivo”. Cuando El Príncipe murió, aquellas canciones que en vida habían circulado en sus conciertos o de boca en boca, se hicieron un secreto más audible. A fin de cuentas, incluso vivo se había movilizado como un fantasma.
-¿Cómo te llevás con ese estatura de mito que adquirió la figura de tu padre?
-Para mí no es un mito porque es la persona que me crió. Era, además, una persona que veía componer y veía trabajar. Pero me parece bueno que, si hay un material musical valioso de un artista no muy investigado, empiece a ser conocido por esa curiosidad generada. Más allá del reconocimiento que haya podido o no tener en su vida -que es toda una polémica-, mi viejo compuso sus canciones para compartirlas. Por eso, si bien yo compongo algunos chascarrillos, el proyecto tiene que ver básicamente con la edición de los temas de mi viejo. Con eso ya tengo un trabajo divino y mucho camino por recorrer.
-Parte de su obra habita un lúcido mundo infantil y de fábula. ¿De dónde viene esa inclinación?
-Por un lado, cuando yo era chica, mi madre y mi padre eran maestros en el jardín de infantes El Conejito, al que yo iba. Mi padre era profesor de música y mi madre profesora de cerámica. Sin embargo, creo que a fin de cuentas se trata más bien de una cosmovisión. De un espíritu. Tiene que ver con el propio niño interior de cada uno, y mi viejo estaba muy conectado con eso. Así como están las personas que creen en el dinero, hay otros que creen en los árboles y en los animalitos. Mi papá hizo un tema que se llama “Creo en los elefantes”, y yo comparto esa cosmovisión. Como mi viejo, yo creo en los elefantes.

RESEÑA: Capsicum


Ha sucedido algo curioso. Entre papeles viejos y correspondencia extraviada, he dado con una reseña inédita de Graziano. Se trata de un texto muy breve sobre Cápsicum, la novela que el escritor platense Tavie Mariani publicó a través de La Comuna Ediciones. Todo parece indicar, la reseña fue escrita y rubricada poco tiempo antes de la muerte de Mariani.


Difícil hablar de esta novela sin apuntar el periplo de su escritor. A esta altura, Mariani es un personaje singular dentro de la fauna cultural de la ciudad de La Plata, donde nació en 1949 y aún reside. Según sus palabras: “hube de probar todos los sistemas represivos y opresivos, la escuela, el neuropsiquiátrico y la cárcel, hechos que me hicieron resentido y peronista aunque conservo el vicio de pensar al mundo desde el marxismo leninismo lo que me ha creado no pocos enemigos”. Esta es su única obra editada a la fecha y si bien cualquiera podría esperar una literatura árida y hasta marginal, se trata de un festín sensual. Cápsicum recorre las memorias de un anciano, emigrado argentino en Ámsterdam, y dueño de un delicioso almacén de especias y licores del mundo. El modo en que el protagonista reconstruye su pasado es un caleidoscopio de recuerdos disparados por los sabores, aromas y texturas que pululan por la capital de Holanda y le remiten, casi invariablemente, a los dolores del exiliado.

MEG

martes, 21 de julio de 2009

BS. AS. BIZARRO: el viaje


En esta ocasión, Graziano recorre junto al periodista Daniel Riera la aventura que significó embarcarse hacia este libro. La nota se publicó en la edición de noviembre de 2008 de Planeta Urbano, y es una verdadera muestra ya no de la versatilidad de Graziano, sino de su liviandad. Riera, por su parte, da cátedra. Esperemos que nuestro periodista, al menos, haya tomado unos magros apuntes.

La nota está, imaginamos, por aquí.

ABELARDO CASTILLO: los ritos


Me aseguran que cuando este reportaje finalmente se publicó, Graziano estaba en la última etapa de un periplo que incluyó Bariloche, El Bolsón y Epuyén. Todo parece indicar que cuando esperaba su colectivo de regreso, en un puestito rural del sur, encontró bajo un gato la revista Rumbos que traía a Castillo en su tapa. Con respecto a la entrevista, es notorio cómo Graziano va soltando su capacidad de diálogo a medida que avanzan la charla y los sandwiches de miga (cortesía de Sylvia Iparraguirre). En fin, el muchacho se sacó el gusto. Y Castillo habló.



ABELARDO CASTILLO
El escritor en su laberinto

La editorial Alfaguara acaba de reeditar los Cuentos Completos del escritor de San Pedro. El volumen lo ubica entre los más importantes artistas argentinos. Un perfil y una excusa para acercarse a su obra.

Por Martín E. Graziano

A esta altura del campeonato, Abelardo Castillo no sólo esta rodeado por un aura de gran escritor, sino que tiene detrás una obra de una densidad literaria que lo confirma. Estamos realmente frente a un escritor inscripto en el canon de nuestra cultura, junto a Borges, Arlt, Cortazar, Marechal y Bioy Casares. Pero el asunto más notable es que Castillo está vivo y sigue trabajando. Por eso la editorial Alfaguara ha debido editar una vez más sus Cuentos Completos: para agregar aquello que ha seguido produciendo. En este caso, los relatos de su último libro a la fecha, titulado El espejo que tiembla y publicado en el 2005.
Por otro lado, agrupar en un solo volumen todos sus cuentos no sólo es una forma cabal de tener una perspectiva de su camino, sino que es parte de una voluntad histórica del autor. Ya desde Las otras puertas (1961), su primera colección de relatos, hasta su última incursión en el género, Castillo dejó claro que había una continuidad. Cada uno de sus trabajos empieza invariablemente señalando que sus cuentos, “los ya escritos y los que aún quedan por escribir, pertenecen a un solo libro incesante y a una mujer. A Sylvia, quien le dio a ese libro el nombre que hoy lleva: Los mundos reales”. Sylvia es la escritora Sylvia Iparraguirre, su mujer desde aquellos años en que Castillo fundó El Escarabajo de Oro, la mítica revista literaria de los ‘60 que núcleo a aquella generación de escritores. Los Mundos Reales es la excusa para empezar esta charla.
-Suelen reprocharle que corrija tanto sus textos. Usted se justifica recordando al poeta francés Valéry, que recomendaba mantener la obra entre el ser y el no ser, suspendida. ¿No es desgastante ese trabajo?
-No, porque no es un trabajo. Y, en realidad, no dar por terminado un texto es la manera más vital de concebirlo. Pensar que siempre, de algún modo, está en formación. Valéry decía que, de esa forma, se producía una ‘reforma espiritual de uno mismo’. Hablaba del trabajo de corrección en un escritor, no como la mera corrección sintáctica o literaria, sino como una reforma del hombre que corrige. Hay algo que se corrige en uno cuando se corrige un texto literario. No son sólo palabras.
-Como escritor ¿qué cosas ha perdido en el camino y qué cosas ha ganado?
-Como bien decía Sartre, un sastre se puede poner el traje que ha hecho, un zapatero puede usar los zapatos que ha hecho, pero un escritor no puede leer el libro que ha escrito. Su propio libro está vedado para un escritor. Además es el lector el que completa la lectura de una obra. Sin el lector, no existe ese fenómeno que llamamos lo estético ni lo que llamamos la obra literaria. La libertad del escritor se tiene que unir a la libertad del lector para crear el texto literario. Un texto literario no es univoco. Tiene infinitas lecturas, tantas como lectores. Yo ni siquiera soy uno de esos lectores, porque como se lo que viene cada vez que encaro un párrafo, no me puedo ni sorprender ni conmover.
-Hasta en el último relato de su último libro usted vuelve a San Pedro, la ciudad de su niñez ¿por qué un escritor no puede alejarse de eso?
-No se por qué. De todas formas, hay veces en que es el lector el que me ubica en San Pedro. Por ejemplo, cada vez que leo un análisis del cuento “Conejo” lo ubican en San Pedro. Sin embargo, ocurre en Buenos Aires. Pero ¿por qué vuelvo a San Pedro? No se. Supongo que un escritor vuelve porque es fiel a su vida. Si te queda más cómodo y conocés el lugar, ¿por qué lo voy a hacer suceder, por ejemplo, en Pehuajó? ¡Si yo conozco San Pedro! (risas) Rilke decía que un escritor, cuando no puede escribir o se encuentra en el límite de su imaginación, debería volver a los lugares de su infancia, que ahí está la verdadera realidad.
-Pasaron más de 45 años desde la publicación de Las otras puertas ¿en qué medida se reconoce en esos primeros cuentos?
-En la misma medida en que uno se reconoce mirando una fotografía de cuando era chico. Te reconocés afectivamente. Aunque te cueste ubicar la figura del joven que está en la fotografía, sabés perfectamente que ese sos vos. Con los libros pasa exactamente lo mismo. Es un mundo parental, en el cual me reconozco si bien hay textos que no volvería a escribir o que tal vez escribiría de otra manera. El yo es una sucesión de pequeños yoes diseminados por el tiempo que forman una cadena indestructible. Si no me pudiera reconocer en ese muchacho que escribió los cuentos de Las otras puertas, sería un incongruente.
-¿Somos nuestra memoria, entonces?
-Claro que somos nuestra memoria. Y somos la memoria que los demás tienen de nosotros. En realidad, recordamos los relatos. A veces recordamos la experiencia, pero… yo tengo el recuerdo muy patente de algo que me ocurrió en la niñez. Estaba esperando a mis padres, sentado en la puerta de casa. Sin embargo, mi recuerdo es como si me viera sentado de espaldas, cosa que no puede ser porque tendría que estar detrás de mí y detrás de una puerta. Si yo recordara experiencialmente ese momento, tendría que recordar la forma de las baldosas, el árbol que estaba frente a mí, pero yo recuerdo a un chico sentado en el umbral de la puerta de su casa esperando a sus padres. Casi lo recuerdo como otro, aunque vuelvo a recuperar la sensación de la soledad y la desazón.
-Podría decirse entonces que no hay forma de que una biografía no sea contradictoria.
-No hay forma de que no sea falsa.

BIOGRAFÍA POSIBLE. EL OFICIO
Castillo nació en Buenos Aires, en 1935, pero su familia se instaló en San Pedro desde que Abelardo era un niño. Allí vivió hasta sus 17 años, cuando se mudó definitivamente a la Capital Federal. En la Buenos Aires de los ‘60 fundó la revista El Grillo de Papel, prohibida después de seis números por el gobierno de Frondizi. Aún así, esa revista y su sucesora (El Escarabajo de Oro) le permitieron publicar sus primeros relatos, donde ya gravitaba el universo literario que Castillo iba a poblar a lo largo de su vida. Allí estaba la sombra de Poe, la tragedia del alma eslava, el patetismo, el fulgor de Arlt y los mecanismos borgeanos de relojería. Lo real y lo fantástico como regiones difusas y fronterizas.
No sólo se ha ejercitado con fortuna en la forma precisa del cuento. Ha publicado además dos libros de ensayos, una nouvelle de juventud, dos piezas de teatro y tres novelas. Entre ellas El que tiene sed, un descenso enloquecido al infierno del alcohol y Crónica de un iniciado, su novela definitiva donde vertió todo hasta casi vaciarse. La última a la fecha es El Evangelio según Van Hutten, un exquisito ejercicio de erudición teológica e intriga policial labrado mucho antes de la invasión que encabezó El Código Da Vinci y sus clones. Permanece inédito y sin fecha de edición su volumen de poesías que, justamente, ha titulado La fiesta secreta. Sin embargo, el mismo Castillo se ha ocupado de desarticular la posible virtud de su versatilidad para los distintos formatos: “un buen escritor no es cuentista ni novelista: es una persona resignada que escribe lo que puede. Los géneros literarios son una ilusión. Imaginamos historias, y lo único que podemos hacer es acatar su forma, que siempre es anterior a las palabras, aceptar sus leyes y tratar de no equivocarnos demasiado”.
-Aún así, ¿se siente más a gusto en algún género?
-Tal vez en el cuento. Aunque no me considero nada más que un cuentista. De hecho empecé escribiendo poemas, mi primera obra en prosa fue La casa de ceniza -que es una nouvelle-, y lo primero que publiqué fue una obra de teatro. Por otro lado, el género que más me angustia es la novela. Porque cuando escribo novela es como si pisara siempre un terreno muy inseguro. Es una especie de salto al vacío, que no me produce el cuento. En un cuento, aunque no lo recuerdes palabra por palabra, podes tener todo el sentido en la cabeza. En la novela eso no pasa nunca. Es como si siempre estuviera haciéndose y bifurcándose.
-¿Tiene ritos a la hora de escribir?
-Antes tenía un rito con la máquina mecánica. No podía escribir sin haberle limpiado los tipos con un pincelito. Necesitaba que estuvieran limpios, y a veces perdía tanto tiempo que no escribía (risas) Ahora no puedo desarmar la computadora y limpiarla. Además los tipos son siempre iguales y ya no veo la escritura en el papel sino en la pantalla, así que ha desaparecido ese rito. Pero todavía tengo un rito: no puedo escribir un texto si por lo menos no lo empiezo a mano. Incluso si estoy escribiendo un texto largo, aunque sea diez líneas tengo que escribirlas a mano. Y después recién pasarlas a la computadora y arrancar. Es como si la necesidad de escribir todavía la siguiera sintiendo la mano.
-¿En qué medida se encuentra usted con respecto a la cuestión de la musa y el oficio?
-No creo para nada en la musa. Borges sí creía, o por lo menos decía que creía en la musa. Yo he visto manuscritos de Borges -me los ha enseñado él mismo- en donde había una palabra, que era un adjetivo, y estaba tachada. Sobre eso había puesto otro adjetivo, y debajo había puesto otro. En el margen del renglón había hecho una llave donde había puesto un adjetivo final, que es como se publicó. Bueno, si así opera la musa, es demasiado minuciosa. ¡Se parece demasiado a Borges! Creo que existe lo que Thomas Mann llamaba la Idea Súbita. Que eso se llame inspiración, es dudoso. Porque cómo, con inspiración, escribís una novela como Guerra y Paz. ¿Cuánto tiempo dura la inspiración?
-¿Se encontró alguna vez con la sensación de no poder escribir nada más?
-Me pasó después de Crónica de un iniciado. Yo siempre recomiendo que nunca se termine un libro sin estar trabajando en otro, para evitar ese vacío que genera la publicación. Pero, pese a esta recomendación, me costó tanto trabajo desembarazarme de Crónica de un iniciado que, durante mucho tiempo, estuve nada más que enfocado en esa novela. Cuando la terminé y la vi publicada, sentí que no tenía nada más para escribir. Entonces me obligué a escribir un cuento, que es “La cuestión de la dama en el Max Lange”. Ese cuento no tenía nada que ver con Crónica de un iniciado, ni siquiera con mis ganas de escribirlo. Lo escribí para sentir que podía escribir.
-¿Por qué edita, realmente? No un escritor, sino usted. ¿Cuál es la razón?
-En realidad, no soy de los escritores que se mueren por editar. Pero publico cuando creo que ese libro ya no se puede tener en los cajones. Cuando siento que está pidiendo que te despegues de él. Aún así, creo que el acto de publicar es relativo respecto de la escritura. A un escritor lo que le importa es escribir, publicar viene después. Nunca me ha obsesionado la idea de publicar, salvo una vez, hacia los años ’70. Hacía varios años que no publicaba y quería volver a publicar, porque era como si tuviera que sacar varias cosas de adelante para poder seguir con Crónica... Como una especie de peso del que te tenés que desembarazar.
-¿Cómo se siente con respecto a su obra? ¿Le gusta pensarla como algo constituido?
-No. Creo que está constituida, pero no la pienso como algo constituido, sino siempre como algo en marcha. Si no, ya no escribiría nada.
-Pero afectivamente ¿siente orgullo?
-No, mi obra no me gusta. La idea que uno tiene de lo que quiere escribir siempre es superior a lo que puede escribir. En el momento que lo publicás decis ‘bueno, ya está’. Pero lo lees dos años después y a veces te sentís defraudado. También podés sentirte admirado por haber podido escribir determinada cosa, pero como si la persona que lo escribió fuera otro. En cuanto sentís que es tuyo, realmente empezás a pensar ‘¿cómo pude llegar a escribir semejante burrada?’ (risas). Pero eso no es pose, y no me pasa sólo a mí. Estoy seguro que muchos escritores que a mi me fascinan, no se gustaban. Uno de ellos es Borges. No le gustaba lo que escribía. Una vez me contó que cada vez que publicaba un poema en La Nación y sonaba el teléfono, pensaba: ‘zas, se dieron cuanta de que soy un farsante. Y no. Siempre me llamaban para felicitarme’.

RESEÑA: El amor es un francotirador


Esta es la reseña que escribió Graziano cuando se editó El amor es un francotirador, el disco que grabaron Lola Arias con Ulises Conti para el sello Metamúsica. Se publicó en la revista platense La Pulseada:
LOLA ARIAS/ULISES CONTI: El amor es un francotirador
El proceso de este disco es extraño. Ulises Conti es un músico y compositor que, en sus discos solistas, prefiere explorar oscilando entre el avant-garde y la música de cámara. Lola Arias es una de las actrices y dramaturgas más singulares del teatro off. Al frente de la Compañía Postnuclear concibió la trilogía Sueño con revolver / Striptease / El amor es un francotirador. En esta última, un grupo de rock garagero tocaba en vivo las canciones que Conti y Arias habían compuesto para la ocasión. La experiencia fue tan satisfactoria que decidieron dejar registro. Y lo extraordinario es que el disco se las arregla para sostenerse sin necesidad de apoyarse en la obra, creando en definitiva una nueva criatura. Sin ser esencialmente una “cantante” -pero aún con una soltura notable-, Lola Arias se para al frente de un trío clásico de rock (los hermanos Juan y Andrés Ravioli más el propio Conti) como supo hacerlo Patti Smith. Imponiendo sus propias reglas y, al parecer, comprendiendo perfectamente que el estilo de un artista no es otra cosa que “el fantasma de sus carencias más que la realidad de sus virtudes”. Es decir, saca el máximo provecho a su condición de actriz, pero sin redundar en un histrionismo exagerado, cabalgando sobre una poética del amor densa y narrativa, tan retorcida como una película de Lynch. Las coordenadas del disco quedan establecidas desde el comienzo, cuando Lola amenaza con serenidad: “Voy a entrar en tu casa con un bidón de nafta. Cuidado, voy a prenderte fuego”. Así es el amor.
Martín E. Graziano