ELI-U
La Princesita
Es la hija de Gustavo ‘El Príncipe’ Pena, uno de los últimos secretos de la música uruguaya. Hace cinco años su padre murió, dejando una obra fabulosa y prácticamente inédita. Acaba de sacar un gran disco, recuperando un puñado de esas canciones perdidas. Y va por más.
Por Martín E. Graziano
Es una historia de la nobleza, pero no tiene nada que ver con títulos nobiliarios y familias hemofílicas. En todo caso, es una historia de amor por la música y los seres queridos, de destinos asumidos con alegría. El Príncipe es Gustavo Pena, el último secreto de la música uruguaya. El Príncipe era un compositor muy prolífico, de talento inclasificable y voz frágil, autor de canciones puras y extravagantes, que no pocas veces adoptaban forma de fábula infantil. En el 2004 y cuando llegaba a sus 49 años, El Príncipe murió por complicaciones vinculadas a su diabetes y a una incurable incapacidad para cuidarse. El detalle a atender: sólo un ínfimo porcentaje de toda su frondosa obra fue publicada. Tan solo treinta canciones de casi unas mil piezas compuestas.
Ahí es donde entra en escena Eli-U, su hija. Eli-U fue bautizada exactamente así por su padre y, además de psicóloga y cantante, es una criatura escurridiza de grandes ojos celestes. Cuando su padre murió, junto a su pareja Bruno Masci - integrante del cuarteto de cuerdas El Club de Tobi- prepararon un pequeño repertorio con canciones perdidas de El Príncipe. Durante unas vacaciones en el Cabo Polonio, le mostraron el atrevimiento a un amigo mientras cocinaban. Muy pronto, aquel repertorio pensado para el ámbito familiar trascendió la intimidad y comenzaron a presentarse en vivo. El recorrido de esas canciones los llevó, naturalmente, a grabarlas y dejar registro. El resultado es Creo en los elefantes, editado en Argentina por el sello Los Años Luz. Poblado por cangrejos, caracoles y guardas fosforescentes, el universo que urdió El Príncipe es luminoso y embriagador. Y en el disco, Eli-U recorre esa cosmogonía -como señaló el periodista Mariano del Mazo- “con autoridad genética y artística”.
-¿Cuánto hubo de dejarse llevar por las circunstancias?
-Fue totalmente de esa manera. El proyecto surgió espontáneamente y de entrecasa. Yo estaba haciendo un trabajo de archivista en relación a la obra de mi padre cuando empecé a sentir que era importante que difundiera esas canciones. Y esa tarea tenía que hacerla yo. Por un lado, porque ese material no se le lo iba a delegar a nadie. Y por otro, porque esa labor tenía mucho que ver con lo emocional, con un contacto con mi viejo: es la obra de toda su vida. Esa responsabilidad cayó, inmediatamente y de manera natural, sobre mí. Ahí, mientras empezaba a digitalizar el material, a recopilar, ordenar papeles y partituras, a descubrir canciones y recordar otras, comenzamos a tocar los temas con Bruno. Llegamos al Cabo Polonio con un repertorio chiquito, lo compartimos y aquello se abrió solo. Dejé fluir. Siento, hoy por hoy, que es algo que no puedo no hacer. Para mi es sumamente importante haber podido asumir esa tarea con alegría. Realmente, es una satisfacción inmensa poder interpretar las canciones de mi viejo y editar discos suyos.
-Siendo psicóloga, ¿qué lectura hacés de tu tarea?
-Cada ser humano, cada habitante de este planeta, tiene que hacerse cargo de cosas. Tiene misiones, por decirlo de alguna forma. Unos son comunicadores, otros artistas, otros zapateros, pero cada uno tiene un fuerte y una misión. Algunos se dan cuenta y entonces la pasan bien desempeñándose en sus tareas. Otros no se dan cuenta, o tienen miedo, y terminan haciendo cosas que no los satisfacen. En mi caso, si bien hice cosas que no me satisfacían -porque para llegar a capturar ese sentido, tal vez también tenés que sufrir un poquito-, lo asumí lentamente y con felicidad. También es verdad que, si bien nunca llegué a rechazarlo, en algún momento puse cierta cautela. Traté de no pensarlo demasiado, y de ver cómo me iba sintiendo yo con la tarea.
-El impulso que desembocó en el disco ¿cómo fue apareciendo?
-Fue progresivo, pero hubo un momento en que se hizo más claro y se cayó de maduro que tenía que entrar a grabar un disco. Pero tranquilamente, no como un imperativo. Cuando empezamos a delinearlo, no hubo un criterio definido, sino simplemente las canciones veníamos tocando y otras que me gustaban. En el disco no hay un estilo o patrón que predomine. No son todos reggaes, o todos rocks. En ese sentido, no corté por ahí.
-Tu enfoque para interpretar es casi lúdico y empata muy bien con las canciones. ¿Cómo encontraste ese registro?
-¿Te referís a algunas de mis picardías? (risas) Es que justamente ese es el espíritu verdadero. Si yo lo hiciera con una excesiva solemnidad, perdería el foco de la obra. No estaría entendiendo nada en relación a qué tratamiento tengo que hacer con esas canciones. Soy purista con respecto a la obra de mi padre. Y lo puro, en este caso, es conservar ese ánimo lúdico, espontaneo. Ese espíritu de juego, de libertad y de creación. Todo eso se develó solo.
BIOGRAFÍA DISPERSA
La biografía de El Príncipe está hilvanada con cabos sueltos. Eli-U he hecho un gran esfuerzo por recuperar esa cronología dispersa. Por darle forma a esa historia que, sin los discos funcionando como mojones, se vuelve inasible. Nacido en 1955, Gustavo Pena se inició en la música cuando Uruguay aún atravesaba su última dictadura. El Príncipe tocaba rock, fusión y candombe en grupos más o menos estables mientras, con perseverancia, comenzaba a darle forma a su personalísimo repertorio solista. Entremezclados con sucesivas escapadas al Brasil, lideró grupos como El Buraco Incivilizado, La Rana Raraka y El Autobombo. Ninguno de ellos dejó registro discográfico pero, desde el silencio, El Príncipe nunca dejó de componer su propia obra. Básicamente, aunque fuera un gran músico (cantando y tocando guitarra, flauta, mandolín o bajo), se asumió sobre todo como un compositor.
En la escena musical de Montevideo -que durante los veranos aún se traslada a balnearios como La Pedrera, Cabo Polonio, La Paloma y Punta del Diablo-, El Príncipe se erigió como uno de los grandes animadores. De esa manera conoció a Eduardo Mateo y trabó amistad con el histórico Rubén Rada. “Mi viejo era muy amistoso –apunta Eli-U-. Obviamente, a veces podía ser malo, porque tenía su temperamento. Pero sobre todo era súper-agradable y tenía una veta encantadora desde la que era muy receptivo”. Cuando El Príncipe murió, aquellas canciones que en vida habían circulado en sus conciertos o de boca en boca, se hicieron un secreto más audible. A fin de cuentas, incluso vivo se había movilizado como un fantasma.
-¿Cómo te llevás con ese estatura de mito que adquirió la figura de tu padre?
-Para mí no es un mito porque es la persona que me crió. Era, además, una persona que veía componer y veía trabajar. Pero me parece bueno que, si hay un material musical valioso de un artista no muy investigado, empiece a ser conocido por esa curiosidad generada. Más allá del reconocimiento que haya podido o no tener en su vida -que es toda una polémica-, mi viejo compuso sus canciones para compartirlas. Por eso, si bien yo compongo algunos chascarrillos, el proyecto tiene que ver básicamente con la edición de los temas de mi viejo. Con eso ya tengo un trabajo divino y mucho camino por recorrer.
-Parte de su obra habita un lúcido mundo infantil y de fábula. ¿De dónde viene esa inclinación?
La Princesita
Es la hija de Gustavo ‘El Príncipe’ Pena, uno de los últimos secretos de la música uruguaya. Hace cinco años su padre murió, dejando una obra fabulosa y prácticamente inédita. Acaba de sacar un gran disco, recuperando un puñado de esas canciones perdidas. Y va por más.
Por Martín E. Graziano
Es una historia de la nobleza, pero no tiene nada que ver con títulos nobiliarios y familias hemofílicas. En todo caso, es una historia de amor por la música y los seres queridos, de destinos asumidos con alegría. El Príncipe es Gustavo Pena, el último secreto de la música uruguaya. El Príncipe era un compositor muy prolífico, de talento inclasificable y voz frágil, autor de canciones puras y extravagantes, que no pocas veces adoptaban forma de fábula infantil. En el 2004 y cuando llegaba a sus 49 años, El Príncipe murió por complicaciones vinculadas a su diabetes y a una incurable incapacidad para cuidarse. El detalle a atender: sólo un ínfimo porcentaje de toda su frondosa obra fue publicada. Tan solo treinta canciones de casi unas mil piezas compuestas.
Ahí es donde entra en escena Eli-U, su hija. Eli-U fue bautizada exactamente así por su padre y, además de psicóloga y cantante, es una criatura escurridiza de grandes ojos celestes. Cuando su padre murió, junto a su pareja Bruno Masci - integrante del cuarteto de cuerdas El Club de Tobi- prepararon un pequeño repertorio con canciones perdidas de El Príncipe. Durante unas vacaciones en el Cabo Polonio, le mostraron el atrevimiento a un amigo mientras cocinaban. Muy pronto, aquel repertorio pensado para el ámbito familiar trascendió la intimidad y comenzaron a presentarse en vivo. El recorrido de esas canciones los llevó, naturalmente, a grabarlas y dejar registro. El resultado es Creo en los elefantes, editado en Argentina por el sello Los Años Luz. Poblado por cangrejos, caracoles y guardas fosforescentes, el universo que urdió El Príncipe es luminoso y embriagador. Y en el disco, Eli-U recorre esa cosmogonía -como señaló el periodista Mariano del Mazo- “con autoridad genética y artística”.
-¿Cuánto hubo de dejarse llevar por las circunstancias?
-Fue totalmente de esa manera. El proyecto surgió espontáneamente y de entrecasa. Yo estaba haciendo un trabajo de archivista en relación a la obra de mi padre cuando empecé a sentir que era importante que difundiera esas canciones. Y esa tarea tenía que hacerla yo. Por un lado, porque ese material no se le lo iba a delegar a nadie. Y por otro, porque esa labor tenía mucho que ver con lo emocional, con un contacto con mi viejo: es la obra de toda su vida. Esa responsabilidad cayó, inmediatamente y de manera natural, sobre mí. Ahí, mientras empezaba a digitalizar el material, a recopilar, ordenar papeles y partituras, a descubrir canciones y recordar otras, comenzamos a tocar los temas con Bruno. Llegamos al Cabo Polonio con un repertorio chiquito, lo compartimos y aquello se abrió solo. Dejé fluir. Siento, hoy por hoy, que es algo que no puedo no hacer. Para mi es sumamente importante haber podido asumir esa tarea con alegría. Realmente, es una satisfacción inmensa poder interpretar las canciones de mi viejo y editar discos suyos.
-Siendo psicóloga, ¿qué lectura hacés de tu tarea?
-Cada ser humano, cada habitante de este planeta, tiene que hacerse cargo de cosas. Tiene misiones, por decirlo de alguna forma. Unos son comunicadores, otros artistas, otros zapateros, pero cada uno tiene un fuerte y una misión. Algunos se dan cuenta y entonces la pasan bien desempeñándose en sus tareas. Otros no se dan cuenta, o tienen miedo, y terminan haciendo cosas que no los satisfacen. En mi caso, si bien hice cosas que no me satisfacían -porque para llegar a capturar ese sentido, tal vez también tenés que sufrir un poquito-, lo asumí lentamente y con felicidad. También es verdad que, si bien nunca llegué a rechazarlo, en algún momento puse cierta cautela. Traté de no pensarlo demasiado, y de ver cómo me iba sintiendo yo con la tarea.
-El impulso que desembocó en el disco ¿cómo fue apareciendo?
-Fue progresivo, pero hubo un momento en que se hizo más claro y se cayó de maduro que tenía que entrar a grabar un disco. Pero tranquilamente, no como un imperativo. Cuando empezamos a delinearlo, no hubo un criterio definido, sino simplemente las canciones veníamos tocando y otras que me gustaban. En el disco no hay un estilo o patrón que predomine. No son todos reggaes, o todos rocks. En ese sentido, no corté por ahí.
-Tu enfoque para interpretar es casi lúdico y empata muy bien con las canciones. ¿Cómo encontraste ese registro?
-¿Te referís a algunas de mis picardías? (risas) Es que justamente ese es el espíritu verdadero. Si yo lo hiciera con una excesiva solemnidad, perdería el foco de la obra. No estaría entendiendo nada en relación a qué tratamiento tengo que hacer con esas canciones. Soy purista con respecto a la obra de mi padre. Y lo puro, en este caso, es conservar ese ánimo lúdico, espontaneo. Ese espíritu de juego, de libertad y de creación. Todo eso se develó solo.
BIOGRAFÍA DISPERSA
La biografía de El Príncipe está hilvanada con cabos sueltos. Eli-U he hecho un gran esfuerzo por recuperar esa cronología dispersa. Por darle forma a esa historia que, sin los discos funcionando como mojones, se vuelve inasible. Nacido en 1955, Gustavo Pena se inició en la música cuando Uruguay aún atravesaba su última dictadura. El Príncipe tocaba rock, fusión y candombe en grupos más o menos estables mientras, con perseverancia, comenzaba a darle forma a su personalísimo repertorio solista. Entremezclados con sucesivas escapadas al Brasil, lideró grupos como El Buraco Incivilizado, La Rana Raraka y El Autobombo. Ninguno de ellos dejó registro discográfico pero, desde el silencio, El Príncipe nunca dejó de componer su propia obra. Básicamente, aunque fuera un gran músico (cantando y tocando guitarra, flauta, mandolín o bajo), se asumió sobre todo como un compositor.
En la escena musical de Montevideo -que durante los veranos aún se traslada a balnearios como La Pedrera, Cabo Polonio, La Paloma y Punta del Diablo-, El Príncipe se erigió como uno de los grandes animadores. De esa manera conoció a Eduardo Mateo y trabó amistad con el histórico Rubén Rada. “Mi viejo era muy amistoso –apunta Eli-U-. Obviamente, a veces podía ser malo, porque tenía su temperamento. Pero sobre todo era súper-agradable y tenía una veta encantadora desde la que era muy receptivo”. Cuando El Príncipe murió, aquellas canciones que en vida habían circulado en sus conciertos o de boca en boca, se hicieron un secreto más audible. A fin de cuentas, incluso vivo se había movilizado como un fantasma.
-¿Cómo te llevás con ese estatura de mito que adquirió la figura de tu padre?
-Para mí no es un mito porque es la persona que me crió. Era, además, una persona que veía componer y veía trabajar. Pero me parece bueno que, si hay un material musical valioso de un artista no muy investigado, empiece a ser conocido por esa curiosidad generada. Más allá del reconocimiento que haya podido o no tener en su vida -que es toda una polémica-, mi viejo compuso sus canciones para compartirlas. Por eso, si bien yo compongo algunos chascarrillos, el proyecto tiene que ver básicamente con la edición de los temas de mi viejo. Con eso ya tengo un trabajo divino y mucho camino por recorrer.
-Parte de su obra habita un lúcido mundo infantil y de fábula. ¿De dónde viene esa inclinación?
-Por un lado, cuando yo era chica, mi madre y mi padre eran maestros en el jardín de infantes El Conejito, al que yo iba. Mi padre era profesor de música y mi madre profesora de cerámica. Sin embargo, creo que a fin de cuentas se trata más bien de una cosmovisión. De un espíritu. Tiene que ver con el propio niño interior de cada uno, y mi viejo estaba muy conectado con eso. Así como están las personas que creen en el dinero, hay otros que creen en los árboles y en los animalitos. Mi papá hizo un tema que se llama “Creo en los elefantes”, y yo comparto esa cosmovisión. Como mi viejo, yo creo en los elefantes.
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