sábado, 23 de junio de 2012

CATUPECU MACHU: la danza ritual

Apenas El mezcla y la cobra salió a las calles, parece que Graziano se encontró con todos los Catupecu en algún sitio de Nuñez. La entrevista, aseguran, fue un gran momento. Se publicó en G7, a fines de 2011.
LA DANZA RITUAL

Por Martín E. Graziano

Ahí, en esa delgada frontera roja entre el mundo racional y el reino de las vísceras, Catupecu Machu hace equilibrio como un trapecista. Hay una anécdota durante la grabación de El mezcal y la cobra, su disco flamante, que retrata ese vértigo: después de varios días encerrados en el estudio, con los cerebros en red y las Mac’s traficando códigos binarios, la banda hace una pausa. Mientras toman un vino esperando la visita inminente de los representantes de EMI y PopArt, deciden hacer una toma de voz urgente para poder mostrar “Musas”, una de las mejores canciones de la camada. Fernando Ruíz Díaz da un paso al frente y dice: ‘poné rec ya’. Lo que siguió fue la voz que selló el tono épico del disco. Una sonda enviada hacia el centro de su alma. Cuando terminó de cantar ese verso final, que repite como una letanía “y la orquesta suena como en el cine al final”, Ruiz Díaz levantó la mirada y todos en la sala estaban congelados. Así, sin dar demasiadas vueltas, había grabado de un tirón la toma definitiva. En esa grieta de ciencia ficción, donde los ancestros dialogan con las voces del futuro, Catupecu estaba trabajando su música. 
Desde luego, la banda no sólo está sujeta a las circunstancias terrenales: está marcada a fuego por su propia historia. Un rosario de nudos dramáticos que el verano pasado entregó un nuevo episodio. Esta vez, el alejamiento del baterista Javier Herrlein y el manager Fausto Lomba. Fieles a su espíritu de clan, en lugar de abrir una convocatoria y buscar al baterista que pudiera clonar con solvencia los patterns grabados por sus predecesores, Catupecu no buscó al músico correcto. Buscó a la persona indicada. Así, apenas Agustín Rocino (ex-bajista de Cuentos Borgeanos) se sumó a Macabre, Sebastián Cáceres y Ruiz Díaz, los tipos eligieron retratar el momento. El resultado es El mezcal y la cobra.
Han dicho que el título del disco apareció mágicamente. ¿Qué pasó?
FRD: Habíamos trabajado durante todo el día con un tema que a todos les pegaba mucho. Ya estaban todos los instrumentos grabados, pero no aparecía la letra ni el sonido que hiciera el riff con la guitarra. Dos días buscando en los teclados hasta que en un momento ya se le habían acabado todos los plugins a Macabre. Entonces se trajo el primer teclado que se compró y de pronto, a eso de las cuatro o cinco de la mañana, apareció un sonido rarísimo. Era como una flauta. Los dos dijimos ¡es eso! ¡es eso! Era el sonido del shakulute peruano, un instrumento mezcla de dos tradiciones: flauta de caña con flauta occidental. Fue una epifanía. El sonido me hacía flashear con la flauta que hipnotiza a la cobra. Y yo siempre tengo una cosa con la cobra, con la danza y que se yo… Bueno, Macabre se fue y quedé solo en la sala con un terror terrible, porque el tema tenía esa sensación de viaje y escape. ¿Viste cuando sentís las musas y decís ‘hoy sale esta letra’? Bueno, entonces veo en nuestro altarcito una botella de mezcal que había traído Alberto Moles cuando grabamos “Manuel Santillán, el león”. Lo miré y dije ‘claro: destapar el mezcal / bebernos de a tragos el mundo / la cobra y su danza ritual / te encuentro siempre que busco’.
Antes de grabar, hubo dos separaciones importantes. En Catupecu, eso no significa un cambio de fichas, sino una reformulación. ¿Cómo cambió la banda?
M: De la misma manera que entró Sebastián fue que entró Agustín, entré yo y toda la gente que no toca pero es parte de Catupecu. En Catupecu hay algo muy importante: una serie de de reglas implícitas y una idea muy fuerte que excede a cada uno de nosotros. Eso hace que la única manera para que alguien pueda estar en un lugar es por una cierta afinidad espiritual e ideológica. No lo digo en el sentido político, sino de sintonía. Pensá que Agus, está con Catupecu casi desde el principio: siendo asistente, grabando, produciendo, pasando música en los shows.
SC: Catupecu sigue siendo lo mismo porque no cambia un baterista por otro, sino que busca la persona indicada para cumplir esa función. Hubiera sido más fácil llamar al mejor baterista o hacer una convocatoria. En realidad, hubiera sido más simple, pero no más fácil. Es mucho más fácil tocar con Agustín.
Probablemente sea el disco más extrovertido desde El número imperfecto. ¿Cómo era el ánimo interno a la hora de grabar?
M: Los discos de Catupecu son fiel reflejo del estado anímico de la banda. Una foto del momento que escapa incluso a las ganas o la necesidad: si sincronizás con la música y querés hacer algo artístico, es imposible que no quede la huella digital. Si escuchas Simetría de Moebius, sentís lo que pasaba en la banda: una búsqueda musical muy intensa conviviendo con conflictos internos. En Laberintos… escuchás todo lo que pasaba en ese momento, cuando el accidente de Gabriel aún era muy reciente. Y si bien es algo que nos acompaña día a día, con el tiempo y todos estos cambios, supimos reinterpretarlo. Todo eso y lo que pasó después de la separación con Herrlein y Fausto, nuestras ganas y el aire nuevo, hicieron que el disco sea más extrovertido.
León Gieco cuenta que Yupanqui le dijo: ‘que le va a hacer, Gieco: nosotros tocamos con la vida’. Si estás feliz o estás triste, arriba del escenario la gente se va a dar cuenta.
FRD: Atahualpa es lo más. Y tiene razón: para nosotros es un proceso muy consciente el hecho de llevar toda esa carga espiritual y registrarla en ese depósito que es un disco. Una fuente. Aunque a veces me doy cuenta que nunca planeamos nada. Que nos seduce un sonido y nos dejamos guiar hasta que empiezan a salir flores por todos lados. Como canto en un tema: “todo enfrente, flores rojas y escaleras / siempre brotan del piso, / de todos lados, aparecen cuando bailamos. / Cuando amamos lo errado y lo cierto, / lo que hicimos y lo que haremos, / en viajes que son travesías / entre lo inmóvil y la rima”. 
Hay algunas citas que remiten a otros discos de ustedes. ¿Qué lugar creen que va a ocupar este disco en la obra de Catupecu?
FRD: Lo veo como un disco tremendo. Un impacto violento de entrada, como pasó con Cuentos decapitados. Y puedo verlo así ahora, que tomo distancia y lo escucho como disco. Gracias a Dios –o a lo que sea-, en Catupecu siempre hay un equilibrio grande entre el ego fuerte que tenés que tener para poder subirte a un escenario y el ego sanísimo que es necesario para no interferir en la obra. Digo que si hay que sacrificar algo por el tema, se hace. En ese sentido, lo veo como un disco con mucho condimento, pero de una manera equilibrada. 
En el disco hay una tensión permanente entre la vanguardia y lo ancestral. ¿Es una búsqueda consciente?
FRD: El rock empezó siendo la guitarra acústica electrificada para que el sonido llegara más lejos. Y nosotros somos fieles representantes de esos comienzos. De la cosa que viene de lo ancestral, mucho antes de los blues: los músicos que empezaron en el África, cantando sobre los tambores. Después si, aparecieron todos los artilugios y todas las artimañas que usamos, pero siempre hay una necesidad de volver a lo ancestral. Pensá, ¿por qué la gente va al mar en los veranos? Porque vuelve a la fuente. Al agua. Porque necesitan entrar otra vez a la matriz. Entonces la música es siempre una vuelta a la matriz. Y Catupecu, por más que use este instrumento o el otro, siempre es ese regreso.

SIMETRÍAS, CUADROS Y LABERINTOS

Formados en 1994, la banda de los hermanos Ruíz Díaz es el coletazo final de aquello que llamamos Nuevo Rock Argentino. La generación sónica que se fogueó en el circuito under de finales de los ‘80 y donde el periodismo creyó ver un cambio de paradigma. Paradójicamente, fueron el epílogo de una etapa. Fueron Babasónicos, Peligrosos Gorriones, Los Brujos, e incluso Catupecu: los últimos paladines del rock contracultural. No casualmente, poco después de editar un disco debut inflamable, Catupecu publicó un registro en vivo tomado en Cemento (A morir, 1998) y hasta versionó a Metrópoli y Massacre. En ese nuevo contexto, la banda era una rara avis. A diferencia del rock barrial que monopolizó la década, no construyó su obra a imagen y semejanza del público. Como los verdaderos artistas, hizo exactamente lo contrario.
¿Piensan en un interlocutor para la música de ustedes?
FRD: El tema más demagógico de Catupecu sería “Dale!”, ¿no? Es tremendo tocar ese tema en vivo frente a una multitud. Una sensación única. Pero ese tema tan ‘demagógico’ lo compuse solo en un cuartito de tres por cuatro, encerrado con un pedal nuevo y un slide. Ese grito era para mí: era una arenga para ver qué podía hacer con eso. Entonces es imposible pensar que esa arenga personal después se pueda convertir en una especie de himno.
La prueba de que la música es algo colectivo. Digamos, ¿de dónde bajó eso?
FRD: La música es la personalidad femenina más histérica que existe como manifestación en el universo. Porque vos tocás la guitarra como Jimi Hendrix, tenés los equipos y todo, pero la historia es que la música tenga ganas de irse con vos. Entonces lo que se llama talento, para mí son las antenas. Poder decodificar eso que todos tenemos adentro. ¿Viste que cuando Miguel Ángel miraba los bloques de granito o de mármol, decía que miraba el bloque y adentro ya veía la escultura? Para que aparezca el David, lo único que hacía era sacar lo que sobraba.
Siempre dejan pistas hacia otras disciplinas: Klimt, Fritz Lang, Barolo. Algo que fue muy inherente al rock cuando -más que un mercado- era una cultura.
FRD: Nosotros formamos parte de la cultura. Creo que salvo esas músicas ancestrales –que no se sabe de dónde vienen-, tanto el rock, como el tango o la música clásica aportan a la cultura más que a un movimiento. Yo no sé si Piazzolla era tango o qué, pero aportó a la cultura. En el rock, pienso lo mismo de Spinetta. Aportan una música que es parte de la cultura. Y siento que nosotros participamos de eso. Es un hecho artístico que alimenta un montón de cosas más que son ajenas incluso a nuestra comprensión. Es alucinante cuando podés ver con perspectiva y te das cuenta que formas parte del imaginario popular. Del inconsciente colectivo.
Al comienzo se los mencionó como rupturistas, pero versionaron a Spinetta, Páez, Cerati, etc. ¿Se sentían parte de una tradición de rock argentino?
FRD: Cuando salimos con los cuadrafónicos, en una nota nos preguntaron si éramos el recambio. Yo me re-calenté y respondí: ‘nosotros no queremos recambiar a nadie; ni a Spinetta, ni a Charly, ni a Fito, ni a Sumo. Sólo somos un grupo que viene a hacer algo nuevo’. Fue grosso, un momento que me quedó grabado. Nosotros hemos roto con ciertas estructuras, pero no del rock argentino: creo que cuando un artista descubre algo, está rompiendo su propia estructura.
De hecho antes de ser clásicos, todos esos artistas fueron modernos.
FRD: Mirá, nosotros somos Catupecu, tenemos convocatoria y todo eso. Pero hace poco, cuando sacamos Laberintos entre aristas y dialectos, uno de los temas del disco que pedía todo el público era “Dialectos”. Sin embargo, cuando lo elegimos como segundo corte  no estuvo ni una semana en rotación porque no lo quería pasar nadie. Entonces, ¿cómo es? ¿La gente lo pide en los recitales y en los medios no lo quieren pasar? Por un lado nos preocupamos, pero después nos alegramos porque nos dimos cuenta que seguíamos siendo Catupecu. Ahí te das cuenta que el público tiene una comprensión mucho mayor.
Desde el under, ustedes pegaron un salto muy grande y repentino. ¿Cómo lo sobrellevaron?
FRD: Fue tremendo. De la época de Cuentos decapitados me acuerdo cada cosa… Era una locura divina. Pensá que fue entonces que a Aprile (Abril Sosa) le chifló un poco el moño y nos separamos. A la vez, después de eso, entra Herrlein y con Macabre pasamos a ser un cuarteto de verdad.
M: Hay muchos momentos de inflexión que lo hacen medio inexplicable. Porque vos estás diciendo lo de Aprile, pero seguir tocando después del accidente de Gaby fue… No sé qué pasa con Catupecu. No sé si es la idea general, la familia que hay alrededor, todo el grupo de gente que contiene desde diferentes lugares…
La historia de la banda está llena de nudos dramáticos. Con perspectiva, ¿cómo afectó el accidente de Gabriel el hecho artístico?
FRD: Es raro decir que de una situación tan negativa podés sacar una cosa positiva. Pero si se mirara la historia de Catupecu desde arriba, ves que la historia está llena de pasión y de búsqueda. Entonces todo afecta. No de si decir de una manera positiva, pero si creativa… ¡Mirá! ¡Está buenísimo! Nos afectó de una manera creativa, pero porque siempre crear fue el eje vector de Catupecu. Con lo que estoy contento es que siento que le damos a la música, como entidad, mucho más de lo que la música nos da a nosotros. Porque la música nos da todo, pero nosotros vivimos metidos en tal enfermedad que a veces ni nos damos cuenta. Sencillamente lo hacemos y plop, pasan estas cosas… Y estamos tan agradecidos a la música que hacemos todo esto, la manifestación de cierta situación amorosa traducida en algo. Por eso pasa lo que pasa, que toca Agustín, toca Macabre o Sebastián y sigue siendo Catupecu.
¿Qué es eso que permanece?
SC: Sin lugar a dudas, el eje vector en este momento es Fer. No hay vuelta. Fer sigue siendo el que hace la mayoría de las canciones, las letras y, además, supo como buscar a las personas que tenían que tocar. Hablo de saber qué buscar, qué ver en cada persona.
FRD: Yo no hablo solo con mis musas, sino con las tuyas y las de todos los demás. Me acuerdo que cuando nos habíamos separado del tecladista anterior, Macabre nos estaba dando una mano. Faltaba poco para que llegara Obras y yo le dije: ‘che, viene Obras ¿tocás con nosotros?’. Pero yo no veía teclados: veía música adentro de él. Entonces quería compartir esos duendes, esas musas. Después vi que eran teclados, entonces bueno, le tocó teclados como a mí me tocó cantar. Y eso es todo.