jueves, 13 de enero de 2011

MARIANA ENRIQUEZ: el suburbio gótico

Después de dos novelas fronterizas, la periodista y escritora editó Los peligros de fumar en la cama. Una colección de cuentos de terror capaz de imponer a la realidad su propia fantasmagoría del conurbano. Graziano la entrevistó para un especial de literatura que preparó la revista G7. La fotografía es de Florencia Cosin.
EL SUBURBIO GÓTICO

Por Martín E. Graziano

Aunque vista de colores, sea locuaz y de un sonoro beso al saludar, hay algo extraño en Mariana Enriquez. Un pulso gótico que, todo parece indicar, no va a abandonarla nunca. Unos meses atrás, cuando editó Los peligros de fumar en la cama, lo confirmó. El libro, que reúne un puñado de cuentos de terror, es capaz de encontrar fantasmas y brujerías en el Litoral, los balnearios abandonados o esos pliegues perdidos del conurbano. Su manejo de la oralidad y una sabia dosis de humor negro, los imponen a la realidad y el resultado acaba por ser elocuente. El efecto, algo muy parecido al miedo.
Desde luego, no son sus primeras armas en la literatura argentina. Enriquez, que combina la ficción con su trabajo como periodista y editora del suplemento Radar, ya tenía algunos cuentos dispersos en antologías y dos novelas publicadas: Bajar es lo peor y Cómo desaparecer completamente.
La literatura argentina no tiene una tradición clara de cuento de terror. ¿Qué referencias tomaste?
Fueron una influencia aquellos cuentos de Cortázar que, para mí, son de terror: “La puerta condenada”, “Circe”, y esos de los primeros libros. Alejandra Pizarnik es otra: tiene una veta macabra que es más un ambiente que una trama. Hay una ventaja muy importante en la literatura argentina, que es una tradición no de terror, pero si de cuento fantástico. Entonces el terror es una vuelta de tuerca más. Igual mis influencias más claras son, obviamente, el terror contemporáneo norteamericano y británico (Stephen King, Peter Straub, John Harrison), y también el gótico sureño como una influencia estética más amplia (Faulkner, Flannery O’Connor).
Tu relación con el género parece muy filial y natural. ¿De dónde te viene?
Es, sobre todo, familiar. Por un lado, tengo una familia híper-racional. Por el otro, no. Esa familia, que una buena parte vive en Corrientes, es muy supersticiosa. Tiene toda eso de los santitos paganos -como San La Muerte- muy incorporado a la cotidianeidad, cosas que cuando era chica miraba con cierta extrañeza y miedo. Entonces para mí, a la vez era muy cercano (por familiar) y muy lejano y fascinante.
En tus libros, aparece una recreación del habla de sectores sociales muy diversos. ¿Te interesa trabajar con ese material?
Mucho. El habla del conurbano, por ejemplo. Yo no la tengo tan clara con eso; no hago una investigación, sino que más bien es una cuestión de oído. Pero en mis novelas, que son todas realistas y bien fronterizas, me interesa trabajar con los bordes del lenguaje. Con esos lenguajes y formas de hablar despreciadas, supuestamente muy poco apropiables y líricas para hacer algo estético y bello.
¿De qué manera un escritor joven se puede hacer un lugar en la literatura, donde el canon parece tan congelado?
Pensándolo desde afuera, hay dos maneras. Un camino tiene que ver con que, por ser periodista, tenés una visibilidad y lográs que te publiquen. O sea, el objetivo es que te publiquen para entrar en algún tipo de discusión. Realmente no sos escritor hasta que no te publican. Y la otra es la forma académica, que deriva en una editorial independiente. Además tampoco hay un interés porque la literatura no vende. Las editoriales grandes producen libros que no son literatura y libros que sí. Los primeros son los que hacen el negocio que les permite publicar literatura, que hace al prestigio y al catálogo.
¿Qué escritores te parecen esenciales para pensar la literatura contemporánea argentina?
Uno esencial es Carlos Gamerro, que tiene un lugar más periférico (por ser el más literario) en esa generación donde están Martin Kohan y Guillermo Martínez. También Pablo Ramos me parece que está haciendo algo importante con el giro autobiográfico y Claudio Zeiger retomando esa tradición del best-seller argentino de los ’50. Pienso, sobre todo, en Fogwill y en Ebe Uhart. Tienen una forma de ver el mundo y de decir, que produce un estilo. Ebe habla como escribe y Fogwill era igual. Entre los autores más chicos hay un montón con los que siento afinidad (Samanta Schweblin, Juan Diego Incardona, Sonia Budassi), pero todavía hay que encontrar una voz, un tema. Ellos ya lo tienen.

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