Desde su aparición con Piazzolla y la ópera María de Buenos Aires, Ferrer compuso piezas esenciales del repertorio tanguero. Renovó la letrística del género (no sin críticas), lo historizó y, desde 1990, preside la Academia Nacional del Tango. Ahora logró cristalizar el viejo anhelo de la enciclopedia sonora: Las 1001 Noches del Tango. Partiendo de esa excusa, Graziano lo entrevistó para Rumbos: estos son algunos retazos de la conversación.
LA BALADA DEL POETA
Por Martín E. Graziano
Sin un asomo de nostalgia, Horacio Ferrer porta algunos orgullos de otra época. El orgullo por la elegancia, por ejemplo, pero también la amabilidad de los buenos anfitriones. Este hombre que ofrece la vista de su ventana en el octavo piso del Hotel Alvear (su casa desde hace más de 35 años) es la persona que firmó con Piazzolla la ópera María de Buenos Aires y algunas piezas esenciales del cancionero como “Balada para un loco” y “Chiquilín de Bachín”. El poeta uruguayo que cruzó el charco en los ’60 para renovar la lírica del tango, justo cuando bajaba a los subsuelos del café concert y Buenos Aires empezaba a vestirse de pop.
Después de su apoteosis en sociedad con Astor, Ferrer siguió trabajando duro. Escribiendo algunas colaboraciones con Salgán, Pugliese y De Caro, pero sobre todo como historiador del género y presidente de la Academia Nacional del Tango. Ahora, a sus 77 años, logró cristalizar un viejo sueño: una enciclopedia sonora titulada Las 1001 Noches del Tango. Un box-set con 50 discos que recorre la historia del 2x4 de punta a punta. Desde luego, este proyecto faraónico no fue una empresa solitaria. El poeta contó con el apoyo del investigador Gabriel Soria y el respaldo estructural de la Academia, además del profuso catálogo de EMI (heredado en buena medida de su subsidiaria Odeón) y la mano de algunos sellos independientes como Melopea.
-¿Cómo nació la idea de esta Enciclopedia Sonora incrustada en la mitología de Las mil y una noches?
-Es una idea que tenía hace mucho tiempo y se acentuó en Londres, cuando me encontré con una Historia del Jazz hecha con discos. A mí me gustan mucho la historia y el jazz. De hecho, me hice historiador del tango porque era socio del Hot Club de Montevideo, entonces desde chico se me ocurrió analizar los estilos y la genealogía. Y siempre tuve la idea de hacer una cosa grande pero compacta, que sirviera de guía. Entonces terminé con este formato de un orden alfabético, partiendo de “A bailar” -de Expósito y Federico- hasta “Zum” -de Piazzolla-. Como el tango es nocturno, eran mil y una noches, así que la idea era seguir esa orientación anímica, ética y estética. Tardamos diez años en lograrlo.
-¿Nunca pensó que la empresa tenía un objetivo desmesurado?
-Lo que pasa es que ¡es tan divertido hacerlo! [risas] Tan divertido elegir bien y con criterio… Porque si bien uno tiene sus preferencias -yo soy troileano y gardeliano de origen-, la historia no se hace con mis gustos. La historia se hace con la historia. Por otro lado, a los historiadores del tango siempre se les ha parado el parado el reloj en el ’60 o en el ’70, pero yo he querido seguir palpitando el tango. Una música que tantas veces ha sido velada y, como dice la canción de María Elena, tantas veces resucitó. Igual que Buenos Aires, que nació, fue incendiada y resucitó. A imagen y semejanza.
-¿Cuáles fueron los criterios que tomaron como ejes?
-Como estudié arquitectura durante diez años, yo he vivido en perspectiva [risas]. Por eso me gusta tener amplitud: todo lo estrecho conduce al fundamentalismo. Así que lo primordial era que estuvieran representadas todas las épocas y estilos. Desde el tango electrónico al sinfónico, pasando por el tango europeo, la Guardia Vieja, Guardia Nueva y vanguardia. Además agregamos un mapa de los contornos, porque el tango no ha militado solo. Especialmente las cosas sureñas (milongas, estilos, tristes) que tanto alimentaron al tango. Al fin y al cabo, Gardel metió todo eso adentro. Fue el rapsoda.
-Bueno, durante un gran período la canción argentina giró alrededor del tango. Además de vidalitas, huellas y milongas, también había foxtrots y shimmies.
-Los famosos acordes americanos, que entraron al tango por el gusto de los músicos. Después de todo, el tango también se devoró la música de cámara. Argentino Galván era un camarista consumado, por eso escribía las cuerdas de esa manera e incorporó todo el bagaje camarístico al tango. Todo el instrumental del tango es europeo: no hay un solo instrumento que no venga de esa tradición. Y bueno, en la poesía hay muchos otros afluentes. Homero Expósito era gran lector de Guillén y, sin ir más lejos, en mi casa se sintonizaba todas las noches Radio Municipal para escuchar ópera del Colón. Yo me recuerdo de chico recortando letras de diarios y revistas, armando todo este mismo archivo con el que hicimos el trabajo. Se ve que ya tenía esta vocación.
CASCABELES Y CAMPANAS
Nacido en Montevideo, pero con un pie en cada banda del Río de la Plata, Horacio Ferrer creció en una familia cultivada y con acervo popular. Su padre era un profesor de historia que amaba el futbol, la murga y se afeitaba cantando “Siga el corso”. Su madre, Alicia Ezcurra, había estudiado canto en Europa y ‘declamación’ con Alfonsina Storni. El joven Horacio aprendió a recitar escuchando sus palabras: “era impresionante –recuerda-, tenía cascabeles y campanas en la garganta”. Casi al mismo tiempo, comenzó a despuntar su vocación historicista con programas de radio y la revista Tangueando. Por esa razón, cuando escribió los versos para su poemario Romancero Cayengue (1967) pudo conjugar su vanguardia con la historia: “no hay ruptura sin el conocimiento de la tradición; tenés que saber qué fuente vas a destruir antes de arrojarla al piso”.
-¿Cómo vivía desde Uruguay la tensión sobre el mito de origen del tango?
-Siempre tuve muy claro que el tango es porteño. Montevideo es una ciudad maravillosa, universitaria, fina, con murgas y futbol; pero es una ciudad de espectadores. Y Buenos Aires es la ciudad de los locos, del ‘tirate un lance’. ¡Es la ciudad con más patentes de invenciones del mundo entero! Acá está lleno de tipos que inventan cosas, desde trampas a genialidades [risas].
-En su caso, ¿qué fue primero: el poeta o el historiador?
-Mi naturaleza es la del poeta. Incluso cuando aún no sabía escribir, le dictaba a mi madre unos poemas que todavía guardo. Después me di cuenta que el tango tenía una historia importante, pero no estaba escrita. Por entonces había mucho macaneo y, además, se contaba a Gardel por un lado y todo el resto por otro. Pero Gardel formaba parte de la historia del tango. Piazzolla decía: “nadie ha cantado como Gardel, solamente Aníbal Troilo con su bandoneón”. Gardel estaba metido dentro del bandoneón de Troilo y después en el bandoneón de Piazzolla. Había que organizar toda esa genealogía, y como conocí a muchos de los músicos pude hablarlo con ellos. Yo tuve la fortuna de conocer al autor de uno de los primeros tangos, que se llamaba Prudencio Aragón y le decían ‘el Yoni’. Para huir del servicio militar, el Yoni se fue a vivir a Brasil primero, y después a Uruguay. Vivía en un barrio bravo que se llamaba Puerto Rico, y yo le llevaba un cartón de cigarros negros y botellas de Anís del Mono.
-Su primer tango fue “La última grela”, con música de Troilo. ¿Cómo fue hacer ese primer trabajo a pedido?
-Ese fue el primer tango que llegué a publicar, pero antes escribía una poesía que no me gustaba y hasta tres o cuatro tangos a los que le pusieron música los muchachos del barrio. Pero a partir de mi trabajo como secretario del rector en la Universidad pude llegar a organizar festivales donde vinieron Piazzolla, De Caro y Troilo. Ahí fue que, a pedido de Troilo, escribí “La ultima grela”. Por entonces muchos deseaban mi secretaría y yo deseaba irme, así que me fui y estuve un mes sin trabajar. Escribí 29 poemas más, uno por día durante un mes… que culo, ¿no? [risas] Así salió el Romancero Cayengue y cambió mi vida. Me lo prologó Cátulo Castillo, Pichuco lo tenía en la mesa de luz y Piazzolla me dijo: “esto que haces vos es lo que yo hago en la música. Tenés que escribir conmigo”.
-¿Cómo se decidió por instalarse aquí?
-Después del deslumbrón, Piazzolla me dijo ‘haceme un libreto para un musical: andá a ver West Side Story’. Pero en vez de hacer ese Romeo y Julieta, hice un invento mío que es la imagen del Buenos Aires que nace, se destruye y renace. Piazzolla me insistía: “en todo lo que haga yo, vas a estar vos, así que quedate tranquilo’. Pero nos fundimos, porque Buenos Aires ¡nos devoró hasta el riñón! [risas] Yo comí fiambrín y pan durante mucho tiempo.
-¿Cómo funcionaba la dinámica diaria con Astor?
-Éramos muy trabajadores y nos queríamos mucho. Yo lo admiraba ilimitadamente. Era una fuente de música: empezaba a las nueve de la mañana y componía hasta las siete de la tarde. Goce y trabajo diario, ningún martirio. Para María de Buenos Aires nos fuimos durante un mes al balneario Parque del Plata. Piazzolla compuso toda la música con un bandoneón que tenía yo, la barba larga y medio tristón por haberse ido de la casa.
-Ya eran los ‘60. ¿Cómo era la Buenos Aires que entonces quería contar?
-Siempre fue una ciudad fascinante para mí. Entonces era como el médico que pone el estetoscopio: es lo que ve, lo que oye, lo que huele, cuando te acostás con una mujer, cuando te reunís con amigos en la madrugada, cuando estás solo… Yo soy muy caminador, así que uno está todo el tiempo poniendo el estetoscopio. Después sintetiza, saca la hojarasca y encuentra el huesito. Y por ahí aparece “las tardecitas de Buenos Aires tienen ese… que se yo, viste”. Ese ‘viste’ estaba en el idioma de ese momento. Son como pequeños llamadores: “salis de tu casa por Arenales, lo de siempre”. El retrato de una mina aburrida, rutinaria, a la que desde atrás de un árbol se le aparece este energúmeno [risas]. No se puede creer como perduró la canción. Recuerdo que Pichuco, al día siguiente del estreno en el Luna Park, me invitó a su casa. Me esperó con un pijama chino rojo y negro, abrió la puerta y dijo: “ustedes no lo saben, pero han vuelto a escribir ‘La cumparsita’”.
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