Un rescate que, acaso, ni siquiera valga la pena. Se trata de uno de los primeros textos publicados por Graziano. Como mínimo, es pueril e inmaduro. Pero acusa cierto candor que lo redime. Un artículo más bien breve sobre Nick Drake, publicado originalmente en la revista Extrema y luego reformulado para la web del Expreso Imaginario.
Nick Drake
Ecos de una sombra
“Él marcha solo, infatigable,
encarcelado en su infinito,
como un fantasma que buscara un cuerpo”.
Octavio Paz. El desconocido.
Por Martín Graziano
La conjetura es inútil; Nick Drake no era la clase de hombre capaz de cumplir 55 años. Ese tiempo ha transcurrido entre su nacimiento en Birmania y mi mano escribiendo estas palabras. Él perdura en algunas fotografías, en ninguna filmación, en los recuerdos grisáceos y fragmentarios de quienes lo vieron (¿quién pudo conocerlo?), en las voces de la montaña, en el viento, la luna rosa, y sobre todo, en cuatro discos maravillosos e irremplazables.
Five leaves left (1969), Bryter Layter (1970), Pink moon (1972), y el póstumo Time of no reply (1974) son su legado. La música grabada allí es bella en el sentido más atemporal de la palabra, pues si bien se reconocen los influjos de los bluesmen del Delta y del folk más trascendente, el impacto emotivo que genera en quien la escucha es el mismo hoy, como lo será dentro de mil años.
En realidad, la principal influencia musical en la obra de Nick Drake no es otra música, es el entorno rural de la laberíntica mansión de sus padres en Tanworth-In-Arden, es el ‘arte de Dios’(como definió Sir Thomas Browne a la naturaleza). Aquella casona de ladrillo rojo y piedra, bautizada Far Leys y construida a principios del siglo XX, tenía un extenso jardín trasero que se fundía con las colinas y se perdía de vista. En ese lugar al sur de Birmingham se estableció la familia Drake desde que Nicholas tenía 4 años, y de algún modo, ese ‘long green grass’ de la campiña inglesa sería a sus canciones lo que el páramo a la literatura de Juan Rulfo, o la pampa para Borges.
Por allí leo sobre la primera impresión que dejaba en quienes lo conocían, aquella que tenía que ver con su ‘increíble elegancia’ y claro, con su altura. Nick Drake medía 1, 90 mts. También sabemos que estudió literatura inglesa en la Universidad de Cambridge, donde conoció la poesía de los simbolistas franceses y el sabor somnoliento del hachís.
Tiempo más tarde, y ya en Londres, el sello Island lo cobijó entre sus artistas. Eran quizás los años más inquietos del siglo, y Drake prefería permanecer apoyado contra una pared, para ver pasar a los hombres corriendo. Ajeno a los días, el papel que ocupa entre sus contemporáneos es el de un fantasma, y no resulta extraño escuchar que ‘mientras más se lo escucha, más se duda de su existencia’.
En 1969 graba el irrefutable Five leaves left. Un año después se edita Bryter Layter, y aún cuando la producción persevera en no hacerle justicia, el disco brilla como un corazón encendido. Y si acaso estas grabaciones son un tanto inaccesibles para alguno, es necesario advertirlo sobre Pink moon y sus inmensas salas deshabitadas. El último disco en vida de Nick Drake es un permiso de 28 minutos para entrar a su cuarto. Vertiginoso y austero hasta el silencio, Pink moon se abre a un paso del abismo.
En febrero de 1974, entró por última vez a un estudio para grabar las canciones de su futuro disco. De aquella sesión quedaron cuatro piezas desoladoras, y el retazo de un diálogo con el ingeniero de sonido: -“Nick, estás teniendo problemas con las palabras...” –“Si, no puedo pensar en palabras. No siento ninguna emoción respecto de nada. No quiero reír ni llorar. Estoy insensible, muerto por dentro”.
Como ‘el desconocido’ de Octavio Paz, Drake llevaba por máscara su rostro. Con el pecho demasiado desnudo, no podría convivir por mucho tiempo con nosotros. Como si acaso fuera consciente del peligro, en “Fly” pedía: “Please give me a second grace / please give me a second face”.
La hipersensibilidad poética que genera una pregunta como “can you understand a light among the trees?” , lo secaría más temprano que a cualquiera. Ese mismo interrogante (¿podés entender lo que hace la luz entre los árboles?) me trae una analogía probable con aquella escena de American Beauty, cuando el vecino freak le muestra a su amada una de sus filmaciones caseras: minutos y minutos de una bolsa arrastrada por el viento, en el preámbulo de una tormenta inminente.
Hacia el final de sus días, Drake regresó a la casa de sus padres. Un psiquiatra le había prescripto antidepresivos alegando que se trataba de un caso de depresión interna, sin causas externas concretas. Un amigo declaró: “Estaba muy distante. Se fue alejando y alejando hasta que simplemente desapareció”. Podemos adivinarlo entonces, sentado frente a una ventana, con los ojos posados sobre el melancólico jardín inglés de Far Leys, ‘ensimismado en su árida pelea’. Una noche de noviembre, escuchando los conciertos de Brademburgo de Bach, se recostó y murió.
Si operamos con el mismo método utilizado por Stephen Albert en “El jardín de senderos que se bifurcan” hallaremos alguna clave para descifrar la obra de Nick Drake. En ningún verso de toda su discografía utiliza la palabra que quiere decir soledad, y sabemos que el tema lo trabajó intensamente. ¿Cómo se explica entonces esta omisión? Quizás la obra de Nick Drake sea una enorme adivinanza o parábola, cuyo tema es la soledad; “esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre”.
“Nací para amar a nadie,/ para que nadie me amara./ Sólo el viento y la larga hierba verde,/ la escarcha en un árbol roto./ Nací para amar la magia,/ para conocer todos sus prodigios,/ pero todos ustedes perdieron la magia/ hace muchos, muchos años”.(fragmento de “I was made to love magic”)
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