Desde su instalación Estática, Bianchi se convirtió en uno de los artistas más interesantes del arte contemporáneo argentino. Formado en el diseño gráfico y la observación callejera, sus instalaciones pusieron en jaque las reglas del consumo y la relación con el espacio. Unos meses atrás, Graziano lo entrevistó mientras preparaba su exhibición de atrocidades. El reportaje se publicó en G7.
LAS COSAS
Por Martín E. Graziano
En el texto que abría su muestra La música que viene, Diego Bianchi escribió: “no necesitamos nada pero todo sirve”. Verdadera parábola para esta era, su orden rige de punta a punta el taller del artista. Un inventario de deshechos reencarnados como tótems, esculturas para el apoteosis del consumo. Sin embargo, desde hace casi una década Bianchi viene ubicándose en el circuito del arte como un mago de las instalaciones. Un demiurgo apostado en las galerías capaz de someter al espectador a los olores de la comida chatarra en descomposición o a la inclinación aguda de una rampa para acceder a la instalación.
Su camino arrancó con Estática (2004), que de inmediato generó el interés del MALBA para adquirir un módulo del proyecto. Luego llegaron Daños, Imperialismo Minimalismo y la Escuelita Thomas Hirschhorn, que le permitieron exponer con cierta frecuencia en Estados Unidos y hacerse un lugar inédito junto a otros artistas como Leopoldo Estol. Pero aún antes de lanzarse al mundo del arte, Bianchi había estudiado diseño gráfico. Sólo después de trabajar durante diez años en el oficio y buscar minuciosamente su propio hueco de entrada, se animó a dar un tímido primer paso: una serie de dibujos en blanco y negro. Luego, a partir de una clínica de obra con Pablo Siquier, entendió que podía intervenir en la discusión sobre el arte contemporáneo desde una trinchera propia.
¿Siempre tuviste esa relación con los objetos?
Creo que mi punto clave es la observación. Al principio, lo que más me motivaba de hacer arte trasladar la experiencia estética que me provocaban ciertas cosas de la calle. Durante el período en que me pasaba del diseño al arte, saqué muchas fotos de situaciones que encontraba en el post 2001. La ciudad estaba muy averiada y yo hacía una lectura poética de situaciones: en Constitución los colectivos pasaban tanto por el asfalto que el asfalto se subía a la vereda como una lengua. Bueno, esas situaciones: un tubo saliendo de una ventana, vendedores ambulantes, dispositivos que se arman para evadir a la policía. En esos lugares de mezcla y contaminación se generan cosas rarísimas que me parecen muy interesantes y vivas. Hablo de la transformación permanente. Por eso, cuando llego a una ciudad como Frankfurt me da miedo.
Estática (2004) fue una de tus primeras instalaciones y tomó la forma por sus circunstancias en la galería Sendros. ¿Cómo fue?
Hice como un montón de procedimientos. Por ejemplo, había una mancha enorme y fresca de 30 envases de Ciff en el piso. Del medio de la mancha salían los enchufes que le daban luz a un grabadorcito que tenía Radio 10 medio mal sintonizada con el volumen muy fuerte. Y todas las cosas estaban dispuestas de modo que digas ‘¿qué pasó acá?’. No quería intervenir directamente, sino que generaba pistas. Cuando el Malba quiso comprarla fue un problema, porque la instalación estaba sujeta a la disposición de ese lugar.
¿En qué medida ejercés control sobre tu propia obra?
En principio, siempre me planteo problemas. Quiero hacer tal cosa pero es muy difícil, no lo sé hacer, no tengo los medios técnicos… Entonces el resultado es la negociación entre lo que se puede, lo que está disponible, el lugar, las personas, el dueño de la galería. Al principio me enojaba, pero ahora estoy bien dispuesto a que eso suceda. Igual creo en el orden: trabajo borrando las pistas pero la diagramación está. Por eso cuando dicen ‘caos’ me hace ruido, porque hay un tipo de lógica que todavía no pudimos descubrir. En ese sentido, me parece que en el hacer hay un momento de conexión donde se empieza a entender. Creo que el arte tiene un sentido místico, pero no como tema: en el proceso. Hay un momento dónde entendés que ‘esto va acá y esto acá’. Es un momento de éxtasis donde cae la ficha. Y si bien puede parecer accidental, cuando empezás a ver con perspectiva te das cuenta que ya tenias una punta. Creo que sabemos muchas más cosas que las que sabemos racionalmente.
Y en el espectador, ¿hasta dónde tenés control sobre los efectos?
Me di cuenta es que si uno tiene la idea de comunicar algo preciso, el espectador entiende otras cosas. Así que mejor trabajo directamente al cuerpo. Siempre tuve la intención de desvalijar al espectador, de bajarle la guardia. Cuando uno va a ver alguna cosa, primero está atento racionalmente, pero me interesa sorprenderlo y que el trabajo entre por otro canal. Por eso me interesan las instalaciones, que es una situación envolvente donde el espectador es como una cosa chiquita en comparación con lo que está viendo. En ese contexto hay fenómenos que me llaman la atención y los traigo como preguntas. No tengo claro si está mal o bien. Durante mucho tiempo trabajé con instalaciones saturadas con basuras de consumo y todos me preguntaban: ‘¿estás a favor o en contra del consumo?’. Justamente, yo estoy preguntándome qué hacemos con esto.
Daños la armaste en Belleza y Felicidad durante los dos días anteriores a la inauguración. ¿Cómo funciona tu proceso?
Sabía que se llamaba Daños y que iba a ser un huracán. Todo el tiempo trataba de correrme de la posición ‘voy a hacer una obra’. Era un huracán y el huracán va a dibujar en el espacio: todo lo que estuviera en la galería se sometía a esa ley. Después uno tiene que trabajar un montón para que suceda, pero establecí una ley donde desde una colchoneta y sillas hasta los cuadros de Fernanda Laguna empezaban a dar vueltas. Y se hizo en un par de días porque la muestra anterior terminó justo dos días antes de la inauguración. Ahora entiendo un poco más que esa situación de desesperación te plantea el trabajo sin red, sin paso atrás.
Desde la Escuelita Thomas Hirschhorn (2005) trabajaste con Leopoldo Estol. ¿Te sentías parte de algo, en ese sentido?
En ese momento había un grupo más claro que tomaba el trabajo de instalación y teníamos muchas coincidencias. Estábamos con Leopoldo, Eduardo Navarro, Adrián Villar Rojas... Por entonces viajé a San Pablo, vi una bienal y me había quedado emocionado con el arte contemporáneo. Me gustó la escala y la ambición que tenían. Entonces el diálogo intentó estar en esa sintonía, aunque al mismo tiempo estaba muy relacionado con lo que sucedía en Buenos Aires porque yo tenía plena conciencia de ser un artista de acá. Por eso cuando tuve que hacer muestras en otros lugares me costó mucho.
¿De qué forma afectó tu trabajo el trabajo en Estados Unidos?
Fue raro. En el caso de Miami, como tuve que varias veces en un año y medio, pude ver la ciudad y tuve una postura crítica. Encontré unos basureros y agarré basura de de consumo, que estaba aún más exacerbado que acá. La primera fue una especie de bunker de verano para Condoleezza Rice. Wake me up when the present arrives era una inundación, y la gente se sorprendía mucho. Me decían que había sacado muy bien el espíritu de la ciudad. Eso te hace repensar sobre las cosas que tenés tan cerca. A veces dejas de algo gigante porque lo tenés a un centímetro.
EL ANTIPROYECTO
Aunque los vecinos de su taller en La Paternal lo llaman “el escultor”, Diego Bianchi prefiere evitar la palabra. Sin embargo, el mote de los vecinos no es del todo injusto. Durante los últimos años fue inclinando lentamente su obra hacia el desarrollo de estas estructuras que Bianchi prefiere llamar “objetos escultóricos”. Primero fue con la muestra Las formas que no son (2008) en la Galería Robert Sendrós y luego con Ejercicios espirituales (2010) en el Centro Cultural Recoleta. Una auténtica exhibición de atrocidades que, desde la radicalización del yoga y una iluminación ominosa, proponía una lectura algo monstruosa de las formas humanas.
En el último tiempo te fuiste volcando a la escultura. ¿Hacia dónde vas?
Fue todo un proceso, quizás producto de la necesidad de mostrar o tener cosas previamente realizadas que pueda llevar y completar en algún sitio. Además descubrí que en un objeto podía hacer la misma investigación que venía haciendo, trabajarlo intuitivamente de la misma manera que las instalaciones. Antes pensaba que una pieza era menor que una instalación. En realidad, tienen la misma dificultad y, a veces, el mismo valor, pero pueden sintetizar en un objeto lo que estás pensando. De todas formas, me cuesta mostrar una sola cosa, porque en general mis obras necesitan un diálogo donde se generan contextos. El año pasado en el ArteBA, monté un gigante de pelos entre un montón de tótems. Uno tenía un huevo, otro papel higiénico, otro un alambre con salchichas, otro una ramita: eran objetos muy toscos que sostenían una cosa muy frágil. En el medio estaba ese coso como habitante central y un motorcito que arrastraba una cucharita de café.
Tu material de trabajo puede ser cualquier cosa. En el texto de La música que viene, decías: “no necesitamos nada pero todo sirve”. ¿Por qué?
Estaba trabajando con unos chicos del secundario, entonces les quería bajar línea con ese texto. Todo el tiempo me pedían directivas como ‘¿qué juntamos?’. Y yo quería despistarlos un poco. Les daba listas de cosas para hacer, pero aconsejaba que hicieran asociaciones entre dos elementos que no tuvieran nada que ver. Luego se lo pasaban a otro compañero para que sumara alguna otra cosa. Todo servía, nada era imprescindible.
Hablando de tu trabajo docente, ¿cómo afecta el contexto socio-político a tu propia obra?
Estoy muy atento y me parece sano que el trabajo se vea afectado. Una de las cosas principales es que el trabajo tiene que ser un poco reflejo de lo que estás viendo en tu entorno. No me gusta la idea de un artista muy desconectado, impermeable al contexto. Esa idea autista no me gusta, porque creo que justamente una de las funciones del arte es hacer lupa en situaciones y revisar. Generar sentido con cosas que están muy cercanas, tan cerca que las dejás de ver. De alguna forma hay que hacerlo visible y ponerlo de nuevo en discusión, sintetizando aquello donde queremos hacer foco.
¿Consideras que el artista cumple un rol social?
Estoy muy seguro de eso. Me ayuda pensar en eso: de lo contrario, ¿qué estoy haciendo? Creo en esa función social y en ese espacio del arte. El otro día en la inauguración de la muestra de Louise Bourgeois estaba escrito ‘arte es garantía de sanidad’. Coincido totalmente. El arte es el espacio de prueba que resguarda la sociedad para que la gente juegue un poco. Adentro del arte se puede ser lo mejor y lo más perverso, pero dentro de un contexto de arte siempre sirve para algo.
¿Qué cambios significativos percibís en el arte argentino de los últimos años?
Alrededor del 2005 y 2006 vi un impulso que me ponía muy optimista con respecto a lo que podía pasar. Sentí que había una generación que empujaba, generaba cambios y tenía también un desapego al trabajo puramente de galerías y comercial. Pero me parece que se perdió. No sé qué pasó, pero se cortó y el trabajo del arte joven ahora volvió a un formato más prolijo. Están en una cuestión más técnica y formal, que resulta más cómoda para el circuito. Y yo creo que es fundamental, al menos en el arte que me interesa, un cuestionamiento con respecto al arte mismo. Si vamos a revisar, también revisamos las leyes de los circuitos y la idea de arte. Cuando se pierde ese impulso, el circuito lo metaboliza más aceleradamente. Por eso cuando me preguntan que soy, a mi me cuesta decirlo. Los formatos te piden llenar casilleros, y yo me resisto.
¿Te mantenés al tanto de lo que sucede en el mercado del arte?
De a poco voy entendiendo, porque es una parte del tema. Pero trato de que no se convierta sólo en un oficio porque también puede pasar que me ponga a hacer obra como chorizos… El año pasado hice unos dibujos para el ArteBA que le encantaron a todo el mundo. Me pedían más, pero me propuse hacer sólo doce. Puse un número porque puede volverse peligroso trabajar así. De todas formas, logré abrir como un canal paralelo donde empiezo a desarrollar objetos. Objetos que si bien no van a recibir el %100 de mi interés o mi tiempo, los tengo en cuenta.
¿Se puede vivir hoy del arte?
Su camino arrancó con Estática (2004), que de inmediato generó el interés del MALBA para adquirir un módulo del proyecto. Luego llegaron Daños, Imperialismo Minimalismo y la Escuelita Thomas Hirschhorn, que le permitieron exponer con cierta frecuencia en Estados Unidos y hacerse un lugar inédito junto a otros artistas como Leopoldo Estol. Pero aún antes de lanzarse al mundo del arte, Bianchi había estudiado diseño gráfico. Sólo después de trabajar durante diez años en el oficio y buscar minuciosamente su propio hueco de entrada, se animó a dar un tímido primer paso: una serie de dibujos en blanco y negro. Luego, a partir de una clínica de obra con Pablo Siquier, entendió que podía intervenir en la discusión sobre el arte contemporáneo desde una trinchera propia.
¿Siempre tuviste esa relación con los objetos?
Creo que mi punto clave es la observación. Al principio, lo que más me motivaba de hacer arte trasladar la experiencia estética que me provocaban ciertas cosas de la calle. Durante el período en que me pasaba del diseño al arte, saqué muchas fotos de situaciones que encontraba en el post 2001. La ciudad estaba muy averiada y yo hacía una lectura poética de situaciones: en Constitución los colectivos pasaban tanto por el asfalto que el asfalto se subía a la vereda como una lengua. Bueno, esas situaciones: un tubo saliendo de una ventana, vendedores ambulantes, dispositivos que se arman para evadir a la policía. En esos lugares de mezcla y contaminación se generan cosas rarísimas que me parecen muy interesantes y vivas. Hablo de la transformación permanente. Por eso, cuando llego a una ciudad como Frankfurt me da miedo.
Estática (2004) fue una de tus primeras instalaciones y tomó la forma por sus circunstancias en la galería Sendros. ¿Cómo fue?
Hice como un montón de procedimientos. Por ejemplo, había una mancha enorme y fresca de 30 envases de Ciff en el piso. Del medio de la mancha salían los enchufes que le daban luz a un grabadorcito que tenía Radio 10 medio mal sintonizada con el volumen muy fuerte. Y todas las cosas estaban dispuestas de modo que digas ‘¿qué pasó acá?’. No quería intervenir directamente, sino que generaba pistas. Cuando el Malba quiso comprarla fue un problema, porque la instalación estaba sujeta a la disposición de ese lugar.
¿En qué medida ejercés control sobre tu propia obra?
En principio, siempre me planteo problemas. Quiero hacer tal cosa pero es muy difícil, no lo sé hacer, no tengo los medios técnicos… Entonces el resultado es la negociación entre lo que se puede, lo que está disponible, el lugar, las personas, el dueño de la galería. Al principio me enojaba, pero ahora estoy bien dispuesto a que eso suceda. Igual creo en el orden: trabajo borrando las pistas pero la diagramación está. Por eso cuando dicen ‘caos’ me hace ruido, porque hay un tipo de lógica que todavía no pudimos descubrir. En ese sentido, me parece que en el hacer hay un momento de conexión donde se empieza a entender. Creo que el arte tiene un sentido místico, pero no como tema: en el proceso. Hay un momento dónde entendés que ‘esto va acá y esto acá’. Es un momento de éxtasis donde cae la ficha. Y si bien puede parecer accidental, cuando empezás a ver con perspectiva te das cuenta que ya tenias una punta. Creo que sabemos muchas más cosas que las que sabemos racionalmente.
Y en el espectador, ¿hasta dónde tenés control sobre los efectos?
Me di cuenta es que si uno tiene la idea de comunicar algo preciso, el espectador entiende otras cosas. Así que mejor trabajo directamente al cuerpo. Siempre tuve la intención de desvalijar al espectador, de bajarle la guardia. Cuando uno va a ver alguna cosa, primero está atento racionalmente, pero me interesa sorprenderlo y que el trabajo entre por otro canal. Por eso me interesan las instalaciones, que es una situación envolvente donde el espectador es como una cosa chiquita en comparación con lo que está viendo. En ese contexto hay fenómenos que me llaman la atención y los traigo como preguntas. No tengo claro si está mal o bien. Durante mucho tiempo trabajé con instalaciones saturadas con basuras de consumo y todos me preguntaban: ‘¿estás a favor o en contra del consumo?’. Justamente, yo estoy preguntándome qué hacemos con esto.
Daños la armaste en Belleza y Felicidad durante los dos días anteriores a la inauguración. ¿Cómo funciona tu proceso?
Sabía que se llamaba Daños y que iba a ser un huracán. Todo el tiempo trataba de correrme de la posición ‘voy a hacer una obra’. Era un huracán y el huracán va a dibujar en el espacio: todo lo que estuviera en la galería se sometía a esa ley. Después uno tiene que trabajar un montón para que suceda, pero establecí una ley donde desde una colchoneta y sillas hasta los cuadros de Fernanda Laguna empezaban a dar vueltas. Y se hizo en un par de días porque la muestra anterior terminó justo dos días antes de la inauguración. Ahora entiendo un poco más que esa situación de desesperación te plantea el trabajo sin red, sin paso atrás.
Desde la Escuelita Thomas Hirschhorn (2005) trabajaste con Leopoldo Estol. ¿Te sentías parte de algo, en ese sentido?
En ese momento había un grupo más claro que tomaba el trabajo de instalación y teníamos muchas coincidencias. Estábamos con Leopoldo, Eduardo Navarro, Adrián Villar Rojas... Por entonces viajé a San Pablo, vi una bienal y me había quedado emocionado con el arte contemporáneo. Me gustó la escala y la ambición que tenían. Entonces el diálogo intentó estar en esa sintonía, aunque al mismo tiempo estaba muy relacionado con lo que sucedía en Buenos Aires porque yo tenía plena conciencia de ser un artista de acá. Por eso cuando tuve que hacer muestras en otros lugares me costó mucho.
¿De qué forma afectó tu trabajo el trabajo en Estados Unidos?
Fue raro. En el caso de Miami, como tuve que varias veces en un año y medio, pude ver la ciudad y tuve una postura crítica. Encontré unos basureros y agarré basura de de consumo, que estaba aún más exacerbado que acá. La primera fue una especie de bunker de verano para Condoleezza Rice. Wake me up when the present arrives era una inundación, y la gente se sorprendía mucho. Me decían que había sacado muy bien el espíritu de la ciudad. Eso te hace repensar sobre las cosas que tenés tan cerca. A veces dejas de algo gigante porque lo tenés a un centímetro.
EL ANTIPROYECTO
Aunque los vecinos de su taller en La Paternal lo llaman “el escultor”, Diego Bianchi prefiere evitar la palabra. Sin embargo, el mote de los vecinos no es del todo injusto. Durante los últimos años fue inclinando lentamente su obra hacia el desarrollo de estas estructuras que Bianchi prefiere llamar “objetos escultóricos”. Primero fue con la muestra Las formas que no son (2008) en la Galería Robert Sendrós y luego con Ejercicios espirituales (2010) en el Centro Cultural Recoleta. Una auténtica exhibición de atrocidades que, desde la radicalización del yoga y una iluminación ominosa, proponía una lectura algo monstruosa de las formas humanas.
En el último tiempo te fuiste volcando a la escultura. ¿Hacia dónde vas?
Fue todo un proceso, quizás producto de la necesidad de mostrar o tener cosas previamente realizadas que pueda llevar y completar en algún sitio. Además descubrí que en un objeto podía hacer la misma investigación que venía haciendo, trabajarlo intuitivamente de la misma manera que las instalaciones. Antes pensaba que una pieza era menor que una instalación. En realidad, tienen la misma dificultad y, a veces, el mismo valor, pero pueden sintetizar en un objeto lo que estás pensando. De todas formas, me cuesta mostrar una sola cosa, porque en general mis obras necesitan un diálogo donde se generan contextos. El año pasado en el ArteBA, monté un gigante de pelos entre un montón de tótems. Uno tenía un huevo, otro papel higiénico, otro un alambre con salchichas, otro una ramita: eran objetos muy toscos que sostenían una cosa muy frágil. En el medio estaba ese coso como habitante central y un motorcito que arrastraba una cucharita de café.
Tu material de trabajo puede ser cualquier cosa. En el texto de La música que viene, decías: “no necesitamos nada pero todo sirve”. ¿Por qué?
Estaba trabajando con unos chicos del secundario, entonces les quería bajar línea con ese texto. Todo el tiempo me pedían directivas como ‘¿qué juntamos?’. Y yo quería despistarlos un poco. Les daba listas de cosas para hacer, pero aconsejaba que hicieran asociaciones entre dos elementos que no tuvieran nada que ver. Luego se lo pasaban a otro compañero para que sumara alguna otra cosa. Todo servía, nada era imprescindible.
Hablando de tu trabajo docente, ¿cómo afecta el contexto socio-político a tu propia obra?
Estoy muy atento y me parece sano que el trabajo se vea afectado. Una de las cosas principales es que el trabajo tiene que ser un poco reflejo de lo que estás viendo en tu entorno. No me gusta la idea de un artista muy desconectado, impermeable al contexto. Esa idea autista no me gusta, porque creo que justamente una de las funciones del arte es hacer lupa en situaciones y revisar. Generar sentido con cosas que están muy cercanas, tan cerca que las dejás de ver. De alguna forma hay que hacerlo visible y ponerlo de nuevo en discusión, sintetizando aquello donde queremos hacer foco.
¿Consideras que el artista cumple un rol social?
Estoy muy seguro de eso. Me ayuda pensar en eso: de lo contrario, ¿qué estoy haciendo? Creo en esa función social y en ese espacio del arte. El otro día en la inauguración de la muestra de Louise Bourgeois estaba escrito ‘arte es garantía de sanidad’. Coincido totalmente. El arte es el espacio de prueba que resguarda la sociedad para que la gente juegue un poco. Adentro del arte se puede ser lo mejor y lo más perverso, pero dentro de un contexto de arte siempre sirve para algo.
¿Qué cambios significativos percibís en el arte argentino de los últimos años?
Alrededor del 2005 y 2006 vi un impulso que me ponía muy optimista con respecto a lo que podía pasar. Sentí que había una generación que empujaba, generaba cambios y tenía también un desapego al trabajo puramente de galerías y comercial. Pero me parece que se perdió. No sé qué pasó, pero se cortó y el trabajo del arte joven ahora volvió a un formato más prolijo. Están en una cuestión más técnica y formal, que resulta más cómoda para el circuito. Y yo creo que es fundamental, al menos en el arte que me interesa, un cuestionamiento con respecto al arte mismo. Si vamos a revisar, también revisamos las leyes de los circuitos y la idea de arte. Cuando se pierde ese impulso, el circuito lo metaboliza más aceleradamente. Por eso cuando me preguntan que soy, a mi me cuesta decirlo. Los formatos te piden llenar casilleros, y yo me resisto.
¿Te mantenés al tanto de lo que sucede en el mercado del arte?
De a poco voy entendiendo, porque es una parte del tema. Pero trato de que no se convierta sólo en un oficio porque también puede pasar que me ponga a hacer obra como chorizos… El año pasado hice unos dibujos para el ArteBA que le encantaron a todo el mundo. Me pedían más, pero me propuse hacer sólo doce. Puse un número porque puede volverse peligroso trabajar así. De todas formas, logré abrir como un canal paralelo donde empiezo a desarrollar objetos. Objetos que si bien no van a recibir el %100 de mi interés o mi tiempo, los tengo en cuenta.
¿Se puede vivir hoy del arte?
Si no tenés demasiadas pretensiones, podés vivir de a ratos y haciendo alguna otra cosa para complementar. No es fácil. Yo además diseño un poco, doy clases y hago estas obras. Con las instalaciones, al principio tenía que bancar todo, pasarle listas a los amigos o pedirle un poco al galerista. Por suerte, en los últimos tiempos conseguí un apoyo que aliviana el costo. Bueno, para las instalaciones siempre usé cosas muy baratas, que estuvieran al alcance justamente porque no podía afrontar otros gastos. La verdad es que es bastante difícil: hay momentos de desesperación, pero está bueno. Yo tendría que hacer algunos ajustes en el trabajo para que sea más cerrado, pero me cuesta proyectar. Incluso hacer proyectos grandes me cuesta mucho porque tengo que pautar con tiempo los costos y saber de antemano cómo van a hacer las cosas… ¡y nunca sé cómo van a ser las cosas! Bueno, mi taller se llama Antiproyecto.
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