jueves, 23 de diciembre de 2010
RESEÑA: Los Campos Magnéticos
ALVY, NACHO Y RUBIN: interpretan a Los Campos Magnéticos (Grillo Records)
Ya contamos la historia de Rubin, Alvy Singer y Nacho Rodríguez, pero ahi va de nuevo. Se trata de tres compositores del under que, aunque bien distintos, erigieron su altar privado para la canción. Lentamente se fueron acercando cuando advirtieron que cada uno tenía su propia estampita de Stephen Merrit, el orfebre impenitente de los Magnetic Fields. A partir de allí comenzaron un trabajo metódico de adaptación que, al final, devino en este disco. Con el acento sobre las 69 Love Songs, el trío no arma una mera colección de covers ni tampoco -al modo del jazz- utiliza las piezas sólo como punto de partida. No: ponen por delante la canción, preservando el rigor compositivo con la suficiente autoridad como para impedir que se desdibujen sus personalidades. Así, más allá de los desplazamientos (aquí el galán no pasea por el Lower East Side, sino por La Paternal), se respetó la tensión entre el sonido de una palabra, su significado y el contexto musical. En este caso, un pop de cámara que los representa tanto como a los Magnetic Fields. Entre otras cosas, el disco es un bellísimo gesto de reivindicación para el intérprete. Así y todo, cargado de sentidos como está, fluye liviano como la brisa de este diciembre.
Martín E. Graziano
jueves, 16 de diciembre de 2010
TREMOR: los ancestros digitales
LOS ANCESTROS DIGITALES
Por Martín E. Graziano
Desde el comienzo la música de Tremor fue extraña y, al mismo tiempo, familiar. Era una serie de suites digitales, que trabajaban sobre el folklore norteño como si fuera un cuadro cubista. Quizás por eso, Tremor arrancó siendo la máscara que utilizaba Leonardo Martinelli para mostrar su obra. Sin embargo, después de la edición de Landing (2004), se fue transformando naturalmente en un trío. Y tanto la incorporación de Camilo Carabajal como la de Gerardo Fares, terminaron de darle una identidad más orgánica a la criatura. “Camilo es la tracción a sangre, la energía de la tierra, el link al folklore más crudo y real –explica Martinelli-. Gerardo es como un alquimista que une todo lo acústico que tocamos en vivo, con toda la información digital que viene procesada desde el estudio. Finalmente esta lo humano: el trío es sólido y muy unido en todo sentido, humanamente y también en la pasión por recorrer nuevos caminos”.
Así, después de Viajante (2008) y antes del próximo disco con composiciones originales, decidieron editar Para armar. Una colección de remixes que Tremor realizó sobre la obra de artistas cercanos. Y si bien el mapa del disco une a artistas tan disímiles como Nortec Collective, Coiffeur, El Remolón y hasta el folklorista santiagueño Elpidio Herrera, hay un hilo subterráneo que otorga una coherencia esencial. Sin costuras a la vista.
¿Cómo cambia el enfoque cuando trabajan con una pieza ajena?
Antes de Tremor nunca había hecho remixes para nadie. Y descubrí que, cuando remixo a un artista, me relajo y me divierto mucho. Me permite una mirada más ligera, que no me permito cuando hago mi propia música. Ahí me pongo "demasiado serio", a veces. Estos remixes me sirvieron para darme cuenta que también pueden surgir resultados interesantes sin necesidad de autocensurarse tanto. La idea era intentar "fagocitar" cada obra y hacerla propia. Todos los remixes están "tremorizados" y si bien fueron hechos en distintos momentos, todos comparten el collage y una mirada "prismática" del material original.
Vienen de una gira y este mes van a participar de la WOMEX. ¿Cómo reciben la música de Tremor en el exterior?
Es sorprendente como la gente se expresa en los shows del trío, en especial en Estados Unidos. El publico grita, baila y ¡hasta canta! Creo que si bien hay elementos contemporáneos en nuestra música, también es cierto que hay elementos tribales muy antiguos, como cuando tocamos tarkas o el bombo legüero los tres juntos. Ese tribalismo esta en el ADN de todos los seres humanos. El público percibe esa mística.
En el último tiempo has profundizado tu estudio de los instrumentos nativos. ¿Qué es lo que te interesa de esas sonoridades?
Me encanta descubrir instrumentos que, aunque sean antiguos, son nuevos para mí. Los instrumentos nativos tienen un sonido que hace resonar una emoción muy particular adentro de uno. Me encanta esa dulzura que tienen, pero al mismo tiempo esa crudeza, cierta rusticidad. Para mí el folklore estuvo siempre ahí, aunque un día algo me hizo click y empecé a sentirlo de una manera diferente. Conecte, sobre todo, con esa religiosidad que tiene la música andina. Cuando podes conectar con esa mística, lo que te llega es muy fuerte. Tanto que a veces se lleva por delante lo musical y entendés muchas cosas de nuestra cultura y el ser humano.
¿Cuál te interesa que sea el aporte de la música de Tremor?
Si podemos ayudar a que en el futuro haya más bandas que incorporen ritmos o instrumentos folklóricos a su música, seria misión cumplida. Ojala en algún momento se acaba esa mirada rígida donde un grupo de rock es guitarra/bajo/batería, o el folklore es un gaucho tocando un bombo o un coyita tocando el charango. Los instrumentos son solo herramientas, medios para expresarse. Se acabaron las barreras, todo vale.
lunes, 13 de diciembre de 2010
FRANCESCA ANCAROLA: te recuerdo, Víctor
miércoles, 8 de diciembre de 2010
LENNON: cinco balas antiguas
Por Martín E. Graziano
A fines de 1960, Jorge Luis Borges entregó a la imprenta un curioso libro de misceláneas que tituló El hacedor. El volumen era tan breve como fascinante, pero eso no es lo que nos importa ahora. Ahora nos importa sólo el texto que cerraba ese libro. Allí, Borges aseguraba que la trasmigración no era patrimonio exclusivo de los hombres: las cosas, decía, también podían reencarnar. Entonces acompañaba el camino de una bala, río arriba en la historia de la humanidad. Antes, decía, había sido una bayoneta, una cuchilla triangular y los clavos que atravesaron la carne de Cristo contra el madero. También la copa de cicuta que bebió Sócrates. Al final, el escritor ciego concluía: “en el alba del tiempo fue la piedra que Caín lanzó contra Abel y será muchas cosas que hoy ni siquiera imaginamos y que podrán concluir con los hombres y con su prodigioso y frágil destino”.
Borges sospechaba que la piedra volvería a aparecer; y no se equivocaba. Para ser precisos, volvió la noche del 8 de diciembre de 1980, en la puerta del Edificio Dakota de New York. Aquella vez, la piedra fue las cinco balas que mataron a John Lennon. Las disparó un don nadie llamado Mark David Chapman, articulando un crimen tan absurdo que parecía compensar un silencioso plan divino. Las explicaciones eran sólidas, pero no alcanzaban a medir la dimensión de la pérdida: para evitar que Lennon siguiera destrozando al mito, a Chapman no le quedó más remedio que matar la persona. La tragedia es que, además de un símbolo, Lennon era uno de nuestros mejores hombres. Imperfecto y bellísimo, lleno de contradicciones, de humor, de rabia, de amor, de dolor y de música. No hace falta decir que lo extrañamos.
ROMPER EL MOLDE
“Todo tiene logo”, canta Kevin Johansen, y sabe que tiene razón: ni siquiera Lennon pudo zafar. Lamentablemente, el ícono a veces impide pensar y levanta un velo entre el público y la persona. Por ejemplo, si bien el inconsciente colectivo asocia a Lennon con el flower power, lo cierto es que su mirada y posterior activismo tenían más que ver con otra cosa. Como cualquier joven de los ’60, surfeó la ola del Verano del Amor -aunque después lo rechazara-, pero la verdad es que era un héroe de la clase trabajadora.
John Winston Lennon venía de un hogar humilde de Liverpool, golpeado duramente por la II Guerra Mundial. Abandonado por su padre y con la figura fluctuante de su madre (hasta su muerte en un accidente), se curtió en el ripio de la calle y se convirtió en un muchacho bravo y sensible de la ciudad portuaria. No en vano después cantaría eso de: “te lastiman en casa y te pegan en la escuela, / te odian si sos listo y desprecian al tonto”. Los modos elementales del rock & roll y la música skiffle (una variante accesible del jazz y el blues) le abrieron las puertas a él y a toda una generación de jóvenes ingleses desclasados. Con ese envión, John encontró la horma de su zapato y formó The Quarrymen, el embrión de los Beatles. A partir de entonces, aún cuando los Beatles navegaran los territorios del pop, Lennon siempre iba a filtrar su honestidad visceral. Y nadie esperaba que el jovencito que tocaba la guitarra eléctrica con sus amigos hablara sobre ‘cosas incómodas’. Lennon fue el primero y fue mordaz, lo que le valió tanto la atención del mundo inconformista como la persecución de los conservadores.
Justamente, esa tensión entre las máscaras del pop y la crudeza del rock & roll (y las músicas ‘francas’) iba ser una de las claves de los Beatles. El otro vértice era, claro, el tráfico cultural entre el arte popular y el llamado arte ‘culto’. Esos diálogos parecían tener su correlato en el equilibrio perfecto y precario que establecieron con McCartney. Una relación de admiración y rivalidad que, mientras duró, permitió canciones imperecederas que nos cambiaron para siempre. Es decir, aunque los sentimientos de Lennon hacia Paul pendularan entre el rencor y la hermandad, lo cierto es era su contrapeso ideal. Y si a esa ecuación sumamos ese tercer elemento que era George Harrison, estamos ante la entidad artística más poderosa del siglo XX.
Cada uno representaba una idea diferente de vanguardia: como dice el crítico Diego Fischerman, la vanguardia académica y la anti-académica. En ese sentido, el ingreso de Yoko Ono a su vida es una revelación. Además del amor, Lennon encontró en ella los vehículos ideales para llevar su música al nivel que deseaba. En los circuitos del arte conceptual, Yoko no era una improvisada y ya tenía bien ganado su prestigio, así que entre ambos desarrollaron una simbiosis notable.
Muy pronto Lennon percibió que el estrellato pop era una cárcel. Una celda de lujo, pero una cárcel. Entonces tomó el toro por las astas y empezó a desconcertar al mercado: comenzó a editar sus dibujos, grabó discos inescuchables, actuó como soldado en una película, formó un super-grupo efímero y, finalmente, hizo estallar a los Beatles. La tapa de Two virgins, esa desnudez frontal para el mundo, quería decirnos algo: ‘más allá de todo lo que digan, soy un hombre’.
EL GRITO PRIMAL
Hay que tener coraje para, cuando todos te ubican en el pedestal del ídolo, abrir tu primer disco solista gritando por tu mamá. Y “Mother” era sólo el comienzo de Plastic Ono Band (1970), su álbum más visceral y quizás el mejor. Por entonces, Lennon se encontraba en plena destrucción del mito beatle, cantando cosas como “yo era la morsa, pero ahora sólo soy John”. Incluso en una famosa entrevista para Rolling Stone, publicada en enero del ‘71, fue capaz de decir: “unos grandísimos hijos de puta, eso eran los Beatles”. A la distancia la frase no parece gran cosa, pero un gesto de esa naturaleza entonces significaba un desafío verdadero para sus propios seguidores. Lennon les pedía que dejaran de creer en cuentos de hadas, que dejaran de ser meros fans porque era momento de crecer. De cosechar lo sembrado durante los ’60. Él mismo estaba tratando de hacerlo.
Para huir de la espiral de rumores tras la separación de los Beatles, en agosto del ’71 Lennon y Yoko se fueron a vivir a New York. Su posición pública frente a la guerra de Vietnam y la amistad que cultivó con enemigos públicos de los EEUU (como Jerry Rubin y Bobby Seale, líder de los Panteras Negras) le valieron un atento monitoreo del FBI durante el gobierno de Nixon. La actitud disidente de Lennon tenía que ver con aquella Desobediencia Civil que había pasado por las manos de Thoreau, Gandhi y Martin Luther King. En esa idea de revolución la violencia no tenía lugar, y para comunicar sus consignas entendió que al fin podía usar su fama para algo positivo. Por ejemplo, tomó su propia Luna de Miel con Yoko y la convirtió en auténtico arte pop. Los medios fueron convocados a su cuarto de hotel y partieron raudos en busca de comida amarilla: encontraron a la pareja en la cama, pidiendo “una oportunidad para la paz”. Desde entonces, la política de migraciones norteamericana lo envolvió en un proceso de kafkiano de extradición. Fueron cinco años con las valijas hechas hasta que, luego de la caída de Nixon, le entregaron su ‘green card’.
En todo ese tiempo, y a diferencia de la mayor parte de los músicos actuales de rock (que hacen disco, videoclip y gira con obediencia devota), Lennon hizo estrictamente lo que quiso. Firmó un par de discos perfectos, se dedicó al activismo cívico y luego se metió en una larga noche de juergas que duró 18 meses. Grabó las canciones favoritas de su adolescencia, produjo los álbumes de algunos amigos y, cuando finalmente volvió a casa, tuvo su primer hijo con Yoko. Sean nació en 1975, y Lennon pasó los siguientes cinco años dedicado a ser padre por tiempo completo. Es decir, el artista no se acomodaba al mercado: el mercado tenía que acomodarse a él.
En octubre de 1980 decidió que era tiempo de volver a hacer música y lo hizo. Double fantasy, el disco del regreso, tenía una canción que decía: “la gente piensa que estoy loco por hacer lo que hago / y me hacen toda clase de advertencias para salvarme de la ruina. / Cuando les digo que estoy bien me miran extrañados / yo sólo estoy aquí sentado viendo las ruedas girar / y me encanta verlas girar”. Las cosas parecían marchar fantásticas. Lennon había encontrado la paz, y la había encontrado en casa. Era un ciudadano feliz de New York, que caminaba por las calles sin guardaespaldas mientras escribía el soundtrack de nuestras vidas.
Para muchos hombres y mujeres, todo su camino era una larga parábola. Su tema era la libertad y su enseñanza era sencilla: podemos inventar nuestra propia forma de vivir. Pero, como cantaba Brassens, “a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe”. Entonces vino Chapman y, acaso sin saber que designio estaba cumpliendo, disparó cinco veces.
Cinco balas antiguas.
RESEÑA: Espíritu salvaje
En nuestros días, popular se ha confundido con masificado. Es decir, con aquello introducido en la circulación mediática por la fuerza del dinero. Bueno, la música de Onda Vaga es popular en el mejor de los sentidos. Sin discográfica, productora ni aparato promocional, sus canciones corrieron como un reguero de pólvora. Su primer disco, Fuerte y caliente, tiene alma de leyenda. Por toda su mitología poloniense, por aquella tapa con Bruce Lee, por el repertorio imbatible y, sobre todo, por “Mambeado”: el primer himno para toda una escena. A diferencia de las bandas de rock que funcionan como pymes, la banda encaró su segundo disco como una aventura. Se mandaron hasta El Calafate y grabaron a la vieja usanza: todos juntos en la sala, casi sin sobregrabaciones. Para eso, al quinteto de voces, guitarras criollas, trombón y cajón peruano, se sumó la base habitual del vivo, con Faca Flores (percusión) y Alvy Singer (bajos). Espíritu salvaje es vital y expansivo. Sus ¡19 canciones! orbitan el mapa latinoamericano apoyados en una lírica tan celebratoria como Walt Whitman. En el final, cuando se entregan a la letanía que dice “en mis sueños la muerte canta”, se siente ese vértigo en el estómago: el momento perfecto que no se va a repetir.
lunes, 6 de diciembre de 2010
JUANJO DOMINGUEZ: sin red
LA CUERDA SENSIBLE
Por Martín E. Graziano
No sólo hay que escuchar a Juanjo Domínguez: hay que verlo tocar la guitarra. El tipo está ahí sentado, con los ojos cerrados y su pinta de Buda criollo, cuando sus manos empiezan a recorrer el diapasón y algo sucede. Algo que parece perfectamente normal, pero tiene su magia: un hombre usa un instrumento para canalizar música. El tema es que eso, en Juanjo Domínguez, equivale a decir buena parte de la cultura musical y popular de nuestro país. Por ejemplo, el tango que va de Gardel hasta Piazzolla, pasando por Grela, Troilo y los hermanos Expósito. Es decir, casi todo el tango. Desde luego, también el mapa que une gatos, cuecas y chacareras con la zamba, el chamamé y la milonga. Es decir, casi todo el folklore. Como si fuera poco, tampoco le fueron ajenos el jazz de Oscar Alemán ni el bolero melódico y popular.
A fin de cuentas, Juanjo carga con un oficio de una vieja tradición criolla: la del guitarrero. El hombre que, en el teatro o al calor del fogón, maneja con sabiduría el sutil arte de acompañar y llevar la música. Esa razón y, claro, su dominio sobrenatural de la guitarra (casi una extensión de su cuerpo), le permitieron tocar todo y con todos. Su foja de servicios asusta un poco: Chabuca Granda, Goyeneche, María Martha Serra Lima, Horacio Guarany, Lalo Schifrin, María Graña, El Cigala, Andrés Calamaro y un larguísimo etcétera. Justamente de la mano de Calamaro y después de una ausencia anunciada por los estudios, Domínguez volvió a grabar discos. En Sin red, nominado a los premios Gardel, se lanzó a registrar canciones sin ensayo ni sobregrabaciones. El resultado, imperfecto y bellísimo, es un cable a tierra y hacia el cielo.
-Unos años atrás dijiste que no ibas a editar más discos. ¿Qué te hizo cambiar de idea?
-Me hizo cambiar de idea una charla con mi promotor, empresario y amigo, Felipe Insalata. Me incitaron a poner mi propio sello discográfico, entonces puse Junin Music y volví a grabar porque ahora trabajo para mí. Yo caminaba y caminaba para una compañía que me pagó con una patada en el traste. Ahora camino para mí, y la historia es distinta. Todo es más relajado y vamos logrando lo que en realidad queremos. Lo que siempre buscamos.
-En Sin red se escucha tu respiración y hasta algunas imperfecciones. ¿Por qué decidís no quitarlos?
-Porque si no, no sería Sin red. ‘Sin red’ es el tipo que se tira desde un trapecio y donde se le aflojaron las manos se hizo mierda. Si sacara un disco donde está muy pesada la mano del técnico, entonces ya no sería sin red. Tiene que ser documental, todo en toma uno. Ni el técnico ni yo sabíamos que iba a tocar en el estudio. Y creo que, de pronto, esto es lo que a la gente le gusta de Juanjo. Porque esto lo hago siempre en el escenario. Cuando voy a un festival de guitarras, donde todos ponen el programa de lo que van a tocar, y yo pongo ‘los temas serán de acuerdo a la predisposición y el estado de ánimo del intérprete’. Puedo arrancar con una zamba como con un tango o algo que nunca toqué en mi vida.
-Aunque hay un gato y dos zambas, el acento está en el tango. ¿Sigue siendo el tu principal vehículo expresivo?
-Es el que más conozco. Donde más me siento seguro, más que nada. Con el folklore hay temas que me superan en la forma que los estoy tocando. No sé si me explico. O sea, me supera el tema porque estoy pensando ‘que lindo que es esto’ y como que me estoy yendo de lo que estoy haciendo. Con el tango no, porque el tango es como salir a caminar por mi habitación con la luz apagada: yo sé dónde está la mesa de luz, donde tengo que esquivar un mueble. Eso es el tango para mí: está incorporado a mi cuerpo.
-¿No te sentís limitado cuando tenés que tocar obligatoriamente los clásicos?
-No, porque manejo mucho la improvisación. En una gira en Japón me obligaban a tocar “La cumparsita” en todos los conciertos. Entonces un día la tocaba en LA, al otro día en RE, al otro en SOL. Bueno, esa es una forma de salir de ese brete. Mirá, en una conferencia se toma un tema: digamos, la radio. Y damos seis conferencias sobre la radio. Vamos a hablar siempre de lo mismo, pero con distintas palabras. Esto es lo mismo. Incluso, de acuerdo al ánimo, puede cambiar hasta el temperamento de un tema.
-¿Cuánto de oficio pones en juego en cada toque y cuanto te dejas emocionar?
-Tiene que estar paralelo. Hay que ponerle todo el oficio, pero si no estás convencido no convencés a nadie. A mí me tocó dar un concierto dentro de la Basílica de Luján cuando falleció mi vieja, y yo le dedico el concierto. Pero si me pongo a llorar como una chancho y no puedo hablar, entonces ya se me escapa la cosa. Yo expliqué bien de qué se trataba la historia, y esa congoja llegó. Las dos cosas: tengo que explicarlo pero a la vez también tengo que demostrarlo. El intérprete es muy importante. Una vuelta hablando con Horacio (Guarany), me dijo ‘si cantar fuera sólo afinar…’. Y tiene razón.
GUITARRA, DÍMELO TU
Cuando Juanjo tenía 4 o 5 años, su padre solía juguetear con la guitarra. Una tarde estaba intentando, sin fortuna, sacar una melodía. Entonces su hijo dio un paso al frente, le pidió el instrumento y la tocó de un tirón. Como aún tenía dedos cortos, le mandaron a hacer una viola más chiquita y a los doce años ya era profesor de guitarra, solfeo y teoría. “Mi meta no era subir a un escenario, ni mostrarme, ni viajar, ni siquiera vivir de esto. Yo quería tocar. Yo amaba y amo el instrumento”.
-¿Cómo fue que a los 15 dejaste tus estudios clásicos?
-Porque me gustaba la música popular. A esa edad ya andaba acompañando cantores de tango, como Alberto Echagüe, Lezica, Laborde, Podestá. Apoyaba la guitarra en la pierna derecha, y cuando iba a dar lección la ponía en la pierna izquierda, ¿entendés? Ya empezaban los problemas. Mi profesora, que era un fenómeno, sabía todo esto. Entonces cuando me iba a tomar lección, a veces entraba al aula de golpe y me enganchaba tocando un tango. Yo paraba, pero ella me decía ‘seguí, seguí’. Después me pareció que, como decía Berlioz, ‘la guitarra es una orquesta en miniatura’. Y creía que las escrituras para guitarra eran elementales. En “Recuerdos de la Alhambra” el trémolo estaba escrito para una sola cuerda y a mí me sonaba muy flaquito. Empecé a intentar hacerlo con tres cuerdas, y para el clásico eso podía ser una falta de respeto. Entonces no les quise faltar más el respeto.
-Tocaste de todo y seguís incorporando géneros. ¿Crees que el guitarrista argentino tiene, naturalmente, una gran adaptabilidad?
-Sí, totalmente. Es más cosmopolita que cualquier otro músico. Hay pruebas de esto. Carlitos Franzetti, que le hizo el disco Siembra a Blades. Calandrelli que le arreglaba a Sinatra. Bebu Silvetti, que le arregló los discos de boleros a Luis Miguel. Inclusive Lalo Schifrin. Fijate que Lalo con su orquesta le hace sombra a los gringos. ¿Y vos escuchaste a algún gringo que venga a hacerle sombra a Salgán o a Troilo? No, porque no son tan dúctiles como nosotros. Vos escuchás las cosas de tango de Paco de Lucía y es un flamenco haciendo tango. Y te digo que yo la acompañé a Chabuca cuando tenía 18 años, ¡y ella se creía que yo era peruano! (risas) Igual así también nos bandeamos para cualquier lado... Nosotros nos vamos a Italia y al año somos unos tanitos barbaros.
-Acompañaste a gente muy distinta. ¿Por dónde pasa el principal canal de conexión con un cantante?
-Hay que conocer el género y conocer bien al cantante. Si yo no conozco a El Cigala, es probable que le haga un arreglo en el tono equivocado. Y al Cigala lo vengo siguiendo desde hace un montón. Me morfé sus discos. Se la tesitura, sé que pica para arriba y que estrangula la garganta porque es la forma de los flamencos, entonces tengo que buscar el lugar donde muestre todo ese potencial. Yo acompañaba a Guarany y al Chango Nieto, dos cantantes muy distintos. Uno toda fuerza, con sus caladas y sus movimientos de ritmo. El otro todo estructurado, donde la voz está puesta en otro sitio. Y acompañar al Polaco no era lo mismo que acompañar a María Graña: una está mostrando su capacidad cantoral, y el otro el clima. Entonces hay que saber ponerse al servicio. Después tenés la otra parte. Hay cantores con los que tenemos que atajar penales. No los tenemos que acompañar: los tenemos que perseguir (risas). A otros cantores les tirás el acorde, y ya lo hacen todo solos. O sea, cuando un dibujo no es muy bueno, hay que ponerle un buen marco para disimular un poco. Pero si el dibujo es bueno, hasta con el cartón lo vendés.
-Después de tantos años, ¿cambió tu relación diaria con el instrumento?
-No, y el día que me complique no toco más. “Así quedás compañera, / en un rincón de la pieza / al verte sola embelesa / tu postura de hembra fuerte / tal vez en algún camino / vibraras junto a mi muerte”… eso no lo dudes. Vos sabés que uno cae en locuras. Porque uno es un loco, todos somos locos. Me decía el guitarrista Miguel Ángel Cherubito: ‘Juanjo, ¿por qué no te detenés a mirar la guitarra? Creo que sólo mirándola, las cuerdas van a vibrar’. Y su locura me la transmitió. Viste como dijo Houdini, que iba a hablar desde el más allá… Bueno, es tan profunda la relación que tenemos con la guitarra, que creo que la voy a hacer vibrar.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
RESEÑA: El hambre y las ganas de comer
Justo cuando su obra comenzaba a cerrarse peligrosamente sobre sí misma, Gabo hizo un movimiento vital. Salió de su terreno seguro y se puso en estado de riesgo. El verano pasado, mientras atravesaba una sequía compositiva, convocó al escritor Pablo Ramos para trabajar como parceiro. Y si bien la sociedad con letristas es una modalidad que el rock cultivó poco y nada, se trata de una vieja tradición en las músicas populares. Esencial para entender la cancionística del siglo pasado: Leguizamón/Castilla, Gardel/Le Pera, Jobim/Vinicius, Weill/Bretch, etc. Desde luego, además de una amistad incipiente, entre Gabo y Ramos ya había una serie de afinidades éticas y estéticas. Pero no eran lo mismo y se dejaron contaminar. La criatura, entonces, se parece a los dos y es también otra cosa. Una trova suburbana y rabiosamente contemporánea, arreglada para una base de guitarra, piano, bajo, percusión y ese otro instrumento único: la voz de Gabo. Son valsecitos, baladas y milongas sobre pibes narcotizados y casas de cartón cediendo al temporal. Son canciones que un hombre debía cantar.
Martín E. Graziano
sábado, 27 de noviembre de 2010
LA PLATA, CIUDAD INVENTADA: en construcción
Ahora que lo pienso, no fue hace tanto tiempo. Reviso mi casilla de correo para ser preciso y lo confirmo: fue a comienzos de este mismo año. Fue el 9 de enero, cuando me llegó un mensaje de Celina Artigas titulado “Invitados a construir un libro”. El asunto venía con copia para mucha gente que conocía o, de lo contrario, al menos quería conocer. Por decirlo mal y pronto, era toda esa gente que hace cosas para que esta ciudad sea un lugar vivo. Una selva hermosa y en estado de tensión.
Sin embargo, fue recién unas semanas después que se empezó a poner bueno, cuando el proyecto dejó el plano virtual y pudimos estrechar manos y tomar algunas cervezas. Si no me equivoco, la primera reunión más o menos formal fue en Ocampos. Ahí mismo, esa misma noche, el libro empezó a tomar masa crítica. Al principio fue un caos prudente y, luego, de inmediato, puro revuelo eufórico. Claro que después vino el bajón, la necesaria pérdida del norte y, al fin, toda esa caída de fichas que se llama ‘decantar’. Pero eso lo puede contar mejor Celina, no sólo porque el libro es su criatura, sino y sobre todo porque su casa -ahí cerca de Plaza Italia- fue el polo magnético alrededor del cual orbitamos todos.
A mí, desde el vamos, la convocatoria me entusiasmó. En primer lugar, porque me obligaba a repensarme, y cuando uno es periodista no se detiene demasiado en esas cosas incómodas. Entonces yo, como el típico espécimen del interior que abunda en estas páginas, tenía que encontrar mi lugar en La Plata. Y bien, ahora que puedo mirar esa telaraña de retratos con la suficiente perspectiva, veo un mapa nuevo que fosforece y que me contiene.
De todas formas, mentiría si pasara por alto un detalle esencial: el proyecto era buenísimo porque trabajaba con ese poderoso material combustible que son las personas. Es decir, no se trataba del devaneo de un par de tipos perdidos en el laberinto de la más pura abstracción académica. Para nada. Ahí tenemos el libro, y lo confirma: está repleto de esas fotografías preciosas que siempre salen movidas. Justamente, sus protagonistas están en movimiento porque están vivos. Así como están vivos porque están en movimiento. La vieja lógica de la piedra rodante.
Martín E. Graziano
sábado, 20 de noviembre de 2010
MANUEL GARCÍA: s/t
A comienzos del siglo XXI, algunos trovadores de la Cuenca del Plata advirtieron que el rock se había convertido en un mercado asfixiante. Decidieron lanzarse al camino y encontraron los folklores latinoamericanos, la chanson, el cabaret berlinés, el jazz y la música contemporánea; lo metabolizaron todo. Al mismo tiempo, mientras aquí nacía una escena (protagonizada por gente como Martín Buscaglia, Lisandro Aristimuño, Gabo Ferro y Pablo Dacal), en Chile sucedía espontáneamente un fenómeno análogo. Había una diferencia esencial: el lazo umbilical que aquí se tendía con el primer rock rioplatense, detrás de la cordillera se ligó con la Nueva Canción Chilena. Eran cancionistas como Chinoy, Camila Moreno, Nano Stern y, claro, Manuel García. Trovadores capaces de poner en diálogo a Violeta Parra y Víctor Jara con los Beatles y hasta Björk. Nacido en el norte desértico de Arica y líder de los disueltos Mecánica Popular, García se destacó de inmediato. Su registro de juglar y el porte dylanita dieron el crédito para descubrir una música vital. Una obra que lograba una tensión permanente entre la tradición y el más rabioso de los presentes. En S/T, su tercer disco a la fecha, García expande los alcances de su poética y su sonido. Los timbres acústicos conviven con cierto fantasma eléctrico (rhodes, guitarras), un marco ideal para este puente entre el puerto, el desierto y la ciudad cosmopolita. Su canción, popular y de autor, se respira en movimiento. Inestable y en estado de pregunta: como la identidad de un pueblo.
Martín E. Graziano
jueves, 18 de noviembre de 2010
SONIDO AMBIENTE: cinema verité
lunes, 15 de noviembre de 2010
PAPPO: de aquí a la eternidad
Por Martín E. Graziano
Hay cosas que se marcan con fuego en el mármol de nuestra memoria. Norberto Aníbal Napolitano tenía 14 años cuando tuvo su tarde de los dones en Villa Carlos Paz, el lugar que elegía su familia para las vacaciones. Podemos adivinar las circunstancias perdidas. Después de una mañana en las costas del sol, Norberto decide que es buen momento para regresar. Es casi el mediodía. Cuando se está acercando al umbral ya puede oler la comida esperando, pero otra cosa lo fulmina. Desde una radio le llega el grito y el piano arrebatado de Little Richard. ¿Qué es eso? Eso es rock. Algo ha cambiado. Nace Pappo.
LOS HECHOS
Allá por 1967, en las extensísimas noches de zapadas de la segunda Cueva, había un tanito que podía tocar sin que lo echaran. Ese pibe ya había pasado por Los Buitres, un grupo de barrio, y también por Engranaje. Ahí nomás le llegaría el primer contacto con la historia: en 1968 Pappo se alistó en la primera formación de Los Abuelos de la Nada. Sin embargo, las tensiones entre las expectativas artísticas de Miguel Abuelo y el guitarrista no podían sostenerse por demasiado tiempo. Dijo Miguel: “Estaba todo el día diciendo blues, blues, blues. Yo le dije, ‘¿querés blues? Tomá, te dejo los Abuelos de la Nada, hace lo que quieras’”. La experiencia fue efímera, pero alcanzaría para que lograra grabar sus primeros temas.
Poco tiempo después se acopló a la Conexión n° 5 de Carlos Bisso, y transformó a Manal en cuarteto por 15 días. En 1969 Los Gatos, que se habían separado por un lapso breve, decidían volver al ruedo con una nueva formación. Pappo fue el hombre elegido para reemplazar a Kay Galiffi en la guitarra, y su aporte modificaría radicalmente la propuesta del grupo. Otra vez las disputas, esta vez entre el fundamentalismo rocker de Pappo y el lirismo en apertura de Nebbia. Después de dos discos, la banda se separó definitivamente, pero el Carpo no era más ‘el pibe’.
Finalmente, y merced a la insistencia permanente del productor Jorge Alvarez, decidió lanzar su propio proyecto: Pappo’s Blues, junto al baterista Black Amaya y a David Lebón en bajo. El hombre grabó el disco y puso proa hacia Londres; y mientras tocaba en los subtes por monedas, los pibes que empezaron a comprar aquel Vol. I fueron agigantando su figura. Tuvo que volver. Con formaciones fluctuantes, Pappo’s Blues grabó otros seis volúmenes antes de disolverse por más de una década. En el repertorio de los cuatro primeros quedaron las páginas de lectura obligatoria: “El viejo”, “Desconfío”, “El hombre suburbano”, “Sucio y desprolijo” y una extensa saga de clásicos irrefutables.
Después de la efímera formación de Aeroblus, en la segunda mitad de los ’70, llegaría otro capítulo importante. Entró en escena Riff, una encarnación más dura de Pappo’s Blues, en sintonía con el espíritu de los ‘80. Pasaron un par de formaciones y otros tantos discos con Riff hasta que sobrevino una separación que siempre fue reunión en ciernes.
Pappo vivió un período de ostracismo guardado en su taller mecánico hasta que Juanse, de los Ratones Paranoicos, lo puso nuevamente en carrera. El otro gran impulso fue el hit en que se convirtió “Mi vieja”, la canción de Sebastián Borenztein incluída en Blues local (1992). Vinieron más grabaciones, la invitación de B.B. King para tocar en el Madison Square Garden, y un homenaje de parte de la primera plana del rock argentino, inmortalizada en Pappo y amigos. El último paso sería Buscando un amor (2003), que lo encontraría en su mejor forma. Nadie podía saber que era su disco postrero, pese a que en el arte de tapa podía vérselo estampado como un ángel travieso, portando guitarra y rodeado de los más ilustres bluesmen muertos.
LAS RAZONES
Ahora ¿cómo es que este tipo temperamental, de trazo rupestre, se las arregló para ser el referente de generaciones enteras de rockers? Algunas claves y, quizás, algún secreto desentrañable. Por empezar, no es nada sencillo componer una canción sencilla y eterna como “El tren de las 16”. Encontrar ese equilibrio entre las palabras y la música requiere de una cierta sapiencia, que Pappo cargaba precozmente. La voz del personaje no puede sonar demasiado intelectual porque desequilibraría el blues que, como toda música de raigambre popular, tiene los pies llenos de barro. Desde ya, eso no quiere decir que no se puedan escribir cosas bellas y trascendentes. De hecho, Yupanqui ponía en palabras de paisanos y peones de campo reflexiones de alturas metafísicas. En el caso de Pappo, sus palabras son puestas en boca del joven suburbano que, de manera cabal, él representaba.
Con esa voz contemplativa y elemental (que con el tiempo iría adquiriendo cada vez más espesor), Pappo podía cantar eso de “tendré que ser historia y dejar de pensar”. Como si siempre estuviera tratando de no mostrar de más, de no exponerse tan vulnerable, arrimaba esos pasajes brevísimos que son su marca registrada. El verso Napolitano se sirve parco y hasta desconfiado. Aún así no hay manera de no sentir el pulso vital en cada una de sus canciones: “No se porque imaginé que estábamos unidos, y me sentí mejor”. Por no hablar del humor latente en buena parte de su obra, muchas veces inadvertido.
Y su guitarra, claro. Desde el abrasador “Algo ha cambiado”, primer tema de su primer disco, se paraba como un dragón en una montaña, vomitando fuego sobre la ciudad. Pappo aterrizó con una convicción guitarrística sin precedentes en nuestro rock, haciendo su propia lectura criolla del blues y de Hendrix. Legó para siempre un modo de hacer rock & roll en español.
EL HOMBRE
Norberto había nacido en el seno de una familia de trabajadores. En un principio su abuelo italiano, junto a cuatro de sus hijos, compró algunas tierras en la localidad santafesina de Santa Isabel. Allí Norbertito pasó su infancia. Más tarde se instalaron en Buenos Aires para fundar los Talleres Metalúrgicos Napolitano Hermanos, una fábrica de calderas. El cambio violento dejó huella. Calles de tierra por el ruido infernal de una fábrica de hierro.
Sus padres ya habían concebido dos hijos antes de que llegara Norberto. Carlos, el hermano mayor, murió antes de que naciera, pero el Carpo sostenía que lo acompañaba siempre, que eran el mismo. Liliana, la única mujer, fue una de las personas más queridas por Norberto. Es concertista de piano, pero jamás tocaron juntos.
El carácter de Norberto era cosa conocida. Desde siempre aseguró que en su vida anterior había sido un vikingo. En su brazo derecho portaba a uno de ellos tatuado, triunfante y guerrero. Ninguneaba como rockers a Fito Paez y a Charly García. Admiraba profundamente al líder de Manal, Javier Martinez, y afirmaba al que quisiera oírlo que Spinetta era un genio. Aún así, el flaco recordaba con rencor cuando antes de partir hacia Europa, en marzo del ‘71, le regaló a Norberto su querida guitarra Repiso. Norberto la vendió al poco tiempo.
Conoció a su hijo Luciano cuando este ya era un adolescente. Así fue el primer diálogo telefónico: -“Habla tu hijo”. -“Uh... pensé que estaba hablando conmigo mismo”.
Tras un accidente automovilístico durante el ’94, Norberto tomó una decisión. ”Después de que vi a Dios no tomo más vino. Yo creía que era verso. No es verso. Está, el chabón”. Hace ya un año en Luján, a la altura del Km. 71 de la ruta 5, cayó de su moto y fue embestido por un coche. No mucho antes, con su habitual tono lapidario, había sentenciado: “Mirá mis manos. Yo no soy poeta, soy mecánico”. Ahí se equivocaba.
Descanse en paz.
viernes, 5 de noviembre de 2010
RESEÑA: Musas domésticas
Martín E. Graziano
lunes, 1 de noviembre de 2010
MARIANA BARAJ: por ese palpitar
martes, 26 de octubre de 2010
FRANNY GLASS: Montevideo de tweed
Pero no eran sus primeras armas en el circuito. Antes había formado Mersey, una banda de flema británica que se encuentra a punto de entrar a grabar su segundo disco (“una especie de ópera pop”, anticipa) y le permitió a Gonzalo hacerse un lugar para sus canciones. Franny Glass fue, justamente, el vehículo para esas composiciones de cepa acústica, iluminadas por la misma luz otoñal que supo acompañar a trovadores como Leonard Cohen y, más aquí, a Eduardo Darnauchans. Con el aliento crítico de su primer disco, a partir de 2008 comenzó a cruzar con cierta frecuencia hasta Argentina. Las visitas hicieron que, hace unos meses, trabara una alianza artística con Pablo Dacal y el cantautor español Xoel López. El resultado fue una gira llamada “Canciones compartidas”, que volverá a la carga en estos días.
-¿Cómo te fuiste inclinando hacia la canción acústica de autor?
Siempre imaginé que en algún momento iba a tocar solo. Pero antes pensaba que para eso se necesitaba tener una carrera como integrante de una banda durante años, para luego dedicarse a tocar versiones de manera solitaria. Es un poco ingenuo, pero quizá la mayoría de los solistas que conocía eran personas muy respetadas y con proyectos anteriores exitosos. O quizá sea porque siempre tuve a los Beatles como ejemplo.
-¿Por qué decidiste utilizar la referencia a Salinger?
Porque cuando empecé con el proyecto estaba muy metido con los libros de Salinger y quería que el proyecto tuviera alguna referencia a su literatura. Pasó lo mismo con Mersey: queríamos que el nombre tuviera alguna referencia a los Beatles. Después uno termina haciendo algo que no tiene nada que ver, pero el nombre queda. Es complicado elegirle nombre a un proyecto, porque luego de que la gente lo conoce hay que conservarlo como el que uno tiene en el documento. Te guste o no.
-Aunque no tenga que ver con la típica canción uruguaya, en tu música está muy presente tu lugar. ¿Cómo aparece?
Y, yo nací y viví toda mi vida en Montevideo, escucho mucha música uruguaya y me gusta la ciudad en la que vivo. En las canciones me expreso de la misma manera en que hablo. No me pongo a cantar en inglés o sobre el subte y la nieve, sino que hablo del bus, de la costa, de cosas que me pasan o le pasan a los personajes de mis canciones (todos montevideanos). De hecho, cuando empecé a tocar solo mis referencias eran Donovan, Belle and Sebastian, Leonard Cohen, Magnetic Fields. Actualmente son Eduardo Mateo, Fernando Cabrera, Caetano Veloso.
-¿Con qué cantautores contemporáneos te sentís vinculado?
El primero que se me ocurre es Xoel López. Porque si bien él tiene una carrera ya muy desarrollada y prolífica, tenemos en común que comenzamos haciendo música con una importante influencia anglosajona. Y en este momento (él desde hace ya bastante tiempo, yo desde hace poco) nos encontramos buscando una identidad musical, sin ningún tipo de prejuicio a la hora de buscar referencias. También hay otros con los que me siento vinculado, como Pablo Dacal.
-¿Para quién cantás?
Intento expresar algo de la mejor manera posible, y que en la forma de hacerlo quede estampado un sello personal. Eso es nada más -y nada menos- que poner cosas de mi personalidad en las letras y en la manera de cantarlas. Luego de eso, el receptor ya no depende de mí. Obviamente, hay canciones que son dirigidas a alguien en particular, pero no pienso en una persona o en un grupo de personas al escribir o cantar. Una vez que logré el objetivo de expresar algo, que llegue a quien tenga que llegar.
lunes, 25 de octubre de 2010
RUBEN RADA: poder negro
Ahí está Rada, negro y radiante. Acaba de cumplir 67 años, pero camina liviano entre la gente, sin que el peso de su propia leyenda lo sature. Este es el mismo tipo que, en los ’60, formó con Eduardo Mateo una de los grupos seminales del rock rioplatense: El Kinto. El líder de Tótem, integrante de Opa y La Banda, actor ocasional, conductor de programas de TV y emblema del candombe uruguayo. Sin embargo, Rada siempre es hoy. Un moreno extra-large con corbata de los Beatles, que insiste en responder las preguntas cantando las canciones de sus héroes. Tiene sus razones: después de más de 45 años de carrera, finalmente se dio el gusto de hacer un disco como intérprete. Y claro, se trata de un disco esperado: las virtudes de Rubén Rada como cantante han sido elogiadas desde los tiempos de El Kinto.
Por eso ahora es el tiempo de Fan (pa’ los amigos), un homenaje sin solemnidad a sus compositores más queridos. “Esos tipos de los que escucho una canción y digo ‘que bestia’ –dice Rada-. Como Spinetta, que lo escucho y me derrito”. Co-producido con Gustavo Montemurro, Fan tiene una virtud esencial, que es la de unir en un solo repertorio a pilares de la cancionística de ambas bandas del Río de la Plata. Así, Rada versiona tanto a Charly García y Litto Nebbia como a los hermanos Fattoruso y a Fernando Cabrera. Revisa con vitalidad un hit transitado como “Mil horas” y presenta, para buena parte del público argentino, a leyendas orientales como Urbano Moraes, Jorge Galemire y Alberto “Mandrake” Wolf.
-Si bien se habla mucho de tus virtudes como cantante, recién a 40 años de tu lanzamiento como solista haces un disco de intérprete. ¿Por qué ahora?
-Porque primero hay que vivir. Hay que conquistar a la gente y, una vez que pasa eso, recién podés darte el lujo de decir ‘ahora tengo ganas de homenajear a los tipos que envidio con toda mi alma’ (risas) Por eso un día me puse a cantar canciones con Montemurro y salió el tema de Fito, que al final le agregué eso de “bebí, bebí, bebí, / yo no tenía un mango y bebí”, porque a Fito lo he visto en Cuba y en todos lados, ¡y nos hemos agarrado cada curda! Y había dos personas que ya las tenía, pero no sabía que cantar de ellos: Spinetta y León. Pero entonces escuché una versión que tiene León de “Pensar en nada”, con guitarra acústica y le encontré un camino. De Spinetta había hecho “Muchacha” y varias canciones más, pero me parecía que ya las había cantado todo el mundo. Hasta que Malosetti me dijo: “Spinetta tiene una canción que es un candombe”. Así que le puse mis tambores e hice “Será que la canción llegó hasta el sol”.
-¿Cómo -y con qué criterio- fuiste eligiendo el repertorio?
-Por gusto, salvo esas dos que tuve que trabajar más. En realidad, para cantar no intenté ser catedrático y buscar las mejores canciones. Elegí sencillamente las canciones que me gustan a mí, porque en el fondo yo también soy público. Por eso el disco es fresco, divertido. Por eso cambié los ritmos, metí un montón de voces y toqué la batería en todo el disco. El único problema va a ser llevar eso al show: va a ser un despelote.
-La lista de autores une una tradición cancionística de ambos lados del Río. ¿Siempre estuvo esa premisa de tender un puente?
-Sí, claro. A eso quería llegar: yo se que si los argentinos compran este disco van a tener la posibilidad de que les venda la fruta uruguaya. Por eso pongo a Galemire, a Mandrake y a Urbano Moraes, que lo adoro y para mi es uno de los mejores cantantes del Uruguay. Además, el que compra el disco a lo mejor recuerda “Mañana” (que canta mi hijo Matías y es una canción de la época de Tótem) y “Orejas”, ese tema de Chichito Cabral… ¿Sabés como le iba a poner al disco? Dos orillas, pero ya había varias cosas con ese título. Otro título que andaba dando vueltas era El espejo, porque funcionaba como un espejo donde se reflejaban Buenos Aires y Montevideo. Tuve muchas ideas, hasta que apareció Fan y me gustó porque yo, además de amigo, soy ‘fan’ de todos esos artistas.
-Como compositor y como intérprete, ¿qué diferencias encontrás entre los enfoques de las canciones argentinas y las uruguayas?
-Las diferencias están en el toque, en el candombe y en las cosas que se dicen. Además, Argentina es un país grande y comercial, donde a veces tenés que luchar con eso para vender discos y se graban canciones para vender como “Cha cha Muchacha”. En Uruguay es todo más natural; imaginate que un Disco de Oro son dos mil discos, entonces la gente compone y divaga con la música, y a veces se cuelga mil horas… Por eso cuando quise armar un disco comercial me tuve que juntar con Cachorro López: porque yo no sé hacer discos comerciales. Acá si saben cómo hacerlo. Encuentran los sonidos, la onda underground para esto, la onda esto otro, tambores especiales para lograr tal cosa, guitarras… Allá vamos al estudio con lo que podemos.
-Fan cierra con “Cantares de la tierra mía”, una canción de tu autoría. ¿Por qué?
-En esa canción trato de mostrarle a la gente como era cuando empecé. La hice el año pasado, para hablar de mis sueños y fusionar al Tótem con Gardel y hasta los Beatles. Ahí hablo de cuando empecé a componer con grupos de rock y pop, cuando en la cabecita estaba el sueño de tener muchas minas y ganar mucha plata.
BOTIJA DE MI PAÍS
Cuando todavía era un niño, Omar Rubén Rada Silva (según su documento de identidad) se integró a dos murgas que frecuentaban las calles de Montevideo: Morenada y La Nueva Milonga. No era un novato. “Zapatito”, como le decían en el barrio de Palermo, venía de cantar en las previas del cine y hasta en alguna cancha de bochas. Ese mismo carisma innato lo iba a llevar, en la adolescencia, a integrarse a Los Hot Blowers, un grupo de dixieland donde Rada puso al frente a su alter-ego: Richie Silver. Los ’60 estaban despuntando y en Montevideo, como en el resto del mundo, se estaba incubando una cultura nueva. Rada se unió como percusionista y cantante a The Knights, el grupo de un joven díscolo y talentoso llamado Eduardo Mateo. Pronto pasarían a llamarse El Kinto Conjunto y, sin saberlo, se iban a transformar en una referencia para la música de esta parte del mundo, trazando un puente entre la tradición musical de su país y la vanguardia contracultural que proponían los Beatles.
-Cuando te uniste a El Kinto, ¿tenían conciencia de la huella que estaban dejando?
-Nunca supimos que iba a pasar. Cuando gustaba mucho la música brasilera, italiana, los Beatles, el rock and roll, con Mateo tocábamos en los boliches las canciones de El Kinto. Hoy es fundacional, pero en ese momento ninguno tenía la menor idea. Tendríamos 20 años… ¡fijate que nunca grabamos un disco! Ese disco que anda dando vueltas son las grabaciones que se hicieron cuando participábamos en un programa que se llamaba Discodromo Show. Para mí, El Kinto es la cajita de música. Es la madre, porque ahí empezamos con el candombe-beat. Después, Tótem fue la fuerza, la unión de la armonía y la potencia.
-¿En qué momento de tu carrera sentiste que habías encontrado un sonido propio?
-Fue ahí, con Tótem y El Kinto… porque a mí siempre me gustó tocar en bandas. Creo que en las bandas logré lo mejor de mi carrera: ¡porque las bandas te contienen! Cuando estoy solo, arranco para cualquier lado: mis discos tienen candombe, merengue, cha cha cha, rock & roll; pero cuando estás en una banda te centrás en un lugar. Algunos de los discos que considero más serios de mi carrera fueron los dos volúmenes de Montevideo, también Black y Richie Silver, donde agarraba el blues y el rock and roll antiguo. Y son todos discos con un concepto, digamos.
-Entonces, ¿por qué cuesta mantener una banda estable?
-¡Porque los músicos vuelan! En el proyecto de una banda buena, todos tienen cabeza y ganas de hacer algo. Pienso en tipos como Mateo, Urbano, Eduardo Useta, Jorge Navarro, Bernardo Baraj, los Fattoruso… todo el mundo tenía su historia, entonces todas las bandas se van abriendo. Al menos tuve la suerte de tocar con ellos. Y así, con el tiempo, grupos como Tótem se fueron convirtiendo en muy queridos. Creo que, si tuviera la posibilidad de hacer Tótem nuevamente en Uruguay, llenaría estadios.
-¿Y por qué no lo hacés?
-Mirá, cuando volví a Uruguay en el año ‘95, estábamos todos los integrantes: Galetti, Santiago Ameijenda, el Lobito Lagarde, Chichito, Eduardo Useta y yo. El único que faltaba era Enrique Rey, el guitarrista que estaba viviendo en Venezuela. Entonces decidimos llamarlo y organizamos unos conciertos. ¿Qué le pasó a Enrique Rey? Hacía 15 años que no iba a Uruguay, y de la emoción de tocar con Tótem le dio un infarto en el aeropuerto de Venezuela. Fue terrible: antes de subir al avión, el zurdo lo dejó. ¿Sabés lo que fue hablar con la mujer? Nos sentíamos culpables, porque pensábamos que le habíamos matado al marido. Ahí dije: ‘nunca más voy a hacer Tótem’.
-Desde los ’80, cuando te radicaste en Argentina, cultivaste mucho tu faceta más histriónica…
-Pero siempre fue igual, eh. No me gusta el artista que sube al escenario, canta y nada más. Me gusta hablar con la gente, contar sobre las canciones, jugar con los ritmos y con el canto, aunque ahora no tengo tantos recursos... Pero eso viene desde que era chico. Cuando yo empecé a cantar era showman, no era cantante. Arranqué haciendo ese tipo de cosas arriba del escenario, imitando a cantantes como Sinatra o Gardel. Eso no lo perdí, lo mantuve, y muchas veces en la época del rock and roll, me trataban de payaso.
-¿Crees que eso afectó tu credibilidad como músico?
-Sí, porque se hizo más larga la cosa. Inclusive para vender discos. Cuando grabamos con Opa en Estados Unidos, terminamos y nos fuimos a Tower Records para ver en que batea figurábamos. Por ahí nos encontramos, y figurábamos en Jazz Brasilero. (risas) O sea que el rótulo ‘world music’ me ayudó a encontrar un lugar, porque yo no soy ni rockero, ni candombero, ni blusero, ni cantor latino… ¡soy todo! Me gustan todas las músicas, y eso me perjudicó. Por ejemplo, ahora también estoy haciendo un espectáculo de Sólo candombe. Además tengo entre manos un disco de jazz-fusión instrumental que se va a llamar Confidence, y otro con la familia de Richie Silver… Y yo soy todo eso. Me gusta tanto la música que me brotan cosas.
-Hace un tiempo pensabas en retirarte. ¿Aún querés hacerlo?
-Estoy podrido de viajar, más que nada. La gira: no sale el barco, quedas estancado en los aeropuertos, arreglar la guita de los músicos, el productor no hizo lo que tenía que hacer… Esas historias me cuestan muchísimo. Yo ya tengo 67 años… Quiero decir, me gustaría seguir grabando, pero quisiera tocar menos. A veces tengo muchos shows por mes, y ya cansa tocar para vivir. Quería parar el año pasado, pero fui al banco y dije, ‘si paro un año me comen los ratones’. No tengo un millón de dólares. La gente tiene esa fantasía del músico, que vende discos… pero los discos no se venden, papi. Lo que da es el show. Entonces hay que salir a ganarse la vida.
miércoles, 20 de octubre de 2010
RESEÑA: El justiciero cha cha cha
EL JUSTICIERO CHA CHA CHA (Ultrapop)
jueves, 14 de octubre de 2010
ADRIÁN CAETANO: el peleador
lunes, 11 de octubre de 2010
CUCHI LEGUIZAMÓN: un brindis
Por Martín E. Graziano
El tiempo va borrando los rasgos de una cara. Alisa los vértices y el temperamento como el viento erosiona una montaña. Sin embargo, con el Cuchi Leguizamón no pudo. Lo confinó a una silla de ruedas y casi a la ceguera, desafinó su piano y le dejó una jubilación precaria, pero su semblante de Lucifer de provincia seguía ardiendo como siempre. “A la vejez no me queda más que hacer música hasta que me toque pulsear con la nada –decía, desafiante-. Y le voy a ganar a la nada porque ella estará allí en lo suyo, y yo estaré silbando alguna cosa".
Finalmente, Gustavo ‘Cuchi’ Leguizamón murió el 27 de septiembre del 2000 en Salta, la misma ciudad donde había nacido 83 años antes. Desde entonces no hubo más su cocina exquisita ni su humor explosivo. Tampoco sus noches de bar ni los modales de enfant terrible. Pero de a poco, la justicia poética comenzó a poner algunas cosas en su lugar. Los músicos más interesantes de las nuevas generaciones tomaron su obra no para hacer un rescate arqueológico, sino para decir sus propias cosas. Primero fueron Liliana Herrero y Juan Falú, luego Acá Seca, Quique Sinesi, y hasta los jazzistas Guillermo Klein y Adrián Iaies. Así, diez años después de su muerte, la lengua del Cuchi no sólo se sigue hablando: está más viva que nunca.
EL AVENIDO
El Cuchi había nacido en 1917, cuando este país no era el mismo: era la Argentina en potencia del primer Centenario. Por entonces, cada casa que se preciara tenía un piano en la sala principal. El pequeño Gustavo, que a esa altura y para siempre ya fue el Cuchi, empezó a encontrar sus primeros rudimentos en las teclas cuando cumplió los cinco. También se fascinó con la doble vida de la ciudad, que mientras olía a pan casero obedecía su ritmo burocrático, pero cuando salían las criaturas de la noche, se fundía con el vino y las bagualas. Por eso, cuando anunció que viajaba a La Plata para estudiar Derecho, su padre replicó: ‘vos estás loco; si sos músico…’. Igual viajó, se recibió, fue litigante y hasta diputado provincial. Pero, a la larga, le dio la razón: “me harté de vivir de la discordia humana –dijo-. Me produce una gran satisfacción ver una vieja en el mercado tarareando una música mía”.
Así, entretejidas con sus clases de Historia en el Colegio Nacional de Salta, comenzó a esbozar su propia mirada sobre la música de la región. Gran escuchador de Satie, Bela Bartok y Duke Ellington, el Cuchi desarrolló una forma cubista de pensar la zamba y de convertir al piano en un instrumento casi rural. No menos importante, por entonces conoció a Manuel Castilla, un poeta barbado, hijo de ferroviarios y amante de la bohemia. Juntos desarrollaron un culto a la amistad que terminó en una simbiosis notable. De hecho algunos años más tarde, cuando un periodista fue a buscar a Castilla, el poeta dijo: “yo ya no quiero hacer reportajes, pero hágaselo al Cuchi que lo que él diga yo lo suscribo”.
La dupla le dio forma a un cancionero esencial que, es materia base para sostener el folklore argentino. Y acaso su lección más importante sea que lo construyeron equilibrando levedad y profundidad. Cómplices de la noche, manejaron una idea de la canción necesaria, para los ritos y para las cosas. Una manera de nombrar al mundo y, en el proceso, crear uno nuevo. Así nacieron canciones para el zorro, para el pañuelo, para un bar y hasta una mujer solitaria que aún recoge flores de alfalfa. Ateos y dionisíacos, también le escribieron al vino, al ‘que no hace nada’, al duende y a los expedientes. El Cuchi y el Barbudo componían jugando, con toda la seriedad con la que juegan los niños y los santos.
“Tal vez lo que más emocione de estos señores sea el amor a su pago elevado a un sentido estético local y cósmico a la vez –escribió Juan Falú, en el disco que dedicaron con Liliana Herrero a su repertorio-, como si fuesen la prolongación de una baguala o la eternización de la copla. Lo cósmico que supone origen y extensión se expone, en esta obra, como la metáfora mayor de un folklore que es raíz y fruto. Son lo ancestral y lo nuevo. Y lo curioso es que, a medida que envejezcan, esas letras y esas músicas serán posiblemente las más nuevas”.
Como corresponde, el mejor vehículo expresivo para ese primer repertorio nació en una larga sobremesa de 1967. Entremezclados con muchos amigos estaban Patricio Jiménez y el Chacho Echenique, que promediando la velada tocaron su versión de la “Zamba del silbador”. Leguizamón y Castilla encontraron la horma de su zapato. El Dúo Salteño era capaz de tensar, a un tiempo, complejidad armónica y hervor popular. Aliados con el Cuchi, grabaron páginas imperecederas y dieron algunos conciertos inolvidables. Pero, con los años oscuros de la Triple A esperando en la puerta de la historia, el Dúo Salteño se fue diluyendo como buena parte del folklore. Se venían años oscuros.
¿DÓNDE IREMOS A PARAR?
Leguizamón supo colaborar con otros poetas (Tejada Gómez, Nella Castro, Dávalos) y hasta escribió sus propios versos. Pero, con Yupanqui, consideraba que el mejor elogio para un compositor era que su obra alcanzara el anonimato. “Una vez venía bastante enojado con todos estos inconvenientes que tiene la vida y un changuito pasó en bicicleta, silbando la ‘Zamba del pañuelo’ –recordó en una entrevista-. Entonces lo paro y le pregunto qué es lo que silba: ‘no sé, me gusta y por eso lo silbo’, me contestó. Ya ves, ésa es la función social de la música".
Sin embargo, poco tenía que ver su concepción de popular con la idea actual de los medios. En nuestros días, popular se ha confundido con masificado. Es decir, con aquello introducido en la circulación mediática por la fuerza del dinero. Por el contrario, incluso en sus momentos de mayor popularidad, Leguizamón nunca se incorporó a la lógica del mercado, guardó recortes ni hizo campañas de prensa para engrosar su curriculum.
Sin hacer juicio de valoración, su obra es folklore en el sentido más estricto de la palabra. Es decir, no se trata de un músico trabajando sobre materiales nativos para editar discos y armar una carrera más o menos respetable. Un trabajo de esa naturaleza puede arrojar resultados geniales, buenos o incluso deleznables, pero no folklore. Yupanqui diría: “las empanadas que vende Doña Juana en la Casa Echeverría, pueden ser muy buenas y ricas, pero no son folklóricas. No son folklóricas porque están hechas con una máquina y algunas empleadas. Pero cuando una criolla las hace cantando o rezando porque se casa su hijo, esas si son folklóricas”. Y el Cuchi Leguizamón componía sus canciones útiles (como un jarrón o una serenata) al calor del vino sacramental y los amigos, en el silencio salteño de la tardecita y los yuyos secos.
“Hay que defender la tradición porque es nuestro antecedente inmediato de la experiencia –explicaba-. Yo soy producto de lo que fue mi abuelo, y los que vengan tienen que ser hijos de mi tradición, si no, ¿de dónde vienen?, ¿qué son?”. Sin embargo, su idea de la tradición no era la de las costumbres congeladas: “las tradiciones no son las costumbres envejecidas, algunas de ellas estúpidas, sino las que se conservan por ser útiles y beneficiosas para todos. Me gustaría que los que consideran que andar con ropa de gaucho es ser más auténtico, anduviesen con poncho en el verano, así, cuando la cabeza les transpire, se darán cuenta que la tienen”.
Accionado por ese afán de cambio, el Cuchi llegó a seleccionar chicos con buen sentido del ritmo para apostarlos en las iglesias salteñas. Se munió de algunos walkie-takies y realizó desde los campanarios un pequeño concierto gigante. También programó una interpretación de su “Zamba del silbador” con silbatos de locomotoras, aunque la experiencia se terminó diluyendo entre guitarreadas, vino y asado.
Llegando al crepúsculo de su vida, era una contradicción caminante: era Ciudadano Ilustre premiado a cada paso, pero no le alcanzaba para vivir de la música y sus discos no estaban en ningún lado. El Cuchi, que siempre había estado fundido al paisaje de Salta, comenzaba a desdibujarse. “Hay que vivir con una gran levedad, para que nadie se dé cuenta y todo el mundo participe”, había dicho. No se equivocaba. Después de todo, había escrito su propio horóscopo.
martes, 5 de octubre de 2010
NORA LEZANO: el ojo impiadoso
jueves, 23 de septiembre de 2010
RESEÑA: Los caminos
lunes, 20 de septiembre de 2010
MARIO DE CRISTÓFARO: la vanguardia es así
lunes, 13 de septiembre de 2010
RESEÑA: en París - Live á FIP
LILA DOWNS: en Paris/ live a FIP
miércoles, 8 de septiembre de 2010
LUCIO MANTEL: miniatura
Por Martín E. Graziano
Parece que, para Lewis Carroll, las musas llegaban en la profundidad de la noche. Habituado a esperarlas en su cama, el escritor británico se las ingenió para darle forma a un artefacto que le permitía trabajar sin necesidad de encender alguna luz. Así, en una entrada de sus diarios personales, Carroll menciona ese aparato de su invención. Lo llama ‘nictógrafo’, pero no consigna la forma de su mecanismo. Casi un siglo más tarde, un entonces joven poeta argentino editaba su primer libro con destino de leyenda. Se titulaba Escrito con un nictófrafo, y lo firmaba Arturo Carrera. Su círculo de confianza aseguraba que en el taller de Carrera había un nictógrafo, pero tampoco sabemos su mecanismo. La saga podría terminar ahí, pero como toda cifra secreta faltaba la tercera aparición. Y el camino del artefacto se extiende hasta nuestros días: sin ninguna certidumbre de futuro, un músico argentino escribía canciones en soledad y sin por qué. Esas canciones, dice Lucio Mantel, “fueron compuestas sin saber si alguien las iba a escuchar alguna vez, escritas en una virtual oscuridad que evoca la luz”. Cuando la marea encontró su cauce, Lucio Mantel grabó ese puñado de canciones y bautizó el disco como Nictógrafo. Todo parecía cobrar sentido: el nictógrafo es su utilidad. Ese es su mecanismo, escribir a ciegas.
Y ya desde el comienzo de este, su primer disco, Lucio Mantel traza la geografía de su música y de su anhelo poético. Llega cabalgando sobre un trío acústico (guitarra española, contrabajo y percusión) que insinúa una acentuación de chacarera. Sin embargo, la intención vocal evoca a los padres del rock argentino, y hasta el verso que abre es elocuente: “vine escapando de una mancha oscura y espesa”. Antes de lanzarse como solista, Lucio Mantel era el líder de QUE, un grupo de rock progresivo que tuvo sus quince minutos de fama a comienzos de la década. Sin embargo, en algún momento entendió que esa música ya no lo representaba. “Me sentía rarísimo –recuerda-, porque nunca estuve en paz con eso. Ya estaba peleado con el rock”. Justamente, Mantel pertenece a la camada de trovadores rioplatenses que advirtieron esa paradoja y se lanzaron al camino a buscar otra cosa. Algunos encontraron la chanson o el jazz, otros la música contemporánea y el cabaret berlinés. Sin embargo, metabolizaron todo desde su escuela rockera, y cada uno puso por delante la canción. En el caso de Lucio, el acento fue puesto sobre las músicas de raíz folclórica, aunque en el tránsito aparezcan alientos del Brasil, el Mediterráneo y hasta Medio Oriente.
-Hay un gran hueco entre la separación de QUE y la salida de tu disco. ¿Qué pasó en el medio?
-Empieza la fantasía que yo venía trayendo, incluso desde tres años antes de que se disuelva QUE. La fantasía de tocar como solista y de hacer un ensamble acústico. Pero yo soy muy inseguro, y se bien que la historia en la música tiene que ver con quemar etapas y pasar por diferentes procesos. O sea, generalmente no te gusta lo que hiciste antes. Entonces ya ponerle tu nombre a algo que después no te va a gustar, era una barrera que me costaba mucho pasar.
-¿Y cómo te animaste?
-… corté con una novia y me fui a Brasil. En Brasil yo miraba el futuro y había un vacío terrible: no tenía proyecto de pareja, no tenía proyectos musicales que me atraigan mucho, pero a la vez no paraba de componer. Y no mostraba esas canciones. Recién en Brasil empecé a abrirlas, a tocarlas en guitarreadas, y la respuesta era igual de intensa y sorprendente siempre. Para mí, significó esto: ‘dejá de pensar en vos; pensá en que la música tiene que tener su destino’. Me cayó la ficha ahí, y como por delante tenía un vacio muy grande, era ideal para juntarme con eso. -Tus canciones tienen elementos de música folclórica, pero no se asumen como folclóricas. ¿Cuál es tu relación con ese mundo?
-Lo que digo siempre es que soy porteño, y cuando digo que no tengo nada que ver con el folclore me refiero a que hay gente que si nació y se crio en peñas. Esa es gente que conoce el folclore de verdad. Nosotros conocemos el rebote, un eco. Yo soy fanático de ese eco, pero soy consciente de que es eso: un eco. Lo que nos queda a nosotros es escuchar a los traductores. Y para mí, una gran traductora es Liliana Herrero. Por ahí escuché una zamba de Falú-Dávalos antes de ser cantada por Liliana Herrero, y me gustaba. Pero cuando la escuché por Liliana me cayeron veinte fichas juntas. Digo Liliana Herrero como puedo decir Juan Quintero u otros músicos así, que son importantísimos para nosotros. Y en un momento fui consciente de que quería plasmar eso.
-Algunas canciones tienen elementos que remiten a la música árabe. ¿De dónde viene?
-Una milonga que compuse dice “mi abuelo nació en Turquía, mi abuela creció en Atenas”. Y lo dice porque es real. Tenía tres abuelos turcos y una abuela griega, aunque no sé si tiene que ver con eso. En una época, uno de mis trabajos fue como guitarrista acompañante de una cantante judeo-española. Sefaradí. Quizás algo haya quedado algo de todo eso, porque muchas cosas me encantaban. Pero en la composición no se… las influencias también son como rebotes. A veces inexplicables. Por ejemplo, yo conozco muy poco de Vitor Ramil, aunque las cosas que escuché me encantan. Y hace poco me di cuenta que hay una melodía de Nictógrafo, muy parecida a una de Ramil. O sea, entre mis influencias yo no pondría a Vitor Ramil, pero ahí estaba. Entonces las influencias, en el contexto actual, son rebotes. Desde luego, otra cosa son los faros referenciales.
-Hay una constante en tu poética: la analogía entre el paisaje y el ánimo. ¿Cuándo te empezaste a dar cuenta de eso?
-Compongo mucho sobre la relación entre el afuera y el adentro. Una canción nueva se llama, justamente, “Afuera y adentro”. Y lo que dice la canción es que lo que nos rodea es un invento; o es un invento de nuestra mente o es un invento de un dios o lo que fuera. La canción dice “esto pasa acá o en las olas de nuestras mentes / afuera o adentro todo es un invento”. Para mí, es hasta un lugar común, relacionado con mi temperamento, con mi forma de pensar las cosas. Creo que en el momento de la composición hay una palabra que hace poco se me reveló: ‘comunicación’. La necesidad de que la canción comunique. En la época de QUE eso me importaba poco. Pero en este contexto, me pregunto si la forma en que percibo las cosas es parecida a la forma en que la perciben los demás.
-El disco nuevo, ¿va por ese camino?
-Ahora lo veo muy ecléctico… no sé hasta qué punto las canciones van a tener una integridad tan clara como Nictógrafo. Tampoco puedo tener mucha noción de lo que va a ser, al menos hasta que escuche todos los temas juntos. Me acompleja un poco escucharlo y verlo muy oscuro. Por ahí comercialmente va a ser difícil, pero uno tiene que ser sincero con el momento que está pasando. Aparte de eso, soy muy inseguro. Tengo un proceso de composición muy solitario, donde me cuestiono todo el tiempo. Justamente, parte del nombre que pienso para el disco tiene que ver con eso, con la pérdida de la mirada en perspectiva. De hecho, hay temas de Nictógrafo que no me gustaban mucho, pero me gustaron a partir del estreno. “Nadie en el espejo”, uno de los temas que más pegaron, al principio no lo quería. Ahora me parece uno de los temas más lindos que hice. Con el tiempo me reencontré con la persona que lo compuso, y no es la misma que dijo que el tema era medio pavo.
EL SILENCIO
Cuando habla de su formación, la palabra que Lucio Mantel tiene en la palma de su lengua es ‘ecléctica’. Por ejemplo, en la casa paterna siempre se escuchó rock argentino. Sus hermanos mayores eran fanáticos de artistas como Charly García y Fito Páez. “Después, a eso de los 16 años, apareció Spinetta –recuerda-, y hubo un momento en que tuve que buscar la forma de extirpármelo”. Todo ese período de exploración autodidacta fue sistematizándose cuando ingresó a la Escuela de Música de Buenos Aires (la EMBA). Allí, mientras formaba QUE con sus compañeros de cursada, comenzaba un largo camino de búsqueda en la música académica y contemporánea. Luego los senderos se fueron abriendo naturalmente: “mientras se estaba disolviendo QUE, estaba simultáneamente en un grupo de tango, otro de música brasilera, uno de folclore latinoamericano y otro de boleros”.
-Pero entonces, ¿qué era lo que realmente te interesaba?
-Para dar una idea más global, a los 19 años me pasó algo importante escuchando Fina estampa, de Caetano Veloso. Por entonces, también había escuchado unos boleros de Bola de nieve, y me conmovieron muchísimo. Era raro, porque si antes me preguntaban qué genero no me gustaba, yo decía ‘bolero’. Pero la ficha que me cayó y es clave en mi formación y en mi historia como músico, es que el género es una circunstancia. Quiero decir, si vos naciste con una sensibilidad especial y lo que escuchaste toda tu vida fueron boleros, vas a hacer unos boleros increíbles. Entonces el género no puede ser lindo o feo en sí mismo, aunque obviamente uno puede tener mayor afinidad con alguno. Y esa revelación fue muy paralela a lo que estaba componiendo, cuando empezaba un recorrido por los folclores del mundo. Con el tiempo fui aprendiendo que cuando escuchás el folclore de algún lugar, podés entrar a una cultura de lleno: incluso ver cómo son los paisajes. Eso fue una de las cosas que en los últimos años me anduvieron rondando en la cabeza, aunque Nictógrafo no sea un disco de folclore ni de world music. Quería absorber esos lenguajes y también la búsqueda de algo esencial que tienen los folclores y que, en general, perdimos en las ciudades.
-¿Por razones de ese tipo se separó QUE?
-Hay un quiebre, una anécdota que pinta de cuerpo entero esa separación. Yo toco mucha samba y música brasilera, hablo portugués… soy medio fan de esa cultura. Y una semana antes de irme a unas vacaciones en Brasil, hicimos un demo para grabar el segundo disco de QUE. Ese demo es la cosa más oscura que compuse en mi vida, y conceptualmente fue lo mejor a lo que llegamos. Después me fui de vacaciones y estuve un mes tocando samba, con la playa a un paso y la cabeza muy fresca. Cuando volví el demo ya estaba listo, y nos sentamos a escucharlo. Fue tan fuerte escucharme gritando esas cosas que dije ‘yo no me subo a un escenario a cantar esto’. Me encantaba, pero yo no quería estar ahí. Una de las canciones era la música que le puse a “Invitación al vómito” de Girondo.
-¿Tu plan era hacer algo más vinculado a cierta idea clásica de belleza?
-No necesariamente. De hecho, uno de los grandes aportes de la cultura del siglo XX es otra idea de la belleza. O que el arte no necesariamente tiene que representar la belleza. Y justo por eso, elegí esa poesía de Girondo. En esa época, era muy moderno hacer un poema feo y que hable de cosas desagradables. Lo que sucedía entonces es que yo ya estaba peleado con el rock. Hoy, eso de tocar fuerte… creo que el rock, intentando golpear con el volumen, al final termina favoreciendo lo que en un principio combatía.
-Cuando empecé a acercarme a los conciertos de contemporáneos tuyos, me sorprendió descubrir que la gente se conectaba desde el silencio. Justamente, al tocar casi sin amplificación y con cierta intención, se obligaba a prestar una atención real.
-Son dos puntos claves para mí. Hace poco me invitaron a una facultad de publicidad, a dar una charla sobre creatividad. Me empezaron a preguntaron desde que lugar componía, desde qué pertenencia social. Pero yo les decía a los chicos que, en un momento de tal exceso de información, donde es mucha más la cantidad que la calidad de la información, donde la información no dice nada, lo mejor que uno puede hacer es decir algo solamente si se tiene algo para decir. Y les pego mucho, porque fue una especie de ataque. Uno se acercó y me dijo: ‘pero si mi trabajo es vender un jabón en polvo, tengo que inventar la necesidad y el deseo en una chica para que lo compre’. ‘Bueno, -le dije-, por eso no soy publicista’. Creo que algo que aparenta ser un mensaje y no dice nada es lo peor que se puede hacer. Es dañino, nocivo. Entonces vuelvo a Caetano. En la última canción de Livro, empieza a enumerar “Gal cantando ‘Candeias’, Milton ‘O que será?’… mejor que eso sólo el silencio, y mejor que el silencio, sólo Joao” (sic). Tendría 21 años cuando leí eso en un reportaje, y pensé ‘estoy seguro que esto, de a poco, me va a ir cayendo’. Y era verdad: me transformó. Hoy equilibra toda mi historia.