lunes, 11 de octubre de 2010

CUCHI LEGUIZAMÓN: un brindis

La semana pasada se cumplieron diez años de la muerte del gran compositor salteño. Sin embargo, su obra parece más vital que nunca. Las nuevas lecturas de algunos discos y homenajes, lo ubican en el sitio que mejor le queda: haciendo equilibrio entre la tradición y la modernidad. Graziano intentó escribir algo digno al respecto. No sabemos si lo logró, pero, de todas formas, se publicó en la revista Rumbos.

EL SILBADOR

Por Martín E. Graziano

El tiempo va borrando los rasgos de una cara. Alisa los vértices y el temperamento como el viento erosiona una montaña. Sin embargo, con el Cuchi Leguizamón no pudo. Lo confinó a una silla de ruedas y casi a la ceguera, desafinó su piano y le dejó una jubilación precaria, pero su semblante de Lucifer de provincia seguía ardiendo como siempre. “A la vejez no me queda más que hacer música hasta que me toque pulsear con la nada –decía, desafiante-. Y le voy a ganar a la nada porque ella estará allí en lo suyo, y yo estaré silbando alguna cosa".
Finalmente, Gustavo ‘Cuchi’ Leguizamón murió el 27 de septiembre del 2000 en Salta, la misma ciudad donde había nacido 83 años antes. Desde entonces no hubo más su cocina exquisita ni su humor explosivo. Tampoco sus noches de bar ni los modales de enfant terrible. Pero de a poco, la justicia poética comenzó a poner algunas cosas en su lugar. Los músicos más interesantes de las nuevas generaciones tomaron su obra no para hacer un rescate arqueológico, sino para decir sus propias cosas. Primero fueron Liliana Herrero y Juan Falú, luego Acá Seca, Quique Sinesi, y hasta los jazzistas Guillermo Klein y Adrián Iaies. Así, diez años después de su muerte, la lengua del Cuchi no sólo se sigue hablando: está más viva que nunca.

EL AVENIDO
De su madre, la maestra Tomasa Toledo y Pimentel, Leguizamón heredó por lo menos tres cosas: el canto de los pájaros, el gusto por los libros y el apodo. De su viejo José María, un contador público de reputación insobornable, cierto concepto de la honestidad. Con ellos y sus cuatro hermanos, el Cuchi vivió su infancia salteña en una casona de la calle Alberdi. Era una familia con alguna estirpe patricia, que hacia arriba del árbol genealógico tenía científicos, comerciantes, un gobernador provincial y hasta llegaba a codearse con el virreinato del Alto Perú.
El Cuchi había nacido en 1917, cuando este país no era el mismo: era la Argentina en potencia del primer Centenario. Por entonces, cada casa que se preciara tenía un piano en la sala principal. El pequeño Gustavo, que a esa altura y para siempre ya fue el Cuchi, empezó a encontrar sus primeros rudimentos en las teclas cuando cumplió los cinco. También se fascinó con la doble vida de la ciudad, que mientras olía a pan casero obedecía su ritmo burocrático, pero cuando salían las criaturas de la noche, se fundía con el vino y las bagualas. Por eso, cuando anunció que viajaba a La Plata para estudiar Derecho, su padre replicó: ‘vos estás loco; si sos músico…’. Igual viajó, se recibió, fue litigante y hasta diputado provincial. Pero, a la larga, le dio la razón: “me harté de vivir de la discordia humana –dijo-. Me produce una gran satisfacción ver una vieja en el mercado tarareando una música mía”.
Así, entretejidas con sus clases de Historia en el Colegio Nacional de Salta, comenzó a esbozar su propia mirada sobre la música de la región. Gran escuchador de Satie, Bela Bartok y Duke Ellington, el Cuchi desarrolló una forma cubista de pensar la zamba y de convertir al piano en un instrumento casi rural. No menos importante, por entonces conoció a Manuel Castilla, un poeta barbado, hijo de ferroviarios y amante de la bohemia. Juntos desarrollaron un culto a la amistad que terminó en una simbiosis notable. De hecho algunos años más tarde, cuando un periodista fue a buscar a Castilla, el poeta dijo: “yo ya no quiero hacer reportajes, pero hágaselo al Cuchi que lo que él diga yo lo suscribo”.
La dupla le dio forma a un cancionero esencial que, es materia base para sostener el folklore argentino. Y acaso su lección más importante sea que lo construyeron equilibrando levedad y profundidad. Cómplices de la noche, manejaron una idea de la canción necesaria, para los ritos y para las cosas. Una manera de nombrar al mundo y, en el proceso, crear uno nuevo. Así nacieron canciones para el zorro, para el pañuelo, para un bar y hasta una mujer solitaria que aún recoge flores de alfalfa. Ateos y dionisíacos, también le escribieron al vino, al ‘que no hace nada’, al duende y a los expedientes. El Cuchi y el Barbudo componían jugando, con toda la seriedad con la que juegan los niños y los santos.
“Tal vez lo que más emocione de estos señores sea el amor a su pago elevado a un sentido estético local y cósmico a la vez –escribió Juan Falú, en el disco que dedicaron con Liliana Herrero a su repertorio-, como si fuesen la prolongación de una baguala o la eternización de la copla. Lo cósmico que supone origen y extensión se expone, en esta obra, como la metáfora mayor de un folklore que es raíz y fruto. Son lo ancestral y lo nuevo. Y lo curioso es que, a medida que envejezcan, esas letras y esas músicas serán posiblemente las más nuevas”.
Como corresponde, el mejor vehículo expresivo para ese primer repertorio nació en una larga sobremesa de 1967. Entremezclados con muchos amigos estaban Patricio Jiménez y el Chacho Echenique, que promediando la velada tocaron su versión de la “Zamba del silbador”. Leguizamón y Castilla encontraron la horma de su zapato. El Dúo Salteño era capaz de tensar, a un tiempo, complejidad armónica y hervor popular. Aliados con el Cuchi, grabaron páginas imperecederas y dieron algunos conciertos inolvidables. Pero, con los años oscuros de la Triple A esperando en la puerta de la historia, el Dúo Salteño se fue diluyendo como buena parte del folklore. Se venían años oscuros.

¿DÓNDE IREMOS A PARAR?
Leguizamón supo colaborar con otros poetas (Tejada Gómez, Nella Castro, Dávalos) y hasta escribió sus propios versos. Pero, con Yupanqui, consideraba que el mejor elogio para un compositor era que su obra alcanzara el anonimato. “Una vez venía bastante enojado con todos estos inconvenientes que tiene la vida y un changuito pasó en bicicleta, silbando la ‘Zamba del pañuelo’ –recordó en una entrevista-. Entonces lo paro y le pregunto qué es lo que silba: ‘no sé, me gusta y por eso lo silbo’, me contestó. Ya ves, ésa es la función social de la música".
Sin embargo, poco tenía que ver su concepción de popular con la idea actual de los medios. En nuestros días, popular se ha confundido con masificado. Es decir, con aquello introducido en la circulación mediática por la fuerza del dinero. Por el contrario, incluso en sus momentos de mayor popularidad, Leguizamón nunca se incorporó a la lógica del mercado, guardó recortes ni hizo campañas de prensa para engrosar su curriculum.
Sin hacer juicio de valoración, su obra es folklore en el sentido más estricto de la palabra. Es decir, no se trata de un músico trabajando sobre materiales nativos para editar discos y armar una carrera más o menos respetable. Un trabajo de esa naturaleza puede arrojar resultados geniales, buenos o incluso deleznables, pero no folklore. Yupanqui diría: “las empanadas que vende Doña Juana en la Casa Echeverría, pueden ser muy buenas y ricas, pero no son folklóricas. No son folklóricas porque están hechas con una máquina y algunas empleadas. Pero cuando una criolla las hace cantando o rezando porque se casa su hijo, esas si son folklóricas”. Y el Cuchi Leguizamón componía sus canciones útiles (como un jarrón o una serenata) al calor del vino sacramental y los amigos, en el silencio salteño de la tardecita y los yuyos secos.
“Hay que defender la tradición porque es nuestro antecedente inmediato de la experiencia –explicaba-. Yo soy producto de lo que fue mi abuelo, y los que vengan tienen que ser hijos de mi tradición, si no, ¿de dónde vienen?, ¿qué son?”. Sin embargo, su idea de la tradición no era la de las costumbres congeladas: “las tradiciones no son las costumbres envejecidas, algunas de ellas estúpidas, sino las que se conservan por ser útiles y beneficiosas para todos. Me gustaría que los que consideran que andar con ropa de gaucho es ser más auténtico, anduviesen con poncho en el verano, así, cuando la cabeza les transpire, se darán cuenta que la tienen”.
Accionado por ese afán de cambio, el Cuchi llegó a seleccionar chicos con buen sentido del ritmo para apostarlos en las iglesias salteñas. Se munió de algunos walkie-takies y realizó desde los campanarios un pequeño concierto gigante. También programó una interpretación de su “Zamba del silbador” con silbatos de locomotoras, aunque la experiencia se terminó diluyendo entre guitarreadas, vino y asado.
Llegando al crepúsculo de su vida, era una contradicción caminante: era Ciudadano Ilustre premiado a cada paso, pero no le alcanzaba para vivir de la música y sus discos no estaban en ningún lado. El Cuchi, que siempre había estado fundido al paisaje de Salta, comenzaba a desdibujarse. “Hay que vivir con una gran levedad, para que nadie se dé cuenta y todo el mundo participe”, había dicho. No se equivocaba. Después de todo, había escrito su propio horóscopo.

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