Hoy (ahora) es 8 de diciembre. Se cumplen treinta años de la muerte de Lennon y muchos elevarán sus endechas. Graziano quiso aportar algunas palabras distintas. No sabemos si lo logró, pero se acaba de publicar en Rumbos.
CINCO BALAS ANTIGUAS
Por Martín E. Graziano
A fines de 1960, Jorge Luis Borges entregó a la imprenta un curioso libro de misceláneas que tituló El hacedor. El volumen era tan breve como fascinante, pero eso no es lo que nos importa ahora. Ahora nos importa sólo el texto que cerraba ese libro. Allí, Borges aseguraba que la trasmigración no era patrimonio exclusivo de los hombres: las cosas, decía, también podían reencarnar. Entonces acompañaba el camino de una bala, río arriba en la historia de la humanidad. Antes, decía, había sido una bayoneta, una cuchilla triangular y los clavos que atravesaron la carne de Cristo contra el madero. También la copa de cicuta que bebió Sócrates. Al final, el escritor ciego concluía: “en el alba del tiempo fue la piedra que Caín lanzó contra Abel y será muchas cosas que hoy ni siquiera imaginamos y que podrán concluir con los hombres y con su prodigioso y frágil destino”.
Borges sospechaba que la piedra volvería a aparecer; y no se equivocaba. Para ser precisos, volvió la noche del 8 de diciembre de 1980, en la puerta del Edificio Dakota de New York. Aquella vez, la piedra fue las cinco balas que mataron a John Lennon. Las disparó un don nadie llamado Mark David Chapman, articulando un crimen tan absurdo que parecía compensar un silencioso plan divino. Las explicaciones eran sólidas, pero no alcanzaban a medir la dimensión de la pérdida: para evitar que Lennon siguiera destrozando al mito, a Chapman no le quedó más remedio que matar la persona. La tragedia es que, además de un símbolo, Lennon era uno de nuestros mejores hombres. Imperfecto y bellísimo, lleno de contradicciones, de humor, de rabia, de amor, de dolor y de música. No hace falta decir que lo extrañamos.
ROMPER EL MOLDE
“Todo tiene logo”, canta Kevin Johansen, y sabe que tiene razón: ni siquiera Lennon pudo zafar. Lamentablemente, el ícono a veces impide pensar y levanta un velo entre el público y la persona. Por ejemplo, si bien el inconsciente colectivo asocia a Lennon con el flower power, lo cierto es que su mirada y posterior activismo tenían más que ver con otra cosa. Como cualquier joven de los ’60, surfeó la ola del Verano del Amor -aunque después lo rechazara-, pero la verdad es que era un héroe de la clase trabajadora.
John Winston Lennon venía de un hogar humilde de Liverpool, golpeado duramente por la II Guerra Mundial. Abandonado por su padre y con la figura fluctuante de su madre (hasta su muerte en un accidente), se curtió en el ripio de la calle y se convirtió en un muchacho bravo y sensible de la ciudad portuaria. No en vano después cantaría eso de: “te lastiman en casa y te pegan en la escuela, / te odian si sos listo y desprecian al tonto”. Los modos elementales del rock & roll y la música skiffle (una variante accesible del jazz y el blues) le abrieron las puertas a él y a toda una generación de jóvenes ingleses desclasados. Con ese envión, John encontró la horma de su zapato y formó The Quarrymen, el embrión de los Beatles. A partir de entonces, aún cuando los Beatles navegaran los territorios del pop, Lennon siempre iba a filtrar su honestidad visceral. Y nadie esperaba que el jovencito que tocaba la guitarra eléctrica con sus amigos hablara sobre ‘cosas incómodas’. Lennon fue el primero y fue mordaz, lo que le valió tanto la atención del mundo inconformista como la persecución de los conservadores.
Justamente, esa tensión entre las máscaras del pop y la crudeza del rock & roll (y las músicas ‘francas’) iba ser una de las claves de los Beatles. El otro vértice era, claro, el tráfico cultural entre el arte popular y el llamado arte ‘culto’. Esos diálogos parecían tener su correlato en el equilibrio perfecto y precario que establecieron con McCartney. Una relación de admiración y rivalidad que, mientras duró, permitió canciones imperecederas que nos cambiaron para siempre. Es decir, aunque los sentimientos de Lennon hacia Paul pendularan entre el rencor y la hermandad, lo cierto es era su contrapeso ideal. Y si a esa ecuación sumamos ese tercer elemento que era George Harrison, estamos ante la entidad artística más poderosa del siglo XX.
Cada uno representaba una idea diferente de vanguardia: como dice el crítico Diego Fischerman, la vanguardia académica y la anti-académica. En ese sentido, el ingreso de Yoko Ono a su vida es una revelación. Además del amor, Lennon encontró en ella los vehículos ideales para llevar su música al nivel que deseaba. En los circuitos del arte conceptual, Yoko no era una improvisada y ya tenía bien ganado su prestigio, así que entre ambos desarrollaron una simbiosis notable.
Muy pronto Lennon percibió que el estrellato pop era una cárcel. Una celda de lujo, pero una cárcel. Entonces tomó el toro por las astas y empezó a desconcertar al mercado: comenzó a editar sus dibujos, grabó discos inescuchables, actuó como soldado en una película, formó un super-grupo efímero y, finalmente, hizo estallar a los Beatles. La tapa de Two virgins, esa desnudez frontal para el mundo, quería decirnos algo: ‘más allá de todo lo que digan, soy un hombre’.
EL GRITO PRIMAL
Hay que tener coraje para, cuando todos te ubican en el pedestal del ídolo, abrir tu primer disco solista gritando por tu mamá. Y “Mother” era sólo el comienzo de Plastic Ono Band (1970), su álbum más visceral y quizás el mejor. Por entonces, Lennon se encontraba en plena destrucción del mito beatle, cantando cosas como “yo era la morsa, pero ahora sólo soy John”. Incluso en una famosa entrevista para Rolling Stone, publicada en enero del ‘71, fue capaz de decir: “unos grandísimos hijos de puta, eso eran los Beatles”. A la distancia la frase no parece gran cosa, pero un gesto de esa naturaleza entonces significaba un desafío verdadero para sus propios seguidores. Lennon les pedía que dejaran de creer en cuentos de hadas, que dejaran de ser meros fans porque era momento de crecer. De cosechar lo sembrado durante los ’60. Él mismo estaba tratando de hacerlo.
Para huir de la espiral de rumores tras la separación de los Beatles, en agosto del ’71 Lennon y Yoko se fueron a vivir a New York. Su posición pública frente a la guerra de Vietnam y la amistad que cultivó con enemigos públicos de los EEUU (como Jerry Rubin y Bobby Seale, líder de los Panteras Negras) le valieron un atento monitoreo del FBI durante el gobierno de Nixon. La actitud disidente de Lennon tenía que ver con aquella Desobediencia Civil que había pasado por las manos de Thoreau, Gandhi y Martin Luther King. En esa idea de revolución la violencia no tenía lugar, y para comunicar sus consignas entendió que al fin podía usar su fama para algo positivo. Por ejemplo, tomó su propia Luna de Miel con Yoko y la convirtió en auténtico arte pop. Los medios fueron convocados a su cuarto de hotel y partieron raudos en busca de comida amarilla: encontraron a la pareja en la cama, pidiendo “una oportunidad para la paz”. Desde entonces, la política de migraciones norteamericana lo envolvió en un proceso de kafkiano de extradición. Fueron cinco años con las valijas hechas hasta que, luego de la caída de Nixon, le entregaron su ‘green card’.
En todo ese tiempo, y a diferencia de la mayor parte de los músicos actuales de rock (que hacen disco, videoclip y gira con obediencia devota), Lennon hizo estrictamente lo que quiso. Firmó un par de discos perfectos, se dedicó al activismo cívico y luego se metió en una larga noche de juergas que duró 18 meses. Grabó las canciones favoritas de su adolescencia, produjo los álbumes de algunos amigos y, cuando finalmente volvió a casa, tuvo su primer hijo con Yoko. Sean nació en 1975, y Lennon pasó los siguientes cinco años dedicado a ser padre por tiempo completo. Es decir, el artista no se acomodaba al mercado: el mercado tenía que acomodarse a él.
En octubre de 1980 decidió que era tiempo de volver a hacer música y lo hizo. Double fantasy, el disco del regreso, tenía una canción que decía: “la gente piensa que estoy loco por hacer lo que hago / y me hacen toda clase de advertencias para salvarme de la ruina. / Cuando les digo que estoy bien me miran extrañados / yo sólo estoy aquí sentado viendo las ruedas girar / y me encanta verlas girar”. Las cosas parecían marchar fantásticas. Lennon había encontrado la paz, y la había encontrado en casa. Era un ciudadano feliz de New York, que caminaba por las calles sin guardaespaldas mientras escribía el soundtrack de nuestras vidas.
Para muchos hombres y mujeres, todo su camino era una larga parábola. Su tema era la libertad y su enseñanza era sencilla: podemos inventar nuestra propia forma de vivir. Pero, como cantaba Brassens, “a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe”. Entonces vino Chapman y, acaso sin saber que designio estaba cumpliendo, disparó cinco veces.
Cinco balas antiguas.
Por Martín E. Graziano
A fines de 1960, Jorge Luis Borges entregó a la imprenta un curioso libro de misceláneas que tituló El hacedor. El volumen era tan breve como fascinante, pero eso no es lo que nos importa ahora. Ahora nos importa sólo el texto que cerraba ese libro. Allí, Borges aseguraba que la trasmigración no era patrimonio exclusivo de los hombres: las cosas, decía, también podían reencarnar. Entonces acompañaba el camino de una bala, río arriba en la historia de la humanidad. Antes, decía, había sido una bayoneta, una cuchilla triangular y los clavos que atravesaron la carne de Cristo contra el madero. También la copa de cicuta que bebió Sócrates. Al final, el escritor ciego concluía: “en el alba del tiempo fue la piedra que Caín lanzó contra Abel y será muchas cosas que hoy ni siquiera imaginamos y que podrán concluir con los hombres y con su prodigioso y frágil destino”.
Borges sospechaba que la piedra volvería a aparecer; y no se equivocaba. Para ser precisos, volvió la noche del 8 de diciembre de 1980, en la puerta del Edificio Dakota de New York. Aquella vez, la piedra fue las cinco balas que mataron a John Lennon. Las disparó un don nadie llamado Mark David Chapman, articulando un crimen tan absurdo que parecía compensar un silencioso plan divino. Las explicaciones eran sólidas, pero no alcanzaban a medir la dimensión de la pérdida: para evitar que Lennon siguiera destrozando al mito, a Chapman no le quedó más remedio que matar la persona. La tragedia es que, además de un símbolo, Lennon era uno de nuestros mejores hombres. Imperfecto y bellísimo, lleno de contradicciones, de humor, de rabia, de amor, de dolor y de música. No hace falta decir que lo extrañamos.
ROMPER EL MOLDE
“Todo tiene logo”, canta Kevin Johansen, y sabe que tiene razón: ni siquiera Lennon pudo zafar. Lamentablemente, el ícono a veces impide pensar y levanta un velo entre el público y la persona. Por ejemplo, si bien el inconsciente colectivo asocia a Lennon con el flower power, lo cierto es que su mirada y posterior activismo tenían más que ver con otra cosa. Como cualquier joven de los ’60, surfeó la ola del Verano del Amor -aunque después lo rechazara-, pero la verdad es que era un héroe de la clase trabajadora.
John Winston Lennon venía de un hogar humilde de Liverpool, golpeado duramente por la II Guerra Mundial. Abandonado por su padre y con la figura fluctuante de su madre (hasta su muerte en un accidente), se curtió en el ripio de la calle y se convirtió en un muchacho bravo y sensible de la ciudad portuaria. No en vano después cantaría eso de: “te lastiman en casa y te pegan en la escuela, / te odian si sos listo y desprecian al tonto”. Los modos elementales del rock & roll y la música skiffle (una variante accesible del jazz y el blues) le abrieron las puertas a él y a toda una generación de jóvenes ingleses desclasados. Con ese envión, John encontró la horma de su zapato y formó The Quarrymen, el embrión de los Beatles. A partir de entonces, aún cuando los Beatles navegaran los territorios del pop, Lennon siempre iba a filtrar su honestidad visceral. Y nadie esperaba que el jovencito que tocaba la guitarra eléctrica con sus amigos hablara sobre ‘cosas incómodas’. Lennon fue el primero y fue mordaz, lo que le valió tanto la atención del mundo inconformista como la persecución de los conservadores.
Justamente, esa tensión entre las máscaras del pop y la crudeza del rock & roll (y las músicas ‘francas’) iba ser una de las claves de los Beatles. El otro vértice era, claro, el tráfico cultural entre el arte popular y el llamado arte ‘culto’. Esos diálogos parecían tener su correlato en el equilibrio perfecto y precario que establecieron con McCartney. Una relación de admiración y rivalidad que, mientras duró, permitió canciones imperecederas que nos cambiaron para siempre. Es decir, aunque los sentimientos de Lennon hacia Paul pendularan entre el rencor y la hermandad, lo cierto es era su contrapeso ideal. Y si a esa ecuación sumamos ese tercer elemento que era George Harrison, estamos ante la entidad artística más poderosa del siglo XX.
Cada uno representaba una idea diferente de vanguardia: como dice el crítico Diego Fischerman, la vanguardia académica y la anti-académica. En ese sentido, el ingreso de Yoko Ono a su vida es una revelación. Además del amor, Lennon encontró en ella los vehículos ideales para llevar su música al nivel que deseaba. En los circuitos del arte conceptual, Yoko no era una improvisada y ya tenía bien ganado su prestigio, así que entre ambos desarrollaron una simbiosis notable.
Muy pronto Lennon percibió que el estrellato pop era una cárcel. Una celda de lujo, pero una cárcel. Entonces tomó el toro por las astas y empezó a desconcertar al mercado: comenzó a editar sus dibujos, grabó discos inescuchables, actuó como soldado en una película, formó un super-grupo efímero y, finalmente, hizo estallar a los Beatles. La tapa de Two virgins, esa desnudez frontal para el mundo, quería decirnos algo: ‘más allá de todo lo que digan, soy un hombre’.
EL GRITO PRIMAL
Hay que tener coraje para, cuando todos te ubican en el pedestal del ídolo, abrir tu primer disco solista gritando por tu mamá. Y “Mother” era sólo el comienzo de Plastic Ono Band (1970), su álbum más visceral y quizás el mejor. Por entonces, Lennon se encontraba en plena destrucción del mito beatle, cantando cosas como “yo era la morsa, pero ahora sólo soy John”. Incluso en una famosa entrevista para Rolling Stone, publicada en enero del ‘71, fue capaz de decir: “unos grandísimos hijos de puta, eso eran los Beatles”. A la distancia la frase no parece gran cosa, pero un gesto de esa naturaleza entonces significaba un desafío verdadero para sus propios seguidores. Lennon les pedía que dejaran de creer en cuentos de hadas, que dejaran de ser meros fans porque era momento de crecer. De cosechar lo sembrado durante los ’60. Él mismo estaba tratando de hacerlo.
Para huir de la espiral de rumores tras la separación de los Beatles, en agosto del ’71 Lennon y Yoko se fueron a vivir a New York. Su posición pública frente a la guerra de Vietnam y la amistad que cultivó con enemigos públicos de los EEUU (como Jerry Rubin y Bobby Seale, líder de los Panteras Negras) le valieron un atento monitoreo del FBI durante el gobierno de Nixon. La actitud disidente de Lennon tenía que ver con aquella Desobediencia Civil que había pasado por las manos de Thoreau, Gandhi y Martin Luther King. En esa idea de revolución la violencia no tenía lugar, y para comunicar sus consignas entendió que al fin podía usar su fama para algo positivo. Por ejemplo, tomó su propia Luna de Miel con Yoko y la convirtió en auténtico arte pop. Los medios fueron convocados a su cuarto de hotel y partieron raudos en busca de comida amarilla: encontraron a la pareja en la cama, pidiendo “una oportunidad para la paz”. Desde entonces, la política de migraciones norteamericana lo envolvió en un proceso de kafkiano de extradición. Fueron cinco años con las valijas hechas hasta que, luego de la caída de Nixon, le entregaron su ‘green card’.
En todo ese tiempo, y a diferencia de la mayor parte de los músicos actuales de rock (que hacen disco, videoclip y gira con obediencia devota), Lennon hizo estrictamente lo que quiso. Firmó un par de discos perfectos, se dedicó al activismo cívico y luego se metió en una larga noche de juergas que duró 18 meses. Grabó las canciones favoritas de su adolescencia, produjo los álbumes de algunos amigos y, cuando finalmente volvió a casa, tuvo su primer hijo con Yoko. Sean nació en 1975, y Lennon pasó los siguientes cinco años dedicado a ser padre por tiempo completo. Es decir, el artista no se acomodaba al mercado: el mercado tenía que acomodarse a él.
En octubre de 1980 decidió que era tiempo de volver a hacer música y lo hizo. Double fantasy, el disco del regreso, tenía una canción que decía: “la gente piensa que estoy loco por hacer lo que hago / y me hacen toda clase de advertencias para salvarme de la ruina. / Cuando les digo que estoy bien me miran extrañados / yo sólo estoy aquí sentado viendo las ruedas girar / y me encanta verlas girar”. Las cosas parecían marchar fantásticas. Lennon había encontrado la paz, y la había encontrado en casa. Era un ciudadano feliz de New York, que caminaba por las calles sin guardaespaldas mientras escribía el soundtrack de nuestras vidas.
Para muchos hombres y mujeres, todo su camino era una larga parábola. Su tema era la libertad y su enseñanza era sencilla: podemos inventar nuestra propia forma de vivir. Pero, como cantaba Brassens, “a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe”. Entonces vino Chapman y, acaso sin saber que designio estaba cumpliendo, disparó cinco veces.
Cinco balas antiguas.
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