Un rescate de 2009, si no nos equivocamos. Por entonces, la cantante venía de editar Remedio pal alma, un disco notable que pasó un poco desapercibido y siempre vale la pena volver a escuchar. Nuestro periodista la entrevistó en Mendoza y la nota se publicó en La Pulseada, con las fotos imperdibles de Eliana Graziano.
MELODÍAS SANADORAS
Por Martín E. Graziano
En los camarines, Verónica Condomí y sus músicos calientan motores alrededor del baile y el vino sacramental. En minutos, es su turno en la primera fecha del Americanto mendocino. Cuando pisa el escenario, descalza y con un encantador vestido de tejido blanco, parece una pocahontas guaraní sin domesticar: no hay concesiones festivaleras en el enfoque anguloso de los arreglos para chacareras, zambas y vidalas. Verónica ha atravesado un largo camino como para claudicar ahora, y elige mostrar exactamente quién es. O al menos, quien cree que es. Todo eso que germinó desde sus primeros pasos familiares hasta su acercamiento a MIA -el colectivo musical que la familia Vitale gestó durante los días arduos de la dictadura-, donde junto a Liliana Vitale creó un dúo de voces que aún goza de excelente salud. Todo aquello que creció con su paso por los revulsivos MPA del Chango Farías Gómez, con La Nota Negra a comienzos de los ’90, y con el trío exquisito que formó más tarde junto a Facundo Guevara y Ernesto Snajer. En fin, todo lo que le permitió reconocerse y lanzar su disco más personal durante el año pasado.
Lo que nos lleva, ahora sí, a Remedio pal alma. Un disco orgánico, preciosista y emotivo, arreglado con humildad desde un buen gusto notable. No por nada los músicos que funcionan como su columna vertebral son la propia Verónica y acaso dos de los instrumentistas más importantes de la actual escena folklórica: el percusionista Mariano ‘Tiki’ Cantero y el propio Snajer en la guitarra. No faltan los invitados, que aportan colores sin contaminar su aparición con operaciones de prensa. Así, Luna Monti y Juan Quintero hacen de “Andando”, la vidala de los hermanos Díaz, una joya diminuta y frágil. El uruguayo Hugo Fatorusso, Raly Barrionuevo y hasta Tavo Kupinsky (Los Piojos) también meten la cuchara en la olla. Y, como suele suceder en el caso de Condomí, un poderoso componente familiar subyace por todos lados. Remedio pal alma está atravesado por la memoria de su padre, el cantor y compositor Miguel Condomí, desaparecido durante la última dictadura. Verónica recupera dos de sus composiciones y, en la dedicatoria, dice a los asesinos: “nadie puede desatar lo que la sangre une”. A esa curación se une el resto de la familia. Por allí está cantando Emme (la hija que comparte con Lito Vitale), su hermano Quique aportando violín y hasta su madre Guillermina Vera.
A fin de cuentas, todo tiene el aroma de un asado familiar, aunque algo parece indicar, no se trató exactamente de una celebración. En el booklet del Remedio…, Verónica firmó las siguientes palabras: “Mientras grabamos esta música tuve la sensación de curarme de algo. No sé de qué, pero me siento muy bien”. El temperamento sosegado y balsámico del disco resultó, entonces, un verdadero remedio. “La música no me decepciona –dice Verónica, el día después del show en el Americanto-, me produce cosas que no puedo ni nombrar. Me revitaliza, es algo así como un cambio de piel, una transfusión. Realmente, atravesando la música, uno puede ser mejor persona y mejor ser humano. Creo que uno adolece de montones de cosas que no siempre son enfermedades, sino que son ‘enfermedades sociales’. En mí, por lo menos, tengo montones de heridas que tienen que ver con las cosas que me han tocado vivir. Y compartir la música con la gente que admiro, con los músicos amigos y con la familia son cosas que me hacen feliz y me curan”.
Verónica se detiene a repasar un relato que escuchó hace un tiempo. Tiene que ver con las águilas. Cuando alcanzan una edad avanzada, dice, se retiran a la soledad de la montaña durante algunos meses. Allí se arrancan una a una sus plumas, sus garras y hasta su pico para que vuelvan a crecer más fuertes. Cuando regresan al vuelo y a la caza, esa renovación les permite vivir muchos años más. “Creo que si bien hay un rumbo de la vida que nos toca a todos por igual -ir a la escuela, recorrer todo eso que está pautado socialmente-, a cada uno le toca un aprendizaje diferente. Frente a la vida y la muerte, quizás estamos sentados en el mismo lugar y observando lo mismo, pero cada uno aprende una cosa distinta. Por eso, creo que determinado momento de la vida cada ser humano hace su renovación. Y como la música es parte de mi vida, de mi manera de vivir, el título y todo lo que sucede en el disco, están muy embebido de eso”.
MIA Y LA FAMILIA
Desde temprano, Verónica despertó a la música. Y tuvo la fortuna de contar con una familia que muy pronto entendió la fascinación de la niña y, en lugar de demorar el impulso o cooptarlo, decidió propulsarlo. De esa forma, con apenas siete años comenzó a integrarse al coro de la escuela y cantar allí donde pudiera. Desde luego, no es casualidad entonces su actividad como docente y su preocupación por recuperar el canto colectivo dando clínicas por todo el país. “La familia tiene mucho que ver… es un lugar dónde energizarse. Uno llega a este mundo desde un lugar desconocido, atravesando un universo que es la madre que habita. Entonces, todo lo que tiene que ver con la sangre es central, porque nos une más allá de haber compartido o no la infancia, de hablar o no un mismo idioma de crianza. A mí la música me fue dada por ese entorno familiar. Cuando era chica, mis tíos, mis viejos y sus amigos se juntaban todos los fines de semana a guitarrear. Entonces yo le pedía a mi mamá que por favor me dejara sobre los almohadones a escuchar. Y en esas reuniones, lo que era muy grosso era que cantaban todos. No es que cantaba el que cantaba más lindo, y eso que mi viejo era cantor y compositor; cantaban todos. Entonces yo crecí embelesada por el canto de mi familia. Recién cuando entré en primer grado me di cuenta que la gente no cantaba en sus casas, ¡porque no se sabían ninguna canción!”.
Mientras atravesaba la adolescencia estudiando canto en el conservatorio, su compañero del coro Elbio Góstoli la invitó a un concierto muy diferente. Elbio era parte de MIA, el proyecto socio-musical nucleado alrededor de los Vitale, la gestión independiente y el rock progresivo. Verónica quedó encantada con el grupo y, particularmente, seducida por el tímido y jovencísimo tecladista. Al poco tiempo, Lito Vitale y Verónica Condomí eran novios, y cuando ella aún no llegaba a sus 17 años, pasó a formar parte de MIA. No tardó demasiado en forjar una gran amistad con su cuñada Liliana y, juntas, encontraron un espacio que decidieron cultivar. “Las dos veníamos con esto de la investigación vocal, y a mí me encantaba cómo cantaba ella –recuerda Condomí-. Ahí surgió la idea de hacer una exploración a través de nuestros propios instrumentos. Empezamos a hacer cosas muy locas, a improvisar mucho y a componer para el dúo”.
El dúo Condomí/Vitale registró los discos Danzas de Adelina (1981), Camasunqui (1984), y luego cada una emprendió su recorrido. Sin embargo, ese jardín de voces quedó siempre allí, resistiendo el paso del tiempo y las personas. Ahora preparan un disco nuevo que prometen para mediados de año y se llamará Humanas (voces). “Es un espacio que siempre está. Imaginate que somos amigas y somos familia. Más allá de que las parejas se hayan roto, ese lazo es muy fuerte. Entonces, cuando ensayamos, el espacio arranca con el mate, la charla, y hasta que empezamos a cantar por ahí pasaron dos horas. Nos conocemos mucho. Ha pasado agua debajo del puente, muchos incendios y muchos renacimientos de la mata nueva. Ojalá sea un lazo indisoluble. Nos permite seguir investigando desde un lugar donde, como mujeres, seguimos creciendo creativamente”.
LA SANGRE
A mediados de los ’80, Condomí se unió a un proyecto que estaba generando el Chango Farías Gómez. También fueron de la partida Jacinto Piedra, Peteco Carabajal, y Rubén ‘Mono’ Izarrualde, que terminaron conformando la base de los MPA (Músicos Populares Argentinos). Un grupo iconoclasta que, ya desde su nombre, se desmarcaba de las cárceles estilísticas para abordar el folklore argentino sin ataduras. “Hasta ese momento, en el folklore nadie tocaba la batería, el bajo y menos la guitarra eléctrica –apunta Condomí-. De hecho, fuimos muy combatidos. Aún hoy, cada vez que voy a Santiago del Estero, siempre viene alguien a pedirme perdón por no habernos entendido en aquella época. A nosotros nos abucheó una cancha de básquet llena, ¡todo un estadio! Y esa silbatina organizada fue porque los santiagueños, que son muy tradicionalistas, no podían soportar que dos de los suyos estuvieran haciendo algo como eso. Fue un quilombo tan grande que no pudimos tocar”.
Los MPA tuvieron una vida corta pero intensa. Grabaron dos discos referenciales (Nadie más que nadie -1985- y Antes que cante el gallo -1987-) y, con esa mochila de experiencias, cada integrante hizo su camino. “Ayer me regalaron un montón de fotos de esa época, fotos que nunca había visto –dice Verónica-. Se me caían las lágrimas. Estaba cantando descalza, con el bombo, igual que ahora pero a mis 25. Me mató porque me reconocí, porque cuando ves una foto volvés a palpitar la sonrisa, los sonidos, los olores, las fibras afectivas que circulaban. Y bueno, evidentemente hay algo que no se pierde en el transcurso de la vida, hay un lugar donde eso sigue intacto y es una alegría para construir lo que viene y vivir el presente”.
A partir de entonces, ya fuera al frente de La Nota Negra (el grupo que compartió con su hermano Quique), como en su trío con Guevara y Snajer, su abanico creativo se abrió en lugar de cerrarse. “De entrada, ya no hablaría más de folklore sino de Música Popular. Porque la música popular es la música de la gente que está viva y que vibra. Los encasillamientos no son buenos para esta época. Todo es tan amplio y tan mixturado… y me gusta que sea así. Yo siento que los esquemas del folklore, el jazz y el rock ya los rompí hace mucho”.
En sus discos, el mapa musical y cultural que comenzó a quedar trazado no se correspondía con las fronteras políticas. Una vidala norteña podía enlazarse con un son mexicano, una cueca chilena o una tonada venezolana. Verónica lo resume mejor: “es que me siento una ciudadana latinoamericana. Mi gran deuda en la vida es Latinoamérica. Me encantaría estar viajándola por todos lados, absorbiendo y conociendo mucho más de lo que hice hasta ahora”. En las fotos de Remedio pal alma, Condomí recorre las ruinas de Machu Pichu. En los pliegues de ese viaje, la esperaba una revelación que, de algún modo, cifra su verdadero nombre: “no sabía lo qué me iba a pasar. Lloré el paisaje y me morí: tenía un dolor ancestral. Por un lado, no podía dejar de decir ‘que lindo, que hermoso lugar’, pero por otro me lamentaba ‘¿por qué este pueblo no está acá?’. Por eso una letra del disco dice ‘silencio de un pueblo ausente, sagrado y frío dolor, preguntas que hacen las piedras y nadie aún contestó”. Yo se que en mis venas corre sangre indígena, pero si me preguntás de qué pueblo, yo no lo sé. Tengo más información de toda mi parte francesa que de aquello que está acá a la vuelta. Porque esa memoria es oral y es sanguínea. Por eso cuando agarro una caja o un bombo, sale todo. Y me gusta que, en mí, hayan ganado los indios”.
MELODÍAS SANADORAS
Por Martín E. Graziano
En los camarines, Verónica Condomí y sus músicos calientan motores alrededor del baile y el vino sacramental. En minutos, es su turno en la primera fecha del Americanto mendocino. Cuando pisa el escenario, descalza y con un encantador vestido de tejido blanco, parece una pocahontas guaraní sin domesticar: no hay concesiones festivaleras en el enfoque anguloso de los arreglos para chacareras, zambas y vidalas. Verónica ha atravesado un largo camino como para claudicar ahora, y elige mostrar exactamente quién es. O al menos, quien cree que es. Todo eso que germinó desde sus primeros pasos familiares hasta su acercamiento a MIA -el colectivo musical que la familia Vitale gestó durante los días arduos de la dictadura-, donde junto a Liliana Vitale creó un dúo de voces que aún goza de excelente salud. Todo aquello que creció con su paso por los revulsivos MPA del Chango Farías Gómez, con La Nota Negra a comienzos de los ’90, y con el trío exquisito que formó más tarde junto a Facundo Guevara y Ernesto Snajer. En fin, todo lo que le permitió reconocerse y lanzar su disco más personal durante el año pasado.
Lo que nos lleva, ahora sí, a Remedio pal alma. Un disco orgánico, preciosista y emotivo, arreglado con humildad desde un buen gusto notable. No por nada los músicos que funcionan como su columna vertebral son la propia Verónica y acaso dos de los instrumentistas más importantes de la actual escena folklórica: el percusionista Mariano ‘Tiki’ Cantero y el propio Snajer en la guitarra. No faltan los invitados, que aportan colores sin contaminar su aparición con operaciones de prensa. Así, Luna Monti y Juan Quintero hacen de “Andando”, la vidala de los hermanos Díaz, una joya diminuta y frágil. El uruguayo Hugo Fatorusso, Raly Barrionuevo y hasta Tavo Kupinsky (Los Piojos) también meten la cuchara en la olla. Y, como suele suceder en el caso de Condomí, un poderoso componente familiar subyace por todos lados. Remedio pal alma está atravesado por la memoria de su padre, el cantor y compositor Miguel Condomí, desaparecido durante la última dictadura. Verónica recupera dos de sus composiciones y, en la dedicatoria, dice a los asesinos: “nadie puede desatar lo que la sangre une”. A esa curación se une el resto de la familia. Por allí está cantando Emme (la hija que comparte con Lito Vitale), su hermano Quique aportando violín y hasta su madre Guillermina Vera.
A fin de cuentas, todo tiene el aroma de un asado familiar, aunque algo parece indicar, no se trató exactamente de una celebración. En el booklet del Remedio…, Verónica firmó las siguientes palabras: “Mientras grabamos esta música tuve la sensación de curarme de algo. No sé de qué, pero me siento muy bien”. El temperamento sosegado y balsámico del disco resultó, entonces, un verdadero remedio. “La música no me decepciona –dice Verónica, el día después del show en el Americanto-, me produce cosas que no puedo ni nombrar. Me revitaliza, es algo así como un cambio de piel, una transfusión. Realmente, atravesando la música, uno puede ser mejor persona y mejor ser humano. Creo que uno adolece de montones de cosas que no siempre son enfermedades, sino que son ‘enfermedades sociales’. En mí, por lo menos, tengo montones de heridas que tienen que ver con las cosas que me han tocado vivir. Y compartir la música con la gente que admiro, con los músicos amigos y con la familia son cosas que me hacen feliz y me curan”.
Verónica se detiene a repasar un relato que escuchó hace un tiempo. Tiene que ver con las águilas. Cuando alcanzan una edad avanzada, dice, se retiran a la soledad de la montaña durante algunos meses. Allí se arrancan una a una sus plumas, sus garras y hasta su pico para que vuelvan a crecer más fuertes. Cuando regresan al vuelo y a la caza, esa renovación les permite vivir muchos años más. “Creo que si bien hay un rumbo de la vida que nos toca a todos por igual -ir a la escuela, recorrer todo eso que está pautado socialmente-, a cada uno le toca un aprendizaje diferente. Frente a la vida y la muerte, quizás estamos sentados en el mismo lugar y observando lo mismo, pero cada uno aprende una cosa distinta. Por eso, creo que determinado momento de la vida cada ser humano hace su renovación. Y como la música es parte de mi vida, de mi manera de vivir, el título y todo lo que sucede en el disco, están muy embebido de eso”.
MIA Y LA FAMILIA
Desde temprano, Verónica despertó a la música. Y tuvo la fortuna de contar con una familia que muy pronto entendió la fascinación de la niña y, en lugar de demorar el impulso o cooptarlo, decidió propulsarlo. De esa forma, con apenas siete años comenzó a integrarse al coro de la escuela y cantar allí donde pudiera. Desde luego, no es casualidad entonces su actividad como docente y su preocupación por recuperar el canto colectivo dando clínicas por todo el país. “La familia tiene mucho que ver… es un lugar dónde energizarse. Uno llega a este mundo desde un lugar desconocido, atravesando un universo que es la madre que habita. Entonces, todo lo que tiene que ver con la sangre es central, porque nos une más allá de haber compartido o no la infancia, de hablar o no un mismo idioma de crianza. A mí la música me fue dada por ese entorno familiar. Cuando era chica, mis tíos, mis viejos y sus amigos se juntaban todos los fines de semana a guitarrear. Entonces yo le pedía a mi mamá que por favor me dejara sobre los almohadones a escuchar. Y en esas reuniones, lo que era muy grosso era que cantaban todos. No es que cantaba el que cantaba más lindo, y eso que mi viejo era cantor y compositor; cantaban todos. Entonces yo crecí embelesada por el canto de mi familia. Recién cuando entré en primer grado me di cuenta que la gente no cantaba en sus casas, ¡porque no se sabían ninguna canción!”.
Mientras atravesaba la adolescencia estudiando canto en el conservatorio, su compañero del coro Elbio Góstoli la invitó a un concierto muy diferente. Elbio era parte de MIA, el proyecto socio-musical nucleado alrededor de los Vitale, la gestión independiente y el rock progresivo. Verónica quedó encantada con el grupo y, particularmente, seducida por el tímido y jovencísimo tecladista. Al poco tiempo, Lito Vitale y Verónica Condomí eran novios, y cuando ella aún no llegaba a sus 17 años, pasó a formar parte de MIA. No tardó demasiado en forjar una gran amistad con su cuñada Liliana y, juntas, encontraron un espacio que decidieron cultivar. “Las dos veníamos con esto de la investigación vocal, y a mí me encantaba cómo cantaba ella –recuerda Condomí-. Ahí surgió la idea de hacer una exploración a través de nuestros propios instrumentos. Empezamos a hacer cosas muy locas, a improvisar mucho y a componer para el dúo”.
El dúo Condomí/Vitale registró los discos Danzas de Adelina (1981), Camasunqui (1984), y luego cada una emprendió su recorrido. Sin embargo, ese jardín de voces quedó siempre allí, resistiendo el paso del tiempo y las personas. Ahora preparan un disco nuevo que prometen para mediados de año y se llamará Humanas (voces). “Es un espacio que siempre está. Imaginate que somos amigas y somos familia. Más allá de que las parejas se hayan roto, ese lazo es muy fuerte. Entonces, cuando ensayamos, el espacio arranca con el mate, la charla, y hasta que empezamos a cantar por ahí pasaron dos horas. Nos conocemos mucho. Ha pasado agua debajo del puente, muchos incendios y muchos renacimientos de la mata nueva. Ojalá sea un lazo indisoluble. Nos permite seguir investigando desde un lugar donde, como mujeres, seguimos creciendo creativamente”.
LA SANGRE
A mediados de los ’80, Condomí se unió a un proyecto que estaba generando el Chango Farías Gómez. También fueron de la partida Jacinto Piedra, Peteco Carabajal, y Rubén ‘Mono’ Izarrualde, que terminaron conformando la base de los MPA (Músicos Populares Argentinos). Un grupo iconoclasta que, ya desde su nombre, se desmarcaba de las cárceles estilísticas para abordar el folklore argentino sin ataduras. “Hasta ese momento, en el folklore nadie tocaba la batería, el bajo y menos la guitarra eléctrica –apunta Condomí-. De hecho, fuimos muy combatidos. Aún hoy, cada vez que voy a Santiago del Estero, siempre viene alguien a pedirme perdón por no habernos entendido en aquella época. A nosotros nos abucheó una cancha de básquet llena, ¡todo un estadio! Y esa silbatina organizada fue porque los santiagueños, que son muy tradicionalistas, no podían soportar que dos de los suyos estuvieran haciendo algo como eso. Fue un quilombo tan grande que no pudimos tocar”.
Los MPA tuvieron una vida corta pero intensa. Grabaron dos discos referenciales (Nadie más que nadie -1985- y Antes que cante el gallo -1987-) y, con esa mochila de experiencias, cada integrante hizo su camino. “Ayer me regalaron un montón de fotos de esa época, fotos que nunca había visto –dice Verónica-. Se me caían las lágrimas. Estaba cantando descalza, con el bombo, igual que ahora pero a mis 25. Me mató porque me reconocí, porque cuando ves una foto volvés a palpitar la sonrisa, los sonidos, los olores, las fibras afectivas que circulaban. Y bueno, evidentemente hay algo que no se pierde en el transcurso de la vida, hay un lugar donde eso sigue intacto y es una alegría para construir lo que viene y vivir el presente”.
A partir de entonces, ya fuera al frente de La Nota Negra (el grupo que compartió con su hermano Quique), como en su trío con Guevara y Snajer, su abanico creativo se abrió en lugar de cerrarse. “De entrada, ya no hablaría más de folklore sino de Música Popular. Porque la música popular es la música de la gente que está viva y que vibra. Los encasillamientos no son buenos para esta época. Todo es tan amplio y tan mixturado… y me gusta que sea así. Yo siento que los esquemas del folklore, el jazz y el rock ya los rompí hace mucho”.
En sus discos, el mapa musical y cultural que comenzó a quedar trazado no se correspondía con las fronteras políticas. Una vidala norteña podía enlazarse con un son mexicano, una cueca chilena o una tonada venezolana. Verónica lo resume mejor: “es que me siento una ciudadana latinoamericana. Mi gran deuda en la vida es Latinoamérica. Me encantaría estar viajándola por todos lados, absorbiendo y conociendo mucho más de lo que hice hasta ahora”. En las fotos de Remedio pal alma, Condomí recorre las ruinas de Machu Pichu. En los pliegues de ese viaje, la esperaba una revelación que, de algún modo, cifra su verdadero nombre: “no sabía lo qué me iba a pasar. Lloré el paisaje y me morí: tenía un dolor ancestral. Por un lado, no podía dejar de decir ‘que lindo, que hermoso lugar’, pero por otro me lamentaba ‘¿por qué este pueblo no está acá?’. Por eso una letra del disco dice ‘silencio de un pueblo ausente, sagrado y frío dolor, preguntas que hacen las piedras y nadie aún contestó”. Yo se que en mis venas corre sangre indígena, pero si me preguntás de qué pueblo, yo no lo sé. Tengo más información de toda mi parte francesa que de aquello que está acá a la vuelta. Porque esa memoria es oral y es sanguínea. Por eso cuando agarro una caja o un bombo, sale todo. Y me gusta que, en mí, hayan ganado los indios”.
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