ÚLTIMO TANGO EN PARÍS
Por Martín E. Graziano
Para 1977, el bandoneonísta Juan José Mosalini ya tenía una foja de servicios verdaderamente impresionante. Con apenas 33 años había pasado por las orquestas históricas de Leopoldo Federico, Horacio Salgán y Osvaldo Pugliese. Junto a Rodolfo Mederos y Daniel Binelli había formado Generación 0, un proyecto radical que buscaba renovar al tango poniéndolo en contacto con otras músicas contemporáneas. Y, además, se había acercado al rock tocando con Alas y participando en un disco clave: El jardín de los presentes, de Invisible, el grupo de Spinetta a mediados de los ’70. Pero, para 1977, la cosa se había puesto muy pesada y Mosalini ya había sido amenazado por participar activamente del Sindicato de Músicos. Fue entonces que Susana Rinaldi lo invitó a participar de una gira por América y Europa. Cuando recalaron en Paris, Juan José decidió instalarse en busca de nuevos horizontes artísticos.
Pasaron más de 30 años y mucha agua debajo del puente. Además de consagrarse a la enseñanza y fundar la primera cátedra europea de bandoneón, Mosalini formó en Francia un exitoso trío de raigambre tanguera junto a Gustavo Beytelman -otro exiliado argentino- y el contrabajista francés Patrice Caratini, además de editar otros tantos trabajos. Así y todo, ese material jamás había visto la luz argentina. Hasta ahora. El contacto con el sello Acqua Records posibilitó la edición de la obra integral del trío Mosalini-Beytelman-Caratini: “toda esta historia con la Argentina era deficitaria –apunta Mosalini, antes de cualquier pregunta-. Salvo lo que circulaba entre amigos, en un micromundo profesional y familiar, no había nada. Pero no voy a hablar de olvido porque no es así. Porque sino, no estarían estos discos”.
-¿Cómo había nacido el trío?
-Fue el resultado de un reencuentro. Con Beytelman ya habíamos hecho el grupo Tiempo Argentino, apenas llegados a Francia. Después nos dimos cuenta que nos faltaba un contrabajo, y lo invitamos a Caratini, un jazzman de cultura pero enamorado del tango desde siempre. Fundamentalmente, el trío fue una experiencia que abordamos, desde el primer momento, con una pasión enorme. La columna vertebral de nuestra existencia pasaba por ahí, y eso hacia que ensayáramos mucho. Vos reconoces a un grupo cuando está afiatado, cuando respira el mismo ambiente musical, cuando tiene una dinámica propia. Creo que en las grabaciones, esa coherencia de grupo, se siente.
-¿Tuvieron que pagar ‘derecho de piso’ en Francia?
-Llevábamos cuatro añitos allá, entonces ya había una cierta consideración por nuestro trabajo colectivo e individual. Ya habíamos atravesado algunas fronteras, que en Paris son siempre difíciles. Habíamos grabado, tocado en clubes de jazz y casas de cultura, el medio de los músicos ya nos conocía y algunos periodistas también. Después vino el éxito del primer disco y nos decidimos a hacer otro, pero entonces con temas nuestros también. Porque la identidad estaba. El trío había encontrado una sonoridad, un color.
-En Violento, el último disco del trío, incluyen piezas de maestros del jazz como Thelonius Monk y Charlie Mingus ¿Cómo se dio esa inclusión en su repertorio?
-Naturalmente. No hubo ningún deseo del tipo ‘ahora vamos a mezclar el jazz con el tango’. ¡Para nada! Odio terriblemente esa formula de la mezcla, de la world music. Esto fue puro resultado de una continuidad, de laburo cotidiano. De la misma manera podíamos tomar cosas de música contemporánea, que si venían era por la cultura de Beytelman, un compositor de alto vuelo. De todas formas, si bien no era un trío de tango, la columna vertebral, la cultura de base, siempre fue el tango.
HISTORIA PERSONAL
Desde hace un tiempo, Mosalini pasa por Buenos Aires al menos una vez por año. En estos últimos paseos, no deja de sorprenderlo el resurgimiento de Orquestas Típicas integradas por jóvenes, como la Fernández Fierro o El Arranque: “el otro día vi a un chico, un bandoneonísta joven. Mucha pinta el pibe. Salió con el bandoneón y sólo faltaba que las pibas se cortaran la cara con las uñas como los Beatles. Y yo dije ‘que bárbaro… exactamente lo apuesto a lo que me pasó a mi’ (risas)”. Más allá del guiño humorístico, el episodio sirve para delinear una época. A Mosalini le tocó en suerte nacer al tango cuando el género estaba en pleno repliegue, dejando de marcar el pulso de la ciudad para refugiarse en los café-concerts. Eran los ’60, hoy recordados por artistas con profundidad histórica como Almendra o Piazzolla, pero entonces poblados masivamente por autores e intérpretes menos felices.
-Era un período de transición. Antes el tango era representativo de un estado del alma, como dicen los franceses. Los tangos que se escribían y se estrenaban hablaban de las cosas cotidianas y hasta podían ser contestatarios. Pero en ese contexto, el tango no forma más proyecto de las empresas grabadoras y eso se manifiesta con la década del Club del Clan. Las multinacionales inventan un producto, en respuesta a una tendencia mundial, con influencia de música anglosajona aunque de los Beatles poco pero nada. Una canción espantosa en manos de intérpretes varios. Los programas de radio cada vez pasaron menos tango, menos orquestas estables, menos bailes populares. Quedaron los grupos más pequeños y se empezó transformar el paisaje del tango. En los café-concerts una orquesta típica era muy difícil que entrara por razones físicas. Y además, era imposible de pagar.
-Con el jazz pasó algo similar, cuando las big bands de los ’30 se reducen -por razones sociales como la Segunda Guerra- a quintetos o cuartetos. La música relega su funcionalidad social, el baile, y privilegia la escucha. ¿Fue un proceso similar?
-Naturalmente. Los ritmos de las orquestas cambiaron. Las orquestas de Troilo y Pugliese se hicieron más lentas. Empezaron a tratarse arreglos que transformaron la continuidad rítmica y de pronto se hizo más difícil bailar. Esa era la crítica de los bailarines. Y no hablo sólo de Piazzolla, porque los puristas se quejaban hasta de Troilo. Se quejaban de ciertos ‘calderones’, que técnicamente es el reposo en una nota. El bailarín dijo de pronto: ‘che Pichuco, ¿que hago con la pata izquierda? Por favor, salvame que me caigo’ (risas) El tipo se quedaba colgado con una pata en el aire, escuchando un reposo de la orquesta, sin saber adonde ir. Eso es bárbaro, es simbólico.
Para 1977, el bandoneonísta Juan José Mosalini ya tenía una foja de servicios verdaderamente impresionante. Con apenas 33 años había pasado por las orquestas históricas de Leopoldo Federico, Horacio Salgán y Osvaldo Pugliese. Junto a Rodolfo Mederos y Daniel Binelli había formado Generación 0, un proyecto radical que buscaba renovar al tango poniéndolo en contacto con otras músicas contemporáneas. Y, además, se había acercado al rock tocando con Alas y participando en un disco clave: El jardín de los presentes, de Invisible, el grupo de Spinetta a mediados de los ’70. Pero, para 1977, la cosa se había puesto muy pesada y Mosalini ya había sido amenazado por participar activamente del Sindicato de Músicos. Fue entonces que Susana Rinaldi lo invitó a participar de una gira por América y Europa. Cuando recalaron en Paris, Juan José decidió instalarse en busca de nuevos horizontes artísticos.
Pasaron más de 30 años y mucha agua debajo del puente. Además de consagrarse a la enseñanza y fundar la primera cátedra europea de bandoneón, Mosalini formó en Francia un exitoso trío de raigambre tanguera junto a Gustavo Beytelman -otro exiliado argentino- y el contrabajista francés Patrice Caratini, además de editar otros tantos trabajos. Así y todo, ese material jamás había visto la luz argentina. Hasta ahora. El contacto con el sello Acqua Records posibilitó la edición de la obra integral del trío Mosalini-Beytelman-Caratini: “toda esta historia con la Argentina era deficitaria –apunta Mosalini, antes de cualquier pregunta-. Salvo lo que circulaba entre amigos, en un micromundo profesional y familiar, no había nada. Pero no voy a hablar de olvido porque no es así. Porque sino, no estarían estos discos”.
-¿Cómo había nacido el trío?
-Fue el resultado de un reencuentro. Con Beytelman ya habíamos hecho el grupo Tiempo Argentino, apenas llegados a Francia. Después nos dimos cuenta que nos faltaba un contrabajo, y lo invitamos a Caratini, un jazzman de cultura pero enamorado del tango desde siempre. Fundamentalmente, el trío fue una experiencia que abordamos, desde el primer momento, con una pasión enorme. La columna vertebral de nuestra existencia pasaba por ahí, y eso hacia que ensayáramos mucho. Vos reconoces a un grupo cuando está afiatado, cuando respira el mismo ambiente musical, cuando tiene una dinámica propia. Creo que en las grabaciones, esa coherencia de grupo, se siente.
-¿Tuvieron que pagar ‘derecho de piso’ en Francia?
-Llevábamos cuatro añitos allá, entonces ya había una cierta consideración por nuestro trabajo colectivo e individual. Ya habíamos atravesado algunas fronteras, que en Paris son siempre difíciles. Habíamos grabado, tocado en clubes de jazz y casas de cultura, el medio de los músicos ya nos conocía y algunos periodistas también. Después vino el éxito del primer disco y nos decidimos a hacer otro, pero entonces con temas nuestros también. Porque la identidad estaba. El trío había encontrado una sonoridad, un color.
-En Violento, el último disco del trío, incluyen piezas de maestros del jazz como Thelonius Monk y Charlie Mingus ¿Cómo se dio esa inclusión en su repertorio?
-Naturalmente. No hubo ningún deseo del tipo ‘ahora vamos a mezclar el jazz con el tango’. ¡Para nada! Odio terriblemente esa formula de la mezcla, de la world music. Esto fue puro resultado de una continuidad, de laburo cotidiano. De la misma manera podíamos tomar cosas de música contemporánea, que si venían era por la cultura de Beytelman, un compositor de alto vuelo. De todas formas, si bien no era un trío de tango, la columna vertebral, la cultura de base, siempre fue el tango.
HISTORIA PERSONAL
Desde hace un tiempo, Mosalini pasa por Buenos Aires al menos una vez por año. En estos últimos paseos, no deja de sorprenderlo el resurgimiento de Orquestas Típicas integradas por jóvenes, como la Fernández Fierro o El Arranque: “el otro día vi a un chico, un bandoneonísta joven. Mucha pinta el pibe. Salió con el bandoneón y sólo faltaba que las pibas se cortaran la cara con las uñas como los Beatles. Y yo dije ‘que bárbaro… exactamente lo apuesto a lo que me pasó a mi’ (risas)”. Más allá del guiño humorístico, el episodio sirve para delinear una época. A Mosalini le tocó en suerte nacer al tango cuando el género estaba en pleno repliegue, dejando de marcar el pulso de la ciudad para refugiarse en los café-concerts. Eran los ’60, hoy recordados por artistas con profundidad histórica como Almendra o Piazzolla, pero entonces poblados masivamente por autores e intérpretes menos felices.
-Era un período de transición. Antes el tango era representativo de un estado del alma, como dicen los franceses. Los tangos que se escribían y se estrenaban hablaban de las cosas cotidianas y hasta podían ser contestatarios. Pero en ese contexto, el tango no forma más proyecto de las empresas grabadoras y eso se manifiesta con la década del Club del Clan. Las multinacionales inventan un producto, en respuesta a una tendencia mundial, con influencia de música anglosajona aunque de los Beatles poco pero nada. Una canción espantosa en manos de intérpretes varios. Los programas de radio cada vez pasaron menos tango, menos orquestas estables, menos bailes populares. Quedaron los grupos más pequeños y se empezó transformar el paisaje del tango. En los café-concerts una orquesta típica era muy difícil que entrara por razones físicas. Y además, era imposible de pagar.
-Con el jazz pasó algo similar, cuando las big bands de los ’30 se reducen -por razones sociales como la Segunda Guerra- a quintetos o cuartetos. La música relega su funcionalidad social, el baile, y privilegia la escucha. ¿Fue un proceso similar?
-Naturalmente. Los ritmos de las orquestas cambiaron. Las orquestas de Troilo y Pugliese se hicieron más lentas. Empezaron a tratarse arreglos que transformaron la continuidad rítmica y de pronto se hizo más difícil bailar. Esa era la crítica de los bailarines. Y no hablo sólo de Piazzolla, porque los puristas se quejaban hasta de Troilo. Se quejaban de ciertos ‘calderones’, que técnicamente es el reposo en una nota. El bailarín dijo de pronto: ‘che Pichuco, ¿que hago con la pata izquierda? Por favor, salvame que me caigo’ (risas) El tipo se quedaba colgado con una pata en el aire, escuchando un reposo de la orquesta, sin saber adonde ir. Eso es bárbaro, es simbólico.
-¿Y con qué aspiraciones te incorporaste a ese mundo?
-Tanto que bandoneonísta yo vivía la contradicción de la época. Es decir, era mal visto. En consecuencia, en la adolescencia, eso me marcó. Yo dejé de tocar el bandoneón durante meses porque mis compañeros del colegio se burlaban de mí. Pero el azar hizo que participara del concurso ‘Nace una estrella’, en Canal 13 allá por el ‘61. Lo gané y ahí me metí en el ambiente profesional. Por entonces, había apenas un puñado de bandoneonístas de mi generación. Había un bache.
-¿Cómo se gestó Generación 0?
-Rodolfo Mederos, Daniel Binelli y yo fuimos los tres bandoneonístas de la misma generación que Pugliese incorporó a su orquesta en el ’69. Los tres teníamos la misma óptica: contestatarios por no decir tirabombas. Con todo afecto, renegábamos de la jovatería tanguera, mirábamos eso con desconfianza y pensábamos que estaba anquilosado. Entonces Mederos decidió hacer un grupo para romper con todo. ¡Pero era completamente absurdo! Un borrón y cuenta nueva, como si hubiera venido una especie de terremoto, de diluvio.
-¿Se reconocían como discípulos de Piazzolla?
-Si, claro. Había una identificación. Nada más que por rompehuevos como era Astor nos bastaba para enrolarnos con él! (risas) Obviamente por el peso de la música era una de las columnas vertebrales de las cuales nos agarrábamos ferozmente. No nos dábamos cuenta de que estábamos entroncados con Firpo, con Troilo, y por más que no quisiéramos, tocando salía toda esa mugre. Cuando vos lo escuchabas a Mederos hacer un solo de bandoneón, ahí no había ningún conflicto: la frase era súper tanguera… pero después, al lado, puteaba.
LENGUA VIVA
-Hay géneros, lenguajes musicales que naturalmente cumplen su ciclo y dejan de hablarse. Pasan a ser piezas de museo. El tango ¿es una lengua viva?
-Si, con todas las letras. Desde que tengo uso de razón, el certificado de defunción del tango lo vi al menos cincuenta veces. Es una música muy joven. ¿Pensás que el jazz pueda morir dentro de 20 años? No, es impensable. Transformarse, enriquecerse, o hasta empobrecerse, eso si. Pero no me puedo imaginar su muerte porque es una expresión natural. Efectivamente yo me voy a morir, pero ahora ¿que me vas a hablar de la muerte del género por el cual yo respiro?
-De todas formas, y recordando aquella discusión alrededor de Piazzolla, ¿vale la pena preguntarse si tu trabajo es tango o no?
-Lo dejo al libre criterio de aquel que se le ocurre hacer un análisis. Yo me circunscribo en una dinámica numerosa. Soy un cachito más, un gramo de aceite adentro de una locomotora gigante que sirve para hacer andar la máquina. Lo que habría que hacer es tratar de crear mejores condiciones, con responsabilidad y rigor de trabajo. Por razones que tienen que ver con el mercado y el turismo, cierto consumo exige un tipo de tango, a un cierto volumen y en un cierto contexto. El profesional no puede escapar de esos condicionamientos, pero tiene que ser consciente. Tiene que ir a laburar a la noche a Sr. Tango para ganarse unos mangos, pero con la condición de que, al día siguiente, riegue la planta por otro lado. Haciendo un arreglo nuevo, componiendo o grabando. Tiene que haber un trabajo paralelo, silencioso, hasta que algún día se abre la ventanita. Esas cosas pequeñas pueden tomar una proporción que ni uno sospecha. Si se concientiza eso, si se hacen las cosas con rigor –palabra antigua-, con una ética –palabra aún más antigua-, se cuida la salud de la música urbana.
-Rigor, ética, honestidad ¿no son valores demasiado básicos?
-Efectivamente, pero vos hablás de eso y te dicen ‘vos estás loco… ¿de que estás hablando?’. Entonces, ‘el que no afana es un gil’ y todo eso. Como dijo un amigo: ‘la vida no es un tango, pero le pasa raspando’.
-Tanto que bandoneonísta yo vivía la contradicción de la época. Es decir, era mal visto. En consecuencia, en la adolescencia, eso me marcó. Yo dejé de tocar el bandoneón durante meses porque mis compañeros del colegio se burlaban de mí. Pero el azar hizo que participara del concurso ‘Nace una estrella’, en Canal 13 allá por el ‘61. Lo gané y ahí me metí en el ambiente profesional. Por entonces, había apenas un puñado de bandoneonístas de mi generación. Había un bache.
-¿Cómo se gestó Generación 0?
-Rodolfo Mederos, Daniel Binelli y yo fuimos los tres bandoneonístas de la misma generación que Pugliese incorporó a su orquesta en el ’69. Los tres teníamos la misma óptica: contestatarios por no decir tirabombas. Con todo afecto, renegábamos de la jovatería tanguera, mirábamos eso con desconfianza y pensábamos que estaba anquilosado. Entonces Mederos decidió hacer un grupo para romper con todo. ¡Pero era completamente absurdo! Un borrón y cuenta nueva, como si hubiera venido una especie de terremoto, de diluvio.
-¿Se reconocían como discípulos de Piazzolla?
-Si, claro. Había una identificación. Nada más que por rompehuevos como era Astor nos bastaba para enrolarnos con él! (risas) Obviamente por el peso de la música era una de las columnas vertebrales de las cuales nos agarrábamos ferozmente. No nos dábamos cuenta de que estábamos entroncados con Firpo, con Troilo, y por más que no quisiéramos, tocando salía toda esa mugre. Cuando vos lo escuchabas a Mederos hacer un solo de bandoneón, ahí no había ningún conflicto: la frase era súper tanguera… pero después, al lado, puteaba.
LENGUA VIVA
-Hay géneros, lenguajes musicales que naturalmente cumplen su ciclo y dejan de hablarse. Pasan a ser piezas de museo. El tango ¿es una lengua viva?
-Si, con todas las letras. Desde que tengo uso de razón, el certificado de defunción del tango lo vi al menos cincuenta veces. Es una música muy joven. ¿Pensás que el jazz pueda morir dentro de 20 años? No, es impensable. Transformarse, enriquecerse, o hasta empobrecerse, eso si. Pero no me puedo imaginar su muerte porque es una expresión natural. Efectivamente yo me voy a morir, pero ahora ¿que me vas a hablar de la muerte del género por el cual yo respiro?
-De todas formas, y recordando aquella discusión alrededor de Piazzolla, ¿vale la pena preguntarse si tu trabajo es tango o no?
-Lo dejo al libre criterio de aquel que se le ocurre hacer un análisis. Yo me circunscribo en una dinámica numerosa. Soy un cachito más, un gramo de aceite adentro de una locomotora gigante que sirve para hacer andar la máquina. Lo que habría que hacer es tratar de crear mejores condiciones, con responsabilidad y rigor de trabajo. Por razones que tienen que ver con el mercado y el turismo, cierto consumo exige un tipo de tango, a un cierto volumen y en un cierto contexto. El profesional no puede escapar de esos condicionamientos, pero tiene que ser consciente. Tiene que ir a laburar a la noche a Sr. Tango para ganarse unos mangos, pero con la condición de que, al día siguiente, riegue la planta por otro lado. Haciendo un arreglo nuevo, componiendo o grabando. Tiene que haber un trabajo paralelo, silencioso, hasta que algún día se abre la ventanita. Esas cosas pequeñas pueden tomar una proporción que ni uno sospecha. Si se concientiza eso, si se hacen las cosas con rigor –palabra antigua-, con una ética –palabra aún más antigua-, se cuida la salud de la música urbana.
-Rigor, ética, honestidad ¿no son valores demasiado básicos?
-Efectivamente, pero vos hablás de eso y te dicen ‘vos estás loco… ¿de que estás hablando?’. Entonces, ‘el que no afana es un gil’ y todo eso. Como dijo un amigo: ‘la vida no es un tango, pero le pasa raspando’.