No se dejen engañar por la inactividad de este blog. Nuestras fuentes aseguran que Graziano, aunque se esfuerce por disimularlo, está trabajando a todo vapor. Mientras dure ese torbellino, aprovechamos para publicar la entrevista que hizo con Malaurie, el ex-guitarrista de Mataplantas que el año pasado se apareció con un disco bien extraño. Una suite pop y artesanal que remite a la trova provenzal, las operetas criollas y la pintura romántica. Originalmente, se publicó en el especial de músicas nuevas que G7 sacó hace unos meses.
EL JUGLAR IMPOSIBLE
Por Martín E. Graziano
Mataplantas siempre fue un planeta deforme. Una banda de cepa spinetteana, capaz de manejar una psicodelia sci-fi en plena estandarización del rock argentino. Aún así, nadie esperaba estos frutos extraños: en el 2010 su guitarrista Pablo Malaurie editó subterráneamente un disco que poco a poco subió a la superficie para respirar. El Festival del Beso venía en una caja de cartón corrugado, acompañado por una postal firmada por Malaurie y una pintura del francés William Bouguereau (1825-1905) en la tapa. La música era mágica: un puñado de piezas para ukelele cantadas con una voz hermafrodita. A veces, devocional; a veces, herética. Desde luego, las referencias de El Festival del Beso iban muy hacia atrás: había trovadores provenzales, arias y operetas, pintura romántica, música acústica y atrevida del año 500. Por eso el año pasado, durante la noche más calurosa de la década, el videasta Vincent Moon registró a Malaurie tocando en un parque. Extrañamente, esa filmación derivó hacia Rumania. Hoy, la película Loverboy (del realizador Catalin Mitulescu) es parte de la selección oficial para Un Certain Regard, en el Festival de Cannes. Con la actuación de Malaurie y su música original.
¿Cuándo comenzaste a sentir la necesidad de abrir tu camino?
Empecé a luchar con un banjolin cuya falta de afinación me llevó a descubrir la técnica del vibranjo. Algo parecido pasó con mi voz, que amplificada con una taza y jugando a Libertad Lamarque, dio como resultado el viejo canto de mi abuela Pichina. La suma de esas cosas dio como resultado un mundito sobre el cual quise tener control absoluto. La idea inicial era la de un juglar que viaja con un mensaje, pero como el viaje dura cientos de años, cuando llega su discurso es tan viejo que resulta moderno.
El instrumento central es el ukelele. ¿De dónde viene tu relación con ese instrumento?
Para tocar mejor tu instrumento, siempre tenés que tocar otros. Y si la guitarra te pesa y los cables te rompen las bolas, lo mejor es ir por un ukelele. Nunca había visto ukeleles en Buenos Aires y cuando vi el primero me lo compré. Era uno medio choto, pero enseguida me propuso canciones nuevas. Además era igual al que tiene Elvis Presley en la tapa de Blue Hawaii. A los dos meses, en el Parque Centenario, me estaba esperando un ukelele nacional, construido por los Hermanos Breyer en la década del ‘20. Con ese me quedo.
¿Cómo empezaste a explorar esa área tan específica de tu voz?
La voz es un instrumento muy íntimo. Es algo único e irrepetible y está lleno de cosas con las que jugar y transmitir. Lo del falsete vibrateado es una parte del personaje: me gusta entrar y salir, combinar con una voz más grande, cantar como una mujer o como el Topo Giggio. Todo empezó con esa taza.
En pleno derrumbe de la industria discográfica, la edición del disco es la apoteosis de lo personal. ¿Por qué?
“El Festival te bienviene de puño y letra. Esto es música nueva del año 500 y viaja por correspondencia”: me gustaba que ese texto de bienvenida tenga la calidez necesaria, que se vea mi letra tal como es. En las primeras copias invitaba a que me manden manuscritos a una casilla postal y recibí cosas preciosas con gran emoción. En la Era del Calentamiento Global todo tiende a enfriar como una heladera. Yo todavía estoy caliente.
Estuviste en Rumania, filmando y tocando tu música. ¿Cómo sucedió?
Bianca Oana, guionista de Loverboy, buscaba un video de Beirut en el sitio Blogotheque y se encontró con los videos que filmó Vincent Moon conmigo en las calles de Buenos Aires. Le mostró los videos al director Catalin Mitulescu y decidieron convocarme para hacer la música y actuar en la peli. Así fue. Ahora, Rumania es parte de mí: fue muy intenso todo lo que viví allá, tanto profesional como personalmente. Todavía me conmueve que mi voz me haya llevado hasta allá. De pronto estaba en medio de un rodaje, actuando y componiendo una banda sonora con un grabadorcito en un hotel en Rumania.
¿Te sentís parte de una escena?
Nunca se bien donde está la escena. Somos muchos amigos que estamos en la misma. Es un trabajo muy divertido el de hacer canciones y a la vez es muy angustiante hacerte un lugar como artista y morfar de eso. Creo que formamos una fuerza entre todos los que lo hacemos con alegría. Esa es mi escena, y somos un montón.
¿Qué público puede entenderse con El Festival del Beso?
Es un disco para gente de 0 a 99 años. La música tiene poderes especiales que trascienden todo tipo de entendimiento.
¿Cuándo comenzaste a sentir la necesidad de abrir tu camino?
Empecé a luchar con un banjolin cuya falta de afinación me llevó a descubrir la técnica del vibranjo. Algo parecido pasó con mi voz, que amplificada con una taza y jugando a Libertad Lamarque, dio como resultado el viejo canto de mi abuela Pichina. La suma de esas cosas dio como resultado un mundito sobre el cual quise tener control absoluto. La idea inicial era la de un juglar que viaja con un mensaje, pero como el viaje dura cientos de años, cuando llega su discurso es tan viejo que resulta moderno.
El instrumento central es el ukelele. ¿De dónde viene tu relación con ese instrumento?
Para tocar mejor tu instrumento, siempre tenés que tocar otros. Y si la guitarra te pesa y los cables te rompen las bolas, lo mejor es ir por un ukelele. Nunca había visto ukeleles en Buenos Aires y cuando vi el primero me lo compré. Era uno medio choto, pero enseguida me propuso canciones nuevas. Además era igual al que tiene Elvis Presley en la tapa de Blue Hawaii. A los dos meses, en el Parque Centenario, me estaba esperando un ukelele nacional, construido por los Hermanos Breyer en la década del ‘20. Con ese me quedo.
¿Cómo empezaste a explorar esa área tan específica de tu voz?
La voz es un instrumento muy íntimo. Es algo único e irrepetible y está lleno de cosas con las que jugar y transmitir. Lo del falsete vibrateado es una parte del personaje: me gusta entrar y salir, combinar con una voz más grande, cantar como una mujer o como el Topo Giggio. Todo empezó con esa taza.
En pleno derrumbe de la industria discográfica, la edición del disco es la apoteosis de lo personal. ¿Por qué?
“El Festival te bienviene de puño y letra. Esto es música nueva del año 500 y viaja por correspondencia”: me gustaba que ese texto de bienvenida tenga la calidez necesaria, que se vea mi letra tal como es. En las primeras copias invitaba a que me manden manuscritos a una casilla postal y recibí cosas preciosas con gran emoción. En la Era del Calentamiento Global todo tiende a enfriar como una heladera. Yo todavía estoy caliente.
Estuviste en Rumania, filmando y tocando tu música. ¿Cómo sucedió?
Bianca Oana, guionista de Loverboy, buscaba un video de Beirut en el sitio Blogotheque y se encontró con los videos que filmó Vincent Moon conmigo en las calles de Buenos Aires. Le mostró los videos al director Catalin Mitulescu y decidieron convocarme para hacer la música y actuar en la peli. Así fue. Ahora, Rumania es parte de mí: fue muy intenso todo lo que viví allá, tanto profesional como personalmente. Todavía me conmueve que mi voz me haya llevado hasta allá. De pronto estaba en medio de un rodaje, actuando y componiendo una banda sonora con un grabadorcito en un hotel en Rumania.
¿Te sentís parte de una escena?
Nunca se bien donde está la escena. Somos muchos amigos que estamos en la misma. Es un trabajo muy divertido el de hacer canciones y a la vez es muy angustiante hacerte un lugar como artista y morfar de eso. Creo que formamos una fuerza entre todos los que lo hacemos con alegría. Esa es mi escena, y somos un montón.
¿Qué público puede entenderse con El Festival del Beso?
Es un disco para gente de 0 a 99 años. La música tiene poderes especiales que trascienden todo tipo de entendimiento.
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