Estamos, evidentemente, ante una licencia de Graziano. Después de arrastrar la idea durante algunos años, al final pudo escribir su texto sobre el influjo de la figura del Diablo en la música. Fue publicada en Rumbos hace algunos meses, y acaso sea buen momento para reproducir el texto en este espacio.
EL CENTRO DE LA DANZA
Por Martín E. Graziano
Una parte de esta historia ocurre en tres actos. Cada acto tiene lugar en un nuevo siglo y, si bien los actores secundarios van cambiando, los dos protagonistas son siempre los mismos: el Diablo y la Música.
Estamos en el año 1713, en las tierras que tiempo más tarde serán conocidas como Italia. En el silencio sepulcral de una celda del Convento de San Francisco de Asís, el joven violinista y compositor Giuseppe Tartini cae exhausto en su cama y se queda dormido. Poco antes había abandonado el futuro como sacerdote que le habían proyectado sus padres y se había enamorado de Elisabetta, la favorita de un poderoso que lo acusó de abducción. Tartini tuvo que huir. Eligió como refugio ese monasterio y en la soledad de su claustro dedicó sus días al estudio apasionado de su instrumento. Según contó más tarde en una carta, al caer en las profundidades del sueño se encontró frente a frente con el Diablo. El Diablo tomó su violín y comenzó a tocar una pieza en un estilo absolutamente extraño y deslumbrante, sacando de las cuerdas sonidos que Tartini jamás hubiera imaginado. A medida que su música infernal ganaba vigor, el Diablo se retorcía cada vez más, gruñendo y moviendo su cuerpo con espasmos. Cuando al fin concluyó su interpretación, Lucifer desafió a Tartini para que repitiera lo que acababa de oír. En ese momento, el violinista se despertó, sobresaltado por la extrañeza y la sensación de realidad de su sueño. Tomó de inmediato su violín y trató de reconstruir aquello que había escuchado en el sueño, intentando transcribir rápidamente las notas. Desde luego, no logró rehacer íntegra aquella sonata, pero lo que pudo recobrar fue una de sus obras más perdurables, con tantas innovaciones formales que los musicólogos la consideraron la entrada en una nueva época del violín. Tartini la bautizó como “Il trillo del Diávolo”.
Un siglo más tarde, el concertista genovés Niccolò Paganini abandonaba el escenario dejando boquiabierto a un público incrédulo, que apenas podía creer lo que había visto: un violinista muy alto y con larguísimos dedos, sacudiendo su cuerpo y su cabellera desgreñada mientras improvisaba sonidos extraordinarios con el rostro fuera de si. Al terminar el concierto, algunos curiosos se acercaban a los apuntes del músico que, entre las anotaciones usuales, intercalaba una misteriosa ‘nota 13’. Pronto comenzó a sospecharse que Paganini estaba poseído por el Diablo. En su volumen dedicado a la figura del demonio, el escritor italiano Giovanni Papini observó: “en muchas obras de Paganini se entrevé, realmente, esa cooperación satánica; en ciertas ansiosas y evocadoras insistencias; en ciertas salidas y arranques que hacen pensar en un escarnio luciferesco; en ciertas elevaciones o caídas de sonoridades sollozantes o estridentes que parecen brotar de una desesperada alma del Averno. Si alguna vez el Diablo pensó hacerse músico, no hay duda de que se encarnó en el alto cuerpo espectriforme de Nicolò Paganini”. Por esa razón, cuando el violinista murió en Niza, en el año 1840, las autoridades le negaron sepultura en tierra santa.
El último acto –hasta el momento- tiene lugar en el sur de los Estados Unidos. En el Delta del Mississippi y, siendo aún más precisos, el momento más dramático ocurre cerca de una pequeña ciudad llamada Clarksdale, en el cruce de la autopista 61 con la 49. Hay sólo dos fotografías de Robert Johnson y, a ciencia cierta, poco se sabe de su vida. Sabemos que nació en 1911, vivió en Robinsonville y que, desde pequeño, quería tocar los blues en su guitarra mejor que nadie. Aún así, pocos apostaban por sus habilidades musicales. La historia pierde el hilo cuando desaparece por un par de años en un viaje iniciático. A su regreso al pueblo, Robert Johnson era el guitarrista de blues más grande que nadie había escuchado jamás. Algo había ocurrido. Para alimentar las sospechas, solía tocar de espaldas al público para ocultar sus secretos, tenía una catarata sobre su ojo izquierdo –‘el ojo del diablo’, según creencias vudú- y en su repertorio no faltaban alusiones al demonio. En “Crossroads Blues”, una de las 29 canciones que dejó grabadas, decía que había llegado al cruce de aquellas rutas, caminando de rodillas. Pronto, cuando alguien lo envenenó a los 27 años, todos en el Delta aseguraban que Robert Johnson había vendido su alma al Diablo en aquella encrucijada.
En fin, pareciera ser que el Diablo no sólo disfruta de la música, sino que se esfuerza por cumplir con lo pautado. Sin embargo, todo parece indicar, sus contratos tienen letra chica. “A mi me parece adivinar que estamos ante una alegoría –apunta Alejandro Dolina, en sus Crónicas del Ángel Gris-. Tal vez no existan las cruentas rubricas ni los rituales. Pero es posible que algunas de nuestras conductas sean -secretamente- la suscripción de un acuerdo”.
MELODÍAS CONVOCANTES
Desde el Jardín del Edén, cuando reptaba en la forma de una serpiente con un hipnótico cascabel en la cola, la figura del Diablo estuvo asociada con algunas músicas. Aún en las sagas homéricas, con el canto de las sirenas como emblema de la tentación, y hasta aquellas Ménades de la literatura de Julio Cortázar, poseídas por el demonio de una sinfonía. Acaso como es pura forma, seducción y voluptuosidad, la música se fue convirtiendo en el vehículo artístico más apropiado para adjudicarle al Diablo.
Por ejemplo, durante el medioevo y bajo el mando de las autoridades eclesiásticas, se procuraba regular los sonidos que generaban en hombres y mujeres conductas inapropiadas. Se prohibió expresamente la utilización de una frase melódica porque, a través de su sonoridad disonante, podía convocarse al demonio. En su libro Efecto Beethoven el crítico argentino Diego Fischerman apunta: “para la teoría medieval, el intervalo de cuarta aumentada era ‘el diablo en música’. Ese intervalo, precisamente, fue la base del nuevo estilo del jazz. Y el término be-bop, según algunos, era la onomatopeya para cantar estas cuartas aumentadas cuando eran descendentes”. Más allá del tecnicismo, lo cierto es que allá por los ’40, durante los comienzos del be-bop, el estilo que abonaron Charlie Parker y Dizzie Gillespie fue acusado de demoníaco por los sectores conservadores de la sociedad norteamericana.
Años más tarde, un grupo como The Doors utilizó la figura del ‘diabolus in musica’ con frecuencia para canciones como “L’America” o “Not to touch the Earth”. Curiosamente o no tanto, los conciertos de los Doors son recordados como auténticas misas paganas, ordenadas por el poder magnético de Jim Morrison. En muchas oportunidades se asoció a Morrison con Dionisio, divinidad griega celebratoria del vino que tenía en su cortejo a los Sátiros y las Ménades de las que hablaba Cortázar.
El grupo inglés Black Sabbath, creador del género que más tarde se llamaría heavy metal, inmortalizó su imagen satánica con letras mórbidas y tapas escalofriantes, pero fue el siniestro riff de su canción homónima el que les valió el apelativo de ocultistas. Y ese riff estaba montado sobre ese intervalo de ‘el diablo en música’. No es casual que sobre otros cultores del género heavy metal, como Judas Priest o Marilyn Manson, hayan caído sospechas y acusaciones absurdas. Tal vez, después de tantos años, la Inquisición no haya cambiado demasiado sus maneras.
En 1977, cuando George Lucas creó la saga de La Guerra de las Galaxias, retomó el concepto para su lucha entre el Bien y el Mal. Así, cada vez que la acción se trasladaba a los aposentos del Lado Oscuro –la personificación del mal- la música que lo identificaba era una ominosa marcha que cabalgaba sobre esa insistente frase disonante. Se había convertido, en definitiva, en un hábil recurso artístico para representar al mal, aunque difícilmente podamos encontrar allí rastros del Lucifer. Y en todo caso, es hasta injusto con Dios creer que fue el influjo del Diablo el que propició la aparición de artistas enormes como Charlie Parker, Jim Morrison o Niccolò Paganini.
Más inquietante es, desde luego, pensar en el testimonio que Mark David Chapman brindó poco después de asesinar a John Lennon. El 8 de diciembre de 1980, luego de disparar cinco veces contra el cuerpo del beatle, Chapman declaró que una voz diabólica le dijo lo que tenía que hacer. Que una voz diabólica lo había impulsado a matar no sólo al artista más importante del siglo XX, sino a uno de los activistas más fervorosos contra la guerra y a favor de la paz ¿Y si acaso fuera cierto?