jueves, 23 de diciembre de 2010
RESEÑA: Los Campos Magnéticos
ALVY, NACHO Y RUBIN: interpretan a Los Campos Magnéticos (Grillo Records)
Ya contamos la historia de Rubin, Alvy Singer y Nacho Rodríguez, pero ahi va de nuevo. Se trata de tres compositores del under que, aunque bien distintos, erigieron su altar privado para la canción. Lentamente se fueron acercando cuando advirtieron que cada uno tenía su propia estampita de Stephen Merrit, el orfebre impenitente de los Magnetic Fields. A partir de allí comenzaron un trabajo metódico de adaptación que, al final, devino en este disco. Con el acento sobre las 69 Love Songs, el trío no arma una mera colección de covers ni tampoco -al modo del jazz- utiliza las piezas sólo como punto de partida. No: ponen por delante la canción, preservando el rigor compositivo con la suficiente autoridad como para impedir que se desdibujen sus personalidades. Así, más allá de los desplazamientos (aquí el galán no pasea por el Lower East Side, sino por La Paternal), se respetó la tensión entre el sonido de una palabra, su significado y el contexto musical. En este caso, un pop de cámara que los representa tanto como a los Magnetic Fields. Entre otras cosas, el disco es un bellísimo gesto de reivindicación para el intérprete. Así y todo, cargado de sentidos como está, fluye liviano como la brisa de este diciembre.
Martín E. Graziano
jueves, 16 de diciembre de 2010
TREMOR: los ancestros digitales
LOS ANCESTROS DIGITALES
Por Martín E. Graziano
Desde el comienzo la música de Tremor fue extraña y, al mismo tiempo, familiar. Era una serie de suites digitales, que trabajaban sobre el folklore norteño como si fuera un cuadro cubista. Quizás por eso, Tremor arrancó siendo la máscara que utilizaba Leonardo Martinelli para mostrar su obra. Sin embargo, después de la edición de Landing (2004), se fue transformando naturalmente en un trío. Y tanto la incorporación de Camilo Carabajal como la de Gerardo Fares, terminaron de darle una identidad más orgánica a la criatura. “Camilo es la tracción a sangre, la energía de la tierra, el link al folklore más crudo y real –explica Martinelli-. Gerardo es como un alquimista que une todo lo acústico que tocamos en vivo, con toda la información digital que viene procesada desde el estudio. Finalmente esta lo humano: el trío es sólido y muy unido en todo sentido, humanamente y también en la pasión por recorrer nuevos caminos”.
Así, después de Viajante (2008) y antes del próximo disco con composiciones originales, decidieron editar Para armar. Una colección de remixes que Tremor realizó sobre la obra de artistas cercanos. Y si bien el mapa del disco une a artistas tan disímiles como Nortec Collective, Coiffeur, El Remolón y hasta el folklorista santiagueño Elpidio Herrera, hay un hilo subterráneo que otorga una coherencia esencial. Sin costuras a la vista.
¿Cómo cambia el enfoque cuando trabajan con una pieza ajena?
Antes de Tremor nunca había hecho remixes para nadie. Y descubrí que, cuando remixo a un artista, me relajo y me divierto mucho. Me permite una mirada más ligera, que no me permito cuando hago mi propia música. Ahí me pongo "demasiado serio", a veces. Estos remixes me sirvieron para darme cuenta que también pueden surgir resultados interesantes sin necesidad de autocensurarse tanto. La idea era intentar "fagocitar" cada obra y hacerla propia. Todos los remixes están "tremorizados" y si bien fueron hechos en distintos momentos, todos comparten el collage y una mirada "prismática" del material original.
Vienen de una gira y este mes van a participar de la WOMEX. ¿Cómo reciben la música de Tremor en el exterior?
Es sorprendente como la gente se expresa en los shows del trío, en especial en Estados Unidos. El publico grita, baila y ¡hasta canta! Creo que si bien hay elementos contemporáneos en nuestra música, también es cierto que hay elementos tribales muy antiguos, como cuando tocamos tarkas o el bombo legüero los tres juntos. Ese tribalismo esta en el ADN de todos los seres humanos. El público percibe esa mística.
En el último tiempo has profundizado tu estudio de los instrumentos nativos. ¿Qué es lo que te interesa de esas sonoridades?
Me encanta descubrir instrumentos que, aunque sean antiguos, son nuevos para mí. Los instrumentos nativos tienen un sonido que hace resonar una emoción muy particular adentro de uno. Me encanta esa dulzura que tienen, pero al mismo tiempo esa crudeza, cierta rusticidad. Para mí el folklore estuvo siempre ahí, aunque un día algo me hizo click y empecé a sentirlo de una manera diferente. Conecte, sobre todo, con esa religiosidad que tiene la música andina. Cuando podes conectar con esa mística, lo que te llega es muy fuerte. Tanto que a veces se lleva por delante lo musical y entendés muchas cosas de nuestra cultura y el ser humano.
¿Cuál te interesa que sea el aporte de la música de Tremor?
Si podemos ayudar a que en el futuro haya más bandas que incorporen ritmos o instrumentos folklóricos a su música, seria misión cumplida. Ojala en algún momento se acaba esa mirada rígida donde un grupo de rock es guitarra/bajo/batería, o el folklore es un gaucho tocando un bombo o un coyita tocando el charango. Los instrumentos son solo herramientas, medios para expresarse. Se acabaron las barreras, todo vale.
lunes, 13 de diciembre de 2010
FRANCESCA ANCAROLA: te recuerdo, Víctor
miércoles, 8 de diciembre de 2010
LENNON: cinco balas antiguas
Por Martín E. Graziano
A fines de 1960, Jorge Luis Borges entregó a la imprenta un curioso libro de misceláneas que tituló El hacedor. El volumen era tan breve como fascinante, pero eso no es lo que nos importa ahora. Ahora nos importa sólo el texto que cerraba ese libro. Allí, Borges aseguraba que la trasmigración no era patrimonio exclusivo de los hombres: las cosas, decía, también podían reencarnar. Entonces acompañaba el camino de una bala, río arriba en la historia de la humanidad. Antes, decía, había sido una bayoneta, una cuchilla triangular y los clavos que atravesaron la carne de Cristo contra el madero. También la copa de cicuta que bebió Sócrates. Al final, el escritor ciego concluía: “en el alba del tiempo fue la piedra que Caín lanzó contra Abel y será muchas cosas que hoy ni siquiera imaginamos y que podrán concluir con los hombres y con su prodigioso y frágil destino”.
Borges sospechaba que la piedra volvería a aparecer; y no se equivocaba. Para ser precisos, volvió la noche del 8 de diciembre de 1980, en la puerta del Edificio Dakota de New York. Aquella vez, la piedra fue las cinco balas que mataron a John Lennon. Las disparó un don nadie llamado Mark David Chapman, articulando un crimen tan absurdo que parecía compensar un silencioso plan divino. Las explicaciones eran sólidas, pero no alcanzaban a medir la dimensión de la pérdida: para evitar que Lennon siguiera destrozando al mito, a Chapman no le quedó más remedio que matar la persona. La tragedia es que, además de un símbolo, Lennon era uno de nuestros mejores hombres. Imperfecto y bellísimo, lleno de contradicciones, de humor, de rabia, de amor, de dolor y de música. No hace falta decir que lo extrañamos.
ROMPER EL MOLDE
“Todo tiene logo”, canta Kevin Johansen, y sabe que tiene razón: ni siquiera Lennon pudo zafar. Lamentablemente, el ícono a veces impide pensar y levanta un velo entre el público y la persona. Por ejemplo, si bien el inconsciente colectivo asocia a Lennon con el flower power, lo cierto es que su mirada y posterior activismo tenían más que ver con otra cosa. Como cualquier joven de los ’60, surfeó la ola del Verano del Amor -aunque después lo rechazara-, pero la verdad es que era un héroe de la clase trabajadora.
John Winston Lennon venía de un hogar humilde de Liverpool, golpeado duramente por la II Guerra Mundial. Abandonado por su padre y con la figura fluctuante de su madre (hasta su muerte en un accidente), se curtió en el ripio de la calle y se convirtió en un muchacho bravo y sensible de la ciudad portuaria. No en vano después cantaría eso de: “te lastiman en casa y te pegan en la escuela, / te odian si sos listo y desprecian al tonto”. Los modos elementales del rock & roll y la música skiffle (una variante accesible del jazz y el blues) le abrieron las puertas a él y a toda una generación de jóvenes ingleses desclasados. Con ese envión, John encontró la horma de su zapato y formó The Quarrymen, el embrión de los Beatles. A partir de entonces, aún cuando los Beatles navegaran los territorios del pop, Lennon siempre iba a filtrar su honestidad visceral. Y nadie esperaba que el jovencito que tocaba la guitarra eléctrica con sus amigos hablara sobre ‘cosas incómodas’. Lennon fue el primero y fue mordaz, lo que le valió tanto la atención del mundo inconformista como la persecución de los conservadores.
Justamente, esa tensión entre las máscaras del pop y la crudeza del rock & roll (y las músicas ‘francas’) iba ser una de las claves de los Beatles. El otro vértice era, claro, el tráfico cultural entre el arte popular y el llamado arte ‘culto’. Esos diálogos parecían tener su correlato en el equilibrio perfecto y precario que establecieron con McCartney. Una relación de admiración y rivalidad que, mientras duró, permitió canciones imperecederas que nos cambiaron para siempre. Es decir, aunque los sentimientos de Lennon hacia Paul pendularan entre el rencor y la hermandad, lo cierto es era su contrapeso ideal. Y si a esa ecuación sumamos ese tercer elemento que era George Harrison, estamos ante la entidad artística más poderosa del siglo XX.
Cada uno representaba una idea diferente de vanguardia: como dice el crítico Diego Fischerman, la vanguardia académica y la anti-académica. En ese sentido, el ingreso de Yoko Ono a su vida es una revelación. Además del amor, Lennon encontró en ella los vehículos ideales para llevar su música al nivel que deseaba. En los circuitos del arte conceptual, Yoko no era una improvisada y ya tenía bien ganado su prestigio, así que entre ambos desarrollaron una simbiosis notable.
Muy pronto Lennon percibió que el estrellato pop era una cárcel. Una celda de lujo, pero una cárcel. Entonces tomó el toro por las astas y empezó a desconcertar al mercado: comenzó a editar sus dibujos, grabó discos inescuchables, actuó como soldado en una película, formó un super-grupo efímero y, finalmente, hizo estallar a los Beatles. La tapa de Two virgins, esa desnudez frontal para el mundo, quería decirnos algo: ‘más allá de todo lo que digan, soy un hombre’.
EL GRITO PRIMAL
Hay que tener coraje para, cuando todos te ubican en el pedestal del ídolo, abrir tu primer disco solista gritando por tu mamá. Y “Mother” era sólo el comienzo de Plastic Ono Band (1970), su álbum más visceral y quizás el mejor. Por entonces, Lennon se encontraba en plena destrucción del mito beatle, cantando cosas como “yo era la morsa, pero ahora sólo soy John”. Incluso en una famosa entrevista para Rolling Stone, publicada en enero del ‘71, fue capaz de decir: “unos grandísimos hijos de puta, eso eran los Beatles”. A la distancia la frase no parece gran cosa, pero un gesto de esa naturaleza entonces significaba un desafío verdadero para sus propios seguidores. Lennon les pedía que dejaran de creer en cuentos de hadas, que dejaran de ser meros fans porque era momento de crecer. De cosechar lo sembrado durante los ’60. Él mismo estaba tratando de hacerlo.
Para huir de la espiral de rumores tras la separación de los Beatles, en agosto del ’71 Lennon y Yoko se fueron a vivir a New York. Su posición pública frente a la guerra de Vietnam y la amistad que cultivó con enemigos públicos de los EEUU (como Jerry Rubin y Bobby Seale, líder de los Panteras Negras) le valieron un atento monitoreo del FBI durante el gobierno de Nixon. La actitud disidente de Lennon tenía que ver con aquella Desobediencia Civil que había pasado por las manos de Thoreau, Gandhi y Martin Luther King. En esa idea de revolución la violencia no tenía lugar, y para comunicar sus consignas entendió que al fin podía usar su fama para algo positivo. Por ejemplo, tomó su propia Luna de Miel con Yoko y la convirtió en auténtico arte pop. Los medios fueron convocados a su cuarto de hotel y partieron raudos en busca de comida amarilla: encontraron a la pareja en la cama, pidiendo “una oportunidad para la paz”. Desde entonces, la política de migraciones norteamericana lo envolvió en un proceso de kafkiano de extradición. Fueron cinco años con las valijas hechas hasta que, luego de la caída de Nixon, le entregaron su ‘green card’.
En todo ese tiempo, y a diferencia de la mayor parte de los músicos actuales de rock (que hacen disco, videoclip y gira con obediencia devota), Lennon hizo estrictamente lo que quiso. Firmó un par de discos perfectos, se dedicó al activismo cívico y luego se metió en una larga noche de juergas que duró 18 meses. Grabó las canciones favoritas de su adolescencia, produjo los álbumes de algunos amigos y, cuando finalmente volvió a casa, tuvo su primer hijo con Yoko. Sean nació en 1975, y Lennon pasó los siguientes cinco años dedicado a ser padre por tiempo completo. Es decir, el artista no se acomodaba al mercado: el mercado tenía que acomodarse a él.
En octubre de 1980 decidió que era tiempo de volver a hacer música y lo hizo. Double fantasy, el disco del regreso, tenía una canción que decía: “la gente piensa que estoy loco por hacer lo que hago / y me hacen toda clase de advertencias para salvarme de la ruina. / Cuando les digo que estoy bien me miran extrañados / yo sólo estoy aquí sentado viendo las ruedas girar / y me encanta verlas girar”. Las cosas parecían marchar fantásticas. Lennon había encontrado la paz, y la había encontrado en casa. Era un ciudadano feliz de New York, que caminaba por las calles sin guardaespaldas mientras escribía el soundtrack de nuestras vidas.
Para muchos hombres y mujeres, todo su camino era una larga parábola. Su tema era la libertad y su enseñanza era sencilla: podemos inventar nuestra propia forma de vivir. Pero, como cantaba Brassens, “a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe”. Entonces vino Chapman y, acaso sin saber que designio estaba cumpliendo, disparó cinco veces.
Cinco balas antiguas.
RESEÑA: Espíritu salvaje
En nuestros días, popular se ha confundido con masificado. Es decir, con aquello introducido en la circulación mediática por la fuerza del dinero. Bueno, la música de Onda Vaga es popular en el mejor de los sentidos. Sin discográfica, productora ni aparato promocional, sus canciones corrieron como un reguero de pólvora. Su primer disco, Fuerte y caliente, tiene alma de leyenda. Por toda su mitología poloniense, por aquella tapa con Bruce Lee, por el repertorio imbatible y, sobre todo, por “Mambeado”: el primer himno para toda una escena. A diferencia de las bandas de rock que funcionan como pymes, la banda encaró su segundo disco como una aventura. Se mandaron hasta El Calafate y grabaron a la vieja usanza: todos juntos en la sala, casi sin sobregrabaciones. Para eso, al quinteto de voces, guitarras criollas, trombón y cajón peruano, se sumó la base habitual del vivo, con Faca Flores (percusión) y Alvy Singer (bajos). Espíritu salvaje es vital y expansivo. Sus ¡19 canciones! orbitan el mapa latinoamericano apoyados en una lírica tan celebratoria como Walt Whitman. En el final, cuando se entregan a la letanía que dice “en mis sueños la muerte canta”, se siente ese vértigo en el estómago: el momento perfecto que no se va a repetir.
lunes, 6 de diciembre de 2010
JUANJO DOMINGUEZ: sin red
LA CUERDA SENSIBLE
Por Martín E. Graziano
No sólo hay que escuchar a Juanjo Domínguez: hay que verlo tocar la guitarra. El tipo está ahí sentado, con los ojos cerrados y su pinta de Buda criollo, cuando sus manos empiezan a recorrer el diapasón y algo sucede. Algo que parece perfectamente normal, pero tiene su magia: un hombre usa un instrumento para canalizar música. El tema es que eso, en Juanjo Domínguez, equivale a decir buena parte de la cultura musical y popular de nuestro país. Por ejemplo, el tango que va de Gardel hasta Piazzolla, pasando por Grela, Troilo y los hermanos Expósito. Es decir, casi todo el tango. Desde luego, también el mapa que une gatos, cuecas y chacareras con la zamba, el chamamé y la milonga. Es decir, casi todo el folklore. Como si fuera poco, tampoco le fueron ajenos el jazz de Oscar Alemán ni el bolero melódico y popular.
A fin de cuentas, Juanjo carga con un oficio de una vieja tradición criolla: la del guitarrero. El hombre que, en el teatro o al calor del fogón, maneja con sabiduría el sutil arte de acompañar y llevar la música. Esa razón y, claro, su dominio sobrenatural de la guitarra (casi una extensión de su cuerpo), le permitieron tocar todo y con todos. Su foja de servicios asusta un poco: Chabuca Granda, Goyeneche, María Martha Serra Lima, Horacio Guarany, Lalo Schifrin, María Graña, El Cigala, Andrés Calamaro y un larguísimo etcétera. Justamente de la mano de Calamaro y después de una ausencia anunciada por los estudios, Domínguez volvió a grabar discos. En Sin red, nominado a los premios Gardel, se lanzó a registrar canciones sin ensayo ni sobregrabaciones. El resultado, imperfecto y bellísimo, es un cable a tierra y hacia el cielo.
-Unos años atrás dijiste que no ibas a editar más discos. ¿Qué te hizo cambiar de idea?
-Me hizo cambiar de idea una charla con mi promotor, empresario y amigo, Felipe Insalata. Me incitaron a poner mi propio sello discográfico, entonces puse Junin Music y volví a grabar porque ahora trabajo para mí. Yo caminaba y caminaba para una compañía que me pagó con una patada en el traste. Ahora camino para mí, y la historia es distinta. Todo es más relajado y vamos logrando lo que en realidad queremos. Lo que siempre buscamos.
-En Sin red se escucha tu respiración y hasta algunas imperfecciones. ¿Por qué decidís no quitarlos?
-Porque si no, no sería Sin red. ‘Sin red’ es el tipo que se tira desde un trapecio y donde se le aflojaron las manos se hizo mierda. Si sacara un disco donde está muy pesada la mano del técnico, entonces ya no sería sin red. Tiene que ser documental, todo en toma uno. Ni el técnico ni yo sabíamos que iba a tocar en el estudio. Y creo que, de pronto, esto es lo que a la gente le gusta de Juanjo. Porque esto lo hago siempre en el escenario. Cuando voy a un festival de guitarras, donde todos ponen el programa de lo que van a tocar, y yo pongo ‘los temas serán de acuerdo a la predisposición y el estado de ánimo del intérprete’. Puedo arrancar con una zamba como con un tango o algo que nunca toqué en mi vida.
-Aunque hay un gato y dos zambas, el acento está en el tango. ¿Sigue siendo el tu principal vehículo expresivo?
-Es el que más conozco. Donde más me siento seguro, más que nada. Con el folklore hay temas que me superan en la forma que los estoy tocando. No sé si me explico. O sea, me supera el tema porque estoy pensando ‘que lindo que es esto’ y como que me estoy yendo de lo que estoy haciendo. Con el tango no, porque el tango es como salir a caminar por mi habitación con la luz apagada: yo sé dónde está la mesa de luz, donde tengo que esquivar un mueble. Eso es el tango para mí: está incorporado a mi cuerpo.
-¿No te sentís limitado cuando tenés que tocar obligatoriamente los clásicos?
-No, porque manejo mucho la improvisación. En una gira en Japón me obligaban a tocar “La cumparsita” en todos los conciertos. Entonces un día la tocaba en LA, al otro día en RE, al otro en SOL. Bueno, esa es una forma de salir de ese brete. Mirá, en una conferencia se toma un tema: digamos, la radio. Y damos seis conferencias sobre la radio. Vamos a hablar siempre de lo mismo, pero con distintas palabras. Esto es lo mismo. Incluso, de acuerdo al ánimo, puede cambiar hasta el temperamento de un tema.
-¿Cuánto de oficio pones en juego en cada toque y cuanto te dejas emocionar?
-Tiene que estar paralelo. Hay que ponerle todo el oficio, pero si no estás convencido no convencés a nadie. A mí me tocó dar un concierto dentro de la Basílica de Luján cuando falleció mi vieja, y yo le dedico el concierto. Pero si me pongo a llorar como una chancho y no puedo hablar, entonces ya se me escapa la cosa. Yo expliqué bien de qué se trataba la historia, y esa congoja llegó. Las dos cosas: tengo que explicarlo pero a la vez también tengo que demostrarlo. El intérprete es muy importante. Una vuelta hablando con Horacio (Guarany), me dijo ‘si cantar fuera sólo afinar…’. Y tiene razón.
GUITARRA, DÍMELO TU
Cuando Juanjo tenía 4 o 5 años, su padre solía juguetear con la guitarra. Una tarde estaba intentando, sin fortuna, sacar una melodía. Entonces su hijo dio un paso al frente, le pidió el instrumento y la tocó de un tirón. Como aún tenía dedos cortos, le mandaron a hacer una viola más chiquita y a los doce años ya era profesor de guitarra, solfeo y teoría. “Mi meta no era subir a un escenario, ni mostrarme, ni viajar, ni siquiera vivir de esto. Yo quería tocar. Yo amaba y amo el instrumento”.
-¿Cómo fue que a los 15 dejaste tus estudios clásicos?
-Porque me gustaba la música popular. A esa edad ya andaba acompañando cantores de tango, como Alberto Echagüe, Lezica, Laborde, Podestá. Apoyaba la guitarra en la pierna derecha, y cuando iba a dar lección la ponía en la pierna izquierda, ¿entendés? Ya empezaban los problemas. Mi profesora, que era un fenómeno, sabía todo esto. Entonces cuando me iba a tomar lección, a veces entraba al aula de golpe y me enganchaba tocando un tango. Yo paraba, pero ella me decía ‘seguí, seguí’. Después me pareció que, como decía Berlioz, ‘la guitarra es una orquesta en miniatura’. Y creía que las escrituras para guitarra eran elementales. En “Recuerdos de la Alhambra” el trémolo estaba escrito para una sola cuerda y a mí me sonaba muy flaquito. Empecé a intentar hacerlo con tres cuerdas, y para el clásico eso podía ser una falta de respeto. Entonces no les quise faltar más el respeto.
-Tocaste de todo y seguís incorporando géneros. ¿Crees que el guitarrista argentino tiene, naturalmente, una gran adaptabilidad?
-Sí, totalmente. Es más cosmopolita que cualquier otro músico. Hay pruebas de esto. Carlitos Franzetti, que le hizo el disco Siembra a Blades. Calandrelli que le arreglaba a Sinatra. Bebu Silvetti, que le arregló los discos de boleros a Luis Miguel. Inclusive Lalo Schifrin. Fijate que Lalo con su orquesta le hace sombra a los gringos. ¿Y vos escuchaste a algún gringo que venga a hacerle sombra a Salgán o a Troilo? No, porque no son tan dúctiles como nosotros. Vos escuchás las cosas de tango de Paco de Lucía y es un flamenco haciendo tango. Y te digo que yo la acompañé a Chabuca cuando tenía 18 años, ¡y ella se creía que yo era peruano! (risas) Igual así también nos bandeamos para cualquier lado... Nosotros nos vamos a Italia y al año somos unos tanitos barbaros.
-Acompañaste a gente muy distinta. ¿Por dónde pasa el principal canal de conexión con un cantante?
-Hay que conocer el género y conocer bien al cantante. Si yo no conozco a El Cigala, es probable que le haga un arreglo en el tono equivocado. Y al Cigala lo vengo siguiendo desde hace un montón. Me morfé sus discos. Se la tesitura, sé que pica para arriba y que estrangula la garganta porque es la forma de los flamencos, entonces tengo que buscar el lugar donde muestre todo ese potencial. Yo acompañaba a Guarany y al Chango Nieto, dos cantantes muy distintos. Uno toda fuerza, con sus caladas y sus movimientos de ritmo. El otro todo estructurado, donde la voz está puesta en otro sitio. Y acompañar al Polaco no era lo mismo que acompañar a María Graña: una está mostrando su capacidad cantoral, y el otro el clima. Entonces hay que saber ponerse al servicio. Después tenés la otra parte. Hay cantores con los que tenemos que atajar penales. No los tenemos que acompañar: los tenemos que perseguir (risas). A otros cantores les tirás el acorde, y ya lo hacen todo solos. O sea, cuando un dibujo no es muy bueno, hay que ponerle un buen marco para disimular un poco. Pero si el dibujo es bueno, hasta con el cartón lo vendés.
-Después de tantos años, ¿cambió tu relación diaria con el instrumento?
-No, y el día que me complique no toco más. “Así quedás compañera, / en un rincón de la pieza / al verte sola embelesa / tu postura de hembra fuerte / tal vez en algún camino / vibraras junto a mi muerte”… eso no lo dudes. Vos sabés que uno cae en locuras. Porque uno es un loco, todos somos locos. Me decía el guitarrista Miguel Ángel Cherubito: ‘Juanjo, ¿por qué no te detenés a mirar la guitarra? Creo que sólo mirándola, las cuerdas van a vibrar’. Y su locura me la transmitió. Viste como dijo Houdini, que iba a hablar desde el más allá… Bueno, es tan profunda la relación que tenemos con la guitarra, que creo que la voy a hacer vibrar.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
RESEÑA: El hambre y las ganas de comer
Justo cuando su obra comenzaba a cerrarse peligrosamente sobre sí misma, Gabo hizo un movimiento vital. Salió de su terreno seguro y se puso en estado de riesgo. El verano pasado, mientras atravesaba una sequía compositiva, convocó al escritor Pablo Ramos para trabajar como parceiro. Y si bien la sociedad con letristas es una modalidad que el rock cultivó poco y nada, se trata de una vieja tradición en las músicas populares. Esencial para entender la cancionística del siglo pasado: Leguizamón/Castilla, Gardel/Le Pera, Jobim/Vinicius, Weill/Bretch, etc. Desde luego, además de una amistad incipiente, entre Gabo y Ramos ya había una serie de afinidades éticas y estéticas. Pero no eran lo mismo y se dejaron contaminar. La criatura, entonces, se parece a los dos y es también otra cosa. Una trova suburbana y rabiosamente contemporánea, arreglada para una base de guitarra, piano, bajo, percusión y ese otro instrumento único: la voz de Gabo. Son valsecitos, baladas y milongas sobre pibes narcotizados y casas de cartón cediendo al temporal. Son canciones que un hombre debía cantar.
Martín E. Graziano