miércoles, 29 de julio de 2009

DYLAN: el fugitivo


Así es, nuestro periodista se hizo un lugarcito en las páginas de la revista Rumbos para darse un gusto: escribir sobre Dylan. Y acaso en las mejores circunstancias posibles. Es decir, esperando por su llegada a Argentina, allá por marzo del 2008.

BOB DYLAN
Una piedra rodando

Uno de los artistas más importantes del siglo XX estará una semana en la Argentina. Habrá recitales en Rosario, Córdoba y Buenos Aires. Este es el hombre que estableció el patrón definitivo para la canción moderna. Habrá que verlo.

Por Martín E. Graziano

Un viejo problema: dar cuenta de una persona en su totalidad. Y si es posible, en no más de tres páginas. El problema se hace aún más complicado cuando la persona en cuestión atravesó el camino de su vida con tantas máscaras, tantos conflictos, tantos atuendos, tantos amores y, de paso, unos cuantos nombres. Pero, sobre todo, centenares de canciones imbatibles. Preguntarle a Martin Scorsese, que le dedicó un documental de más de tres horas y, sin embargo, debió contar la historia hasta 1966. Preguntarle a Todd Haynes, el director de I’m not there, que para hacer su película biográfica debió resignarse a sólo algunos episodios y, aún así, no le quedó más remedio que utilizar seis actores (entre ellos, un niño negro y una mujer) para retratar al personaje. Preguntarle a los al menos 4 biógrafos, a los autores de centenares de libros dedicados a su figura. Y si, el problema se vuelve definitivamente imposible de resolver si esa persona aún está viva. Y Bob Dylan no sólo está vivo: está entre nosotros.
Ese hombre que la revista Newsweek rotuló como "la persona viva más influyente del mundo entero" va a pasearse por Rosario, tomará acaso un taxi en Buenos Aires y llegará caminando al Chateau Carreras. Y no exagera Newsweek: Dylan fue el hombre que plantó el árbol genealógico de buena parte de la historia de la música popular de la segunda mitad del siglo.
Sin embargo, es el mismo Dylan el que todo el tiempo intenta desarticular su gloria para, paradójicamente, no hacer otra cosa que alimentar el mito. Recordar sino cuando hace unos pocos años le entregaron el título honorario de la insigne St. Andrews University y él permanecía allí, con un birrete sobre la cabeza haciendo muecas mientras los catedráticos se despachaban con discursos que comparaban su obra con la de Shakespeare. Ir a sus conciertos, donde en lugar de hacer versiones de si mismo, se obliga a reinventarse frente al público.
Este es el hombre que obligó al rock a ponerse los pantalones largos sin tanta solemnidad, abriendo la puerta para salir a jugar y gritar que si, que el rock podía decir mucho más que ‘ella te ama, si, si, si’. Que a partir de ahora y para siempre, podía gritar: "era tanto más viejo entonces ¡soy mucho más joven ahora!".

SIN RUMBO A CASA
Ahora los ojos se nublan y comienzan a escucharse voces muy lejanas. El rumor del viento y la pantalla poniéndose del sepia de las fotografías viejas. Una ruta nevada y estamos en Hibbing, un pequeño pueblito del estado de Minessotta. Estamos entrando en los Estados Unidos de los ’50, caminando entre las ruinas del miedo atómico en la Guerra Fría. A los niños del colegio local les enseñan a ponerse a salvo de posibles bombardeos ocultándose debajo sus pupitres. Al pequeño Robert Allen Zimmerman, el protagonista de esta y otras tantas historias, también.
Muy pronto, el joven Zimmerman comienza a dominar los rudimentos de la guitarra y la armónica escuchando transmisiones de radio y discos viejos de country y blues. No tarda demasiado en descubrir que tiene un héroe que se llama Woody Guthrie, y que “escuchando sus canciones uno puede aprender a vivir”. Hace su valija, junta 10 dólares y sale a la ruta para hacer dedo, en busca de su maestro. Encuentra a Guthrie abandonado en un asilo de la costa este, y dedica sus días a frecuentarlo, cantarle canciones y escucharlo.
Por entonces ya había decidido al menos dos cosas: por un lado, que debía instalarse en New York; por el otro que, pensando en el poeta galés Dylan Thomas, a partir de entonces y para siempre la gente iba a conocerlo como Bob Dylan. En esos primeros meses del Greenwich Village, el barrio de la bohemia neoyorquina, aprende todo lo que puede, absorbe al mundo como una esponja y, finalmente, entiende que tiene cosas por decir. “Comencé a componer canciones porque necesitaba cantarlas –dijo hace poco-. Y estaban escritas en un idioma que yo jamás había oído”. El mundo supo pronto que ese hombre podía poner en la palma de su lengua lo que todos intentaban decir pero no podían. Son los ’60, los años donde Dylan sintoniza plenamente con el tiempo que le toca vivir, cuando compone canciones que alcanzan estatura de himnos como “Masters of war”, “Times they are a-changin” y “Blowin’ in the wind”.
Los medios, el público y sus colegas hablan de Dylan como la ‘voz de una generación’, pero él no está dispuesto a ser atrapado tan fácilmente. En el tradicionalista festival Newport de folk estrena su propuesta eléctrica, y los fanáticos más recalcitrantes muestran su disgusto abucheando al nuevo Dylan. Poco después, la legendaria noche del 17 de mayo de 1966, un espectador indignado le grita “¡Judas!”. Dylan responde: “No te creo... eres un mentiroso”. Gira, enfrenta a su banda y, encendido, les ordena “¡Toquen lo más fuerte que puedan!”. Y así fue.
Luego vino un accidente de moto que lo alejó del mundo público. Luego vinieron incursiones en la raíz más honda de la música de su pueblo que, en su caso, jamás fueron retrocesos. Mejor eso de un paso atrás, un paso atrás para poder dar un gran salto.

¡SALVADO!
A mediados de los ’70, y después de una monstruosa gira carnavalesca llamada The Rolling Thunder Review, un doloroso divorcio, una película burlada y algunos discos ignorados, Bob Dylan venía de capa caída. Cierta noche de entonces, en 1978, durante un concierto que pudo ocurrir en San Diego, alguien entre el público arrojó al escenario una cruz de plata. Dylan se inclinó a recogerla y allí, en el pestañeo de esa epifanía, tuvo lugar su conversión al cristianismo. Como cada cosa que hace, que hizo Dylan, fue hasta el fondo. Se unió a la Vineyard Church of Christianity -un grupo fundamentalista cristiano donde leía cuatro días por semana la Biblia-, grabó tres discos donde aullaba estar ¡Salvado!, y supo salir al escenario con una Biblia en las manos, dispuesto a mandar al infierno a todos los pecadores.
Poco después, desencantado de la religión institucionalizada y, tal como lo cuenta en sus Crónicas, bastante fuera de foco, Dylan se encontró con una misteriosa revelación. Fue durante 1986, y en acaso su momento artístico más bajo. El episodio tuvo lugar en la ciudad suiza de Locarno, en el medio de una gira, en el medio de un escenario, en el medio de un concierto. Y, como toda revelación, resultó intransferible y sólo tuvo sentido para el iluminado. Por más que lo intenta en sus Crónicas, las explicaciones acaban siempre naufragando. Allí decidió que no iba a parar de tocar por el resto de su vida. Que iba a estar de gira hasta que la muerte le dijera basta. Y que cada concierto iba a ser diferente al anterior. A partir de allí se establece, además del movimiento constante por el planeta, los conciertos sin lista de temas que Dylan decide mirando a su banda. La huida hacia adelante. Nació entonces este huracán que hoy lo trae hasta la Argentina: The Neverending Tour.

TIEMPOS MODERNOS
En 1997 el viejo Bob se había calzado las botas de un vagabundo crepuscular. Había obtenido su disco más oscuro (Time out of mind), el que confirmaba su regreso a la mejor forma artística y, de paso, la inminencia de un posible final. Apenas unos meses después, una complicación cardiaca casi lo mataba. Y sin embargo, emergió haciéndole un corte de manga a la muerte, con un furibundo clásico instantáneo que tituló Love and theft y que, oh casualidad, salió a la venta el 11 de septiembre de 2001. Día del Maestro y Día de las Torres y los Aviones.
El protagonista de esta, y otras tantas historias, está aquí. Ese hombre que, desde que dejó su hogar en el Hibbing natal, vivió como un fugitivo. Buscando el camino de vuelta a casa que, todo parece indicar, no pudo encontrar jamás. Resulta conmovedor cierto segmento final del documental de Scorsese, cuando un Dylan absolutamente pasado de vueltas es entrevistado por un periodista temeroso que se limita a escuchar el monólogo: “I just wanna go home” repite Dylan, una y otra vez. Sólo quiere volver a casa.
Son muchos caminos y, algunos, inescrutables. Dylan atravesó períodos de exposición total y otros de un ostracismo tan obstinado que acabo desapareciendo del ojo público. No resulta extraño entonces, que su mayor anhelo sea perderse detrás de las canciones. Tal como lo quisiera Yupanqui, nuestro fugitivo de este lado del mundo. “Ser enterrado en una tumba sin nombre”, como le dijo al poeta beatnik Allen Ginsberg, parados frente a la tumba de Jack Kerouac. Convertirse en eso que soñaba en la niñez: “lo que tenían en común todos los músicos a los que me quería parecer se notaba en su mirada. Era una mirada que decía: ‘yo sé algo que vos no sabés’ –recuerda Dylan-. Y yo quería ser así”. Será cuestión de mirarlo a los ojos. Pero parece ser que si, que finalmente se ha convertido en uno de ellos. Uno de esos viejos artistas que pueden vivir flotando allí, fuera del tiempo y del espacio. Si señores, flotando en el viento.

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