martes, 26 de octubre de 2010

FRANNY GLASS: Montevideo de tweed

Las canciones otoñales de Gonzalo Deniz llegan desde el otro lado del río. Esto no lo diría Graziano (corre por mi cuenta), pero su trabajo es algo así como el encuentro improbable entre Belle & Sebastian y Fernando Cabrera. Desde luego, nuestro periodista lo entrevistó y, parte del resultado, fue publicado en G7. Aquí va el texto.

MONTEVIDEO DE TWEED

Por Martín E. Graziano

Hay un Montevideo crepuscular que no muchos conocen. Es una ciudad tan sobria y melancólica como una chaqueta de tweed, un poco alejada del candombe y cierto arquetipo del cantor popular uruguayo. Esa es la ciudad de Franny Glass, el pseudónimo que utiliza Gonzalo Deniz para presentarse como solista. Con ese nombre -tomado de la literatura de Salinger- firmó dos de los discos más interesantes en los últimos años de la escena indie al otro lado del río: Con la mente perdida en intereses secretos (2007) y Hay un cuerpo tirado en la calle (2009).
Pero no eran sus primeras armas en el circuito. Antes había formado Mersey, una banda de flema británica que se encuentra a punto de entrar a grabar su segundo disco (“una especie de ópera pop”, anticipa) y le permitió a Gonzalo hacerse un lugar para sus canciones. Franny Glass fue, justamente, el vehículo para esas composiciones de cepa acústica, iluminadas por la misma luz otoñal que supo acompañar a trovadores como Leonard Cohen y, más aquí, a Eduardo Darnauchans. Con el aliento crítico de su primer disco, a partir de 2008 comenzó a cruzar con cierta frecuencia hasta Argentina. Las visitas hicieron que, hace unos meses, trabara una alianza artística con Pablo Dacal y el cantautor español Xoel López. El resultado fue una gira llamada “Canciones compartidas”, que volverá a la carga en estos días.

-¿Cómo te fuiste inclinando hacia la canción acústica de autor?
Siempre imaginé que en algún momento iba a tocar solo. Pero antes pensaba que para eso se necesitaba tener una carrera como integrante de una banda durante años, para luego dedicarse a tocar versiones de manera solitaria. Es un poco ingenuo, pero quizá la mayoría de los solistas que conocía eran personas muy respetadas y con proyectos anteriores exitosos. O quizá sea porque siempre tuve a los Beatles como ejemplo.
-¿Por qué decidiste utilizar la referencia a Salinger?
Porque cuando empecé con el proyecto estaba muy metido con los libros de Salinger y quería que el proyecto tuviera alguna referencia a su literatura. Pasó lo mismo con Mersey: queríamos que el nombre tuviera alguna referencia a los Beatles. Después uno termina haciendo algo que no tiene nada que ver, pero el nombre queda. Es complicado elegirle nombre a un proyecto, porque luego de que la gente lo conoce hay que conservarlo como el que uno tiene en el documento. Te guste o no.
-Aunque no tenga que ver con la típica canción uruguaya, en tu música está muy presente tu lugar. ¿Cómo aparece?
Y, yo nací y viví toda mi vida en Montevideo, escucho mucha música uruguaya y me gusta la ciudad en la que vivo. En las canciones me expreso de la misma manera en que hablo. No me pongo a cantar en inglés o sobre el subte y la nieve, sino que hablo del bus, de la costa, de cosas que me pasan o le pasan a los personajes de mis canciones (todos montevideanos). De hecho, cuando empecé a tocar solo mis referencias eran Donovan, Belle and Sebastian, Leonard Cohen, Magnetic Fields. Actualmente son Eduardo Mateo, Fernando Cabrera, Caetano Veloso.
-¿Con qué cantautores contemporáneos te sentís vinculado?
El primero que se me ocurre es Xoel López. Porque si bien él tiene una carrera ya muy desarrollada y prolífica, tenemos en común que comenzamos haciendo música con una importante influencia anglosajona. Y en este momento (él desde hace ya bastante tiempo, yo desde hace poco) nos encontramos buscando una identidad musical, sin ningún tipo de prejuicio a la hora de buscar referencias. También hay otros con los que me siento vinculado, como Pablo Dacal.
-¿Para quién cantás?
Intento expresar algo de la mejor manera posible, y que en la forma de hacerlo quede estampado un sello personal. Eso es nada más -y nada menos- que poner cosas de mi personalidad en las letras y en la manera de cantarlas. Luego de eso, el receptor ya no depende de mí. Obviamente, hay canciones que son dirigidas a alguien en particular, pero no pienso en una persona o en un grupo de personas al escribir o cantar. Una vez que logré el objetivo de expresar algo, que llegue a quien tenga que llegar.

lunes, 25 de octubre de 2010

RUBEN RADA: poder negro

Después de más de 45 años de carrera, Rada acaba de editar su primer disco como intérprete. Se llama Fan (pa’ los amigos), y es algo así como un homenaje a sus canciones favoritas. Desde luego, esta buena forma de acceder a su historia, es el punto de partida para la nota de Graziano. Fue publicada en Rumbos, el domingo 10 de octubre.

PODER NEGRO

Por Martín E. Graziano

Ahí está Rada, negro y radiante. Acaba de cumplir 67 años, pero camina liviano entre la gente, sin que el peso de su propia leyenda lo sature. Este es el mismo tipo que, en los ’60, formó con Eduardo Mateo una de los grupos seminales del rock rioplatense: El Kinto. El líder de Tótem, integrante de Opa y La Banda, actor ocasional, conductor de programas de TV y emblema del candombe uruguayo. Sin embargo, Rada siempre es hoy. Un moreno extra-large con corbata de los Beatles, que insiste en responder las preguntas cantando las canciones de sus héroes. Tiene sus razones: después de más de 45 años de carrera, finalmente se dio el gusto de hacer un disco como intérprete. Y claro, se trata de un disco esperado: las virtudes de Rubén Rada como cantante han sido elogiadas desde los tiempos de El Kinto.
Por eso ahora es el tiempo de Fan (pa’ los amigos), un homenaje sin solemnidad a sus compositores más queridos. “Esos tipos de los que escucho una canción y digo ‘que bestia’ –dice Rada-. Como Spinetta, que lo escucho y me derrito”. Co-producido con Gustavo Montemurro, Fan tiene una virtud esencial, que es la de unir en un solo repertorio a pilares de la cancionística de ambas bandas del Río de la Plata. Así, Rada versiona tanto a Charly García y Litto Nebbia como a los hermanos Fattoruso y a Fernando Cabrera. Revisa con vitalidad un hit transitado como “Mil horas” y presenta, para buena parte del público argentino, a leyendas orientales como Urbano Moraes, Jorge Galemire y Alberto “Mandrake” Wolf.
-Si bien se habla mucho de tus virtudes como cantante, recién a 40 años de tu lanzamiento como solista haces un disco de intérprete. ¿Por qué ahora?
-Porque primero hay que vivir. Hay que conquistar a la gente y, una vez que pasa eso, recién podés darte el lujo de decir ‘ahora tengo ganas de homenajear a los tipos que envidio con toda mi alma’ (risas) Por eso un día me puse a cantar canciones con Montemurro y salió el tema de Fito, que al final le agregué eso de “bebí, bebí, bebí, / yo no tenía un mango y bebí”, porque a Fito lo he visto en Cuba y en todos lados, ¡y nos hemos agarrado cada curda! Y había dos personas que ya las tenía, pero no sabía que cantar de ellos: Spinetta y León. Pero entonces escuché una versión que tiene León de “Pensar en nada”, con guitarra acústica y le encontré un camino. De Spinetta había hecho “Muchacha” y varias canciones más, pero me parecía que ya las había cantado todo el mundo. Hasta que Malosetti me dijo: “Spinetta tiene una canción que es un candombe”. Así que le puse mis tambores e hice “Será que la canción llegó hasta el sol”.
-¿Cómo -y con qué criterio- fuiste eligiendo el repertorio?
-Por gusto, salvo esas dos que tuve que trabajar más. En realidad, para cantar no intenté ser catedrático y buscar las mejores canciones. Elegí sencillamente las canciones que me gustan a mí, porque en el fondo yo también soy público. Por eso el disco es fresco, divertido. Por eso cambié los ritmos, metí un montón de voces y toqué la batería en todo el disco. El único problema va a ser llevar eso al show: va a ser un despelote.
-La lista de autores une una tradición cancionística de ambos lados del Río. ¿Siempre estuvo esa premisa de tender un puente?
-Sí, claro. A eso quería llegar: yo se que si los argentinos compran este disco van a tener la posibilidad de que les venda la fruta uruguaya. Por eso pongo a Galemire, a Mandrake y a Urbano Moraes, que lo adoro y para mi es uno de los mejores cantantes del Uruguay. Además, el que compra el disco a lo mejor recuerda “Mañana” (que canta mi hijo Matías y es una canción de la época de Tótem) y “Orejas”, ese tema de Chichito Cabral… ¿Sabés como le iba a poner al disco? Dos orillas, pero ya había varias cosas con ese título. Otro título que andaba dando vueltas era El espejo, porque funcionaba como un espejo donde se reflejaban Buenos Aires y Montevideo. Tuve muchas ideas, hasta que apareció Fan y me gustó porque yo, además de amigo, soy ‘fan’ de todos esos artistas.
-Como compositor y como intérprete, ¿qué diferencias encontrás entre los enfoques de las canciones argentinas y las uruguayas?
-Las diferencias están en el toque, en el candombe y en las cosas que se dicen. Además, Argentina es un país grande y comercial, donde a veces tenés que luchar con eso para vender discos y se graban canciones para vender como “Cha cha Muchacha”. En Uruguay es todo más natural; imaginate que un Disco de Oro son dos mil discos, entonces la gente compone y divaga con la música, y a veces se cuelga mil horas… Por eso cuando quise armar un disco comercial me tuve que juntar con Cachorro López: porque yo no sé hacer discos comerciales. Acá si saben cómo hacerlo. Encuentran los sonidos, la onda underground para esto, la onda esto otro, tambores especiales para lograr tal cosa, guitarras… Allá vamos al estudio con lo que podemos.
-Fan cierra con “Cantares de la tierra mía”, una canción de tu autoría. ¿Por qué?
-En esa canción trato de mostrarle a la gente como era cuando empecé. La hice el año pasado, para hablar de mis sueños y fusionar al Tótem con Gardel y hasta los Beatles. Ahí hablo de cuando empecé a componer con grupos de rock y pop, cuando en la cabecita estaba el sueño de tener muchas minas y ganar mucha plata.

BOTIJA DE MI PAÍS
Cuando todavía era un niño, Omar Rubén Rada Silva (según su documento de identidad) se integró a dos murgas que frecuentaban las calles de Montevideo: Morenada y La Nueva Milonga. No era un novato. “Zapatito”, como le decían en el barrio de Palermo, venía de cantar en las previas del cine y hasta en alguna cancha de bochas. Ese mismo carisma innato lo iba a llevar, en la adolescencia, a integrarse a Los Hot Blowers, un grupo de dixieland donde Rada puso al frente a su alter-ego: Richie Silver. Los ’60 estaban despuntando y en Montevideo, como en el resto del mundo, se estaba incubando una cultura nueva. Rada se unió como percusionista y cantante a The Knights, el grupo de un joven díscolo y talentoso llamado Eduardo Mateo. Pronto pasarían a llamarse El Kinto Conjunto y, sin saberlo, se iban a transformar en una referencia para la música de esta parte del mundo, trazando un puente entre la tradición musical de su país y la vanguardia contracultural que proponían los Beatles.
-Cuando te uniste a El Kinto, ¿tenían conciencia de la huella que estaban dejando?
-Nunca supimos que iba a pasar. Cuando gustaba mucho la música brasilera, italiana, los Beatles, el rock and roll, con Mateo tocábamos en los boliches las canciones de El Kinto. Hoy es fundacional, pero en ese momento ninguno tenía la menor idea. Tendríamos 20 años… ¡fijate que nunca grabamos un disco! Ese disco que anda dando vueltas son las grabaciones que se hicieron cuando participábamos en un programa que se llamaba Discodromo Show. Para mí, El Kinto es la cajita de música. Es la madre, porque ahí empezamos con el candombe-beat. Después, Tótem fue la fuerza, la unión de la armonía y la potencia.
-¿En qué momento de tu carrera sentiste que habías encontrado un sonido propio?
-Fue ahí, con Tótem y El Kinto… porque a mí siempre me gustó tocar en bandas. Creo que en las bandas logré lo mejor de mi carrera: ¡porque las bandas te contienen! Cuando estoy solo, arranco para cualquier lado: mis discos tienen candombe, merengue, cha cha cha, rock & roll; pero cuando estás en una banda te centrás en un lugar. Algunos de los discos que considero más serios de mi carrera fueron los dos volúmenes de Montevideo, también Black y Richie Silver, donde agarraba el blues y el rock and roll antiguo. Y son todos discos con un concepto, digamos.
-Entonces, ¿por qué cuesta mantener una banda estable?
-¡Porque los músicos vuelan! En el proyecto de una banda buena, todos tienen cabeza y ganas de hacer algo. Pienso en tipos como Mateo, Urbano, Eduardo Useta, Jorge Navarro, Bernardo Baraj, los Fattoruso… todo el mundo tenía su historia, entonces todas las bandas se van abriendo. Al menos tuve la suerte de tocar con ellos. Y así, con el tiempo, grupos como Tótem se fueron convirtiendo en muy queridos. Creo que, si tuviera la posibilidad de hacer Tótem nuevamente en Uruguay, llenaría estadios.
-¿Y por qué no lo hacés?
-Mirá, cuando volví a Uruguay en el año ‘95, estábamos todos los integrantes: Galetti, Santiago Ameijenda, el Lobito Lagarde, Chichito, Eduardo Useta y yo. El único que faltaba era Enrique Rey, el guitarrista que estaba viviendo en Venezuela. Entonces decidimos llamarlo y organizamos unos conciertos. ¿Qué le pasó a Enrique Rey? Hacía 15 años que no iba a Uruguay, y de la emoción de tocar con Tótem le dio un infarto en el aeropuerto de Venezuela. Fue terrible: antes de subir al avión, el zurdo lo dejó. ¿Sabés lo que fue hablar con la mujer? Nos sentíamos culpables, porque pensábamos que le habíamos matado al marido. Ahí dije: ‘nunca más voy a hacer Tótem’.
-Desde los ’80, cuando te radicaste en Argentina, cultivaste mucho tu faceta más histriónica…
-Pero siempre fue igual, eh. No me gusta el artista que sube al escenario, canta y nada más. Me gusta hablar con la gente, contar sobre las canciones, jugar con los ritmos y con el canto, aunque ahora no tengo tantos recursos... Pero eso viene desde que era chico. Cuando yo empecé a cantar era showman, no era cantante. Arranqué haciendo ese tipo de cosas arriba del escenario, imitando a cantantes como Sinatra o Gardel. Eso no lo perdí, lo mantuve, y muchas veces en la época del rock and roll, me trataban de payaso.
-¿Crees que eso afectó tu credibilidad como músico?
-Sí, porque se hizo más larga la cosa. Inclusive para vender discos. Cuando grabamos con Opa en Estados Unidos, terminamos y nos fuimos a Tower Records para ver en que batea figurábamos. Por ahí nos encontramos, y figurábamos en Jazz Brasilero. (risas) O sea que el rótulo ‘world music’ me ayudó a encontrar un lugar, porque yo no soy ni rockero, ni candombero, ni blusero, ni cantor latino… ¡soy todo! Me gustan todas las músicas, y eso me perjudicó. Por ejemplo, ahora también estoy haciendo un espectáculo de Sólo candombe. Además tengo entre manos un disco de jazz-fusión instrumental que se va a llamar Confidence, y otro con la familia de Richie Silver… Y yo soy todo eso. Me gusta tanto la música que me brotan cosas.
-Hace un tiempo pensabas en retirarte. ¿Aún querés hacerlo?
-Estoy podrido de viajar, más que nada. La gira: no sale el barco, quedas estancado en los aeropuertos, arreglar la guita de los músicos, el productor no hizo lo que tenía que hacer… Esas historias me cuestan muchísimo. Yo ya tengo 67 años… Quiero decir, me gustaría seguir grabando, pero quisiera tocar menos. A veces tengo muchos shows por mes, y ya cansa tocar para vivir. Quería parar el año pasado, pero fui al banco y dije, ‘si paro un año me comen los ratones’. No tengo un millón de dólares. La gente tiene esa fantasía del músico, que vende discos… pero los discos no se venden, papi. Lo que da es el show. Entonces hay que salir a ganarse la vida.

miércoles, 20 de octubre de 2010

RESEÑA: El justiciero cha cha cha

El sello Ultrapop acaba de editar este tributo iberoamericano a Os Mutantes. Y Graziano, ni lerdo ni perezoso, acaba de reseñarlo para el nuevo número de la revista G7. Este es el texto.

EL JUSTICIERO CHA CHA CHA (Ultrapop)
En principio, los discos tributo suenan como una idea interesante. Sobre todo si el artista homenajeado tiene la talla de Os Mutantes, la banda fascinante de los hermanos Baptista y Rita Lee. Pero, entre conveniencias comerciales y faltas de criterio, esta clase de empresas terminan naufragando. Dejando algunas versiones simpáticas y, en el mejor de los casos, una joyita de antología. Bueno, esta es la gran excepción. Curado por Arthur de Faría, Manuel Onís y el periodista Humphrey Inzillo, El Justiciero cha cha cha logra ser todo lo coherente y desfachatado que eran los Mutantes. Los 18 convocados miden la onda expansiva de la obra y, en el camino, trazan un mapa de la mejor música latinoamericana siglo XXI: Café Tacuba, Martín Buscaglia, Fito Páez, Aterciopelados, La Manzana Cromática Protoplasmática, Fernando Cabrera, Pablo Dacal, Ana Prada, etc. Buena parte del hallazgo en el tracklist –más allá del gran valor de las versiones-, es que el equilibrio no contempla la distancia entre las estrellas mainstream y los artistas emergentes. Es una lección de ética y estética cuidadosa hasta en el arte de tapa, que hubiera valido sólo por esa unión entre Liliana Herrero y Arnaldo Antunes: demoledora.
Martín E. Graziano

jueves, 14 de octubre de 2010

ADRIÁN CAETANO: el peleador

Cuando este año promediaba, el director de la notable Uno oso rojo volvió a la carga con Francia. Una película independiente protagonizada por su propia hija y Natalia Oreiro. En el reportaje que le hizo Graziano para G7, Caetano -que es un hombre parco y sensible-habló de los progresistas con culpa, de sus trabajos para TV y hasta de aquello que se llamó Nuevo Cine Argentino. Una parte importante del texto está por aquí.

lunes, 11 de octubre de 2010

CUCHI LEGUIZAMÓN: un brindis

La semana pasada se cumplieron diez años de la muerte del gran compositor salteño. Sin embargo, su obra parece más vital que nunca. Las nuevas lecturas de algunos discos y homenajes, lo ubican en el sitio que mejor le queda: haciendo equilibrio entre la tradición y la modernidad. Graziano intentó escribir algo digno al respecto. No sabemos si lo logró, pero, de todas formas, se publicó en la revista Rumbos.

EL SILBADOR

Por Martín E. Graziano

El tiempo va borrando los rasgos de una cara. Alisa los vértices y el temperamento como el viento erosiona una montaña. Sin embargo, con el Cuchi Leguizamón no pudo. Lo confinó a una silla de ruedas y casi a la ceguera, desafinó su piano y le dejó una jubilación precaria, pero su semblante de Lucifer de provincia seguía ardiendo como siempre. “A la vejez no me queda más que hacer música hasta que me toque pulsear con la nada –decía, desafiante-. Y le voy a ganar a la nada porque ella estará allí en lo suyo, y yo estaré silbando alguna cosa".
Finalmente, Gustavo ‘Cuchi’ Leguizamón murió el 27 de septiembre del 2000 en Salta, la misma ciudad donde había nacido 83 años antes. Desde entonces no hubo más su cocina exquisita ni su humor explosivo. Tampoco sus noches de bar ni los modales de enfant terrible. Pero de a poco, la justicia poética comenzó a poner algunas cosas en su lugar. Los músicos más interesantes de las nuevas generaciones tomaron su obra no para hacer un rescate arqueológico, sino para decir sus propias cosas. Primero fueron Liliana Herrero y Juan Falú, luego Acá Seca, Quique Sinesi, y hasta los jazzistas Guillermo Klein y Adrián Iaies. Así, diez años después de su muerte, la lengua del Cuchi no sólo se sigue hablando: está más viva que nunca.

EL AVENIDO
De su madre, la maestra Tomasa Toledo y Pimentel, Leguizamón heredó por lo menos tres cosas: el canto de los pájaros, el gusto por los libros y el apodo. De su viejo José María, un contador público de reputación insobornable, cierto concepto de la honestidad. Con ellos y sus cuatro hermanos, el Cuchi vivió su infancia salteña en una casona de la calle Alberdi. Era una familia con alguna estirpe patricia, que hacia arriba del árbol genealógico tenía científicos, comerciantes, un gobernador provincial y hasta llegaba a codearse con el virreinato del Alto Perú.
El Cuchi había nacido en 1917, cuando este país no era el mismo: era la Argentina en potencia del primer Centenario. Por entonces, cada casa que se preciara tenía un piano en la sala principal. El pequeño Gustavo, que a esa altura y para siempre ya fue el Cuchi, empezó a encontrar sus primeros rudimentos en las teclas cuando cumplió los cinco. También se fascinó con la doble vida de la ciudad, que mientras olía a pan casero obedecía su ritmo burocrático, pero cuando salían las criaturas de la noche, se fundía con el vino y las bagualas. Por eso, cuando anunció que viajaba a La Plata para estudiar Derecho, su padre replicó: ‘vos estás loco; si sos músico…’. Igual viajó, se recibió, fue litigante y hasta diputado provincial. Pero, a la larga, le dio la razón: “me harté de vivir de la discordia humana –dijo-. Me produce una gran satisfacción ver una vieja en el mercado tarareando una música mía”.
Así, entretejidas con sus clases de Historia en el Colegio Nacional de Salta, comenzó a esbozar su propia mirada sobre la música de la región. Gran escuchador de Satie, Bela Bartok y Duke Ellington, el Cuchi desarrolló una forma cubista de pensar la zamba y de convertir al piano en un instrumento casi rural. No menos importante, por entonces conoció a Manuel Castilla, un poeta barbado, hijo de ferroviarios y amante de la bohemia. Juntos desarrollaron un culto a la amistad que terminó en una simbiosis notable. De hecho algunos años más tarde, cuando un periodista fue a buscar a Castilla, el poeta dijo: “yo ya no quiero hacer reportajes, pero hágaselo al Cuchi que lo que él diga yo lo suscribo”.
La dupla le dio forma a un cancionero esencial que, es materia base para sostener el folklore argentino. Y acaso su lección más importante sea que lo construyeron equilibrando levedad y profundidad. Cómplices de la noche, manejaron una idea de la canción necesaria, para los ritos y para las cosas. Una manera de nombrar al mundo y, en el proceso, crear uno nuevo. Así nacieron canciones para el zorro, para el pañuelo, para un bar y hasta una mujer solitaria que aún recoge flores de alfalfa. Ateos y dionisíacos, también le escribieron al vino, al ‘que no hace nada’, al duende y a los expedientes. El Cuchi y el Barbudo componían jugando, con toda la seriedad con la que juegan los niños y los santos.
“Tal vez lo que más emocione de estos señores sea el amor a su pago elevado a un sentido estético local y cósmico a la vez –escribió Juan Falú, en el disco que dedicaron con Liliana Herrero a su repertorio-, como si fuesen la prolongación de una baguala o la eternización de la copla. Lo cósmico que supone origen y extensión se expone, en esta obra, como la metáfora mayor de un folklore que es raíz y fruto. Son lo ancestral y lo nuevo. Y lo curioso es que, a medida que envejezcan, esas letras y esas músicas serán posiblemente las más nuevas”.
Como corresponde, el mejor vehículo expresivo para ese primer repertorio nació en una larga sobremesa de 1967. Entremezclados con muchos amigos estaban Patricio Jiménez y el Chacho Echenique, que promediando la velada tocaron su versión de la “Zamba del silbador”. Leguizamón y Castilla encontraron la horma de su zapato. El Dúo Salteño era capaz de tensar, a un tiempo, complejidad armónica y hervor popular. Aliados con el Cuchi, grabaron páginas imperecederas y dieron algunos conciertos inolvidables. Pero, con los años oscuros de la Triple A esperando en la puerta de la historia, el Dúo Salteño se fue diluyendo como buena parte del folklore. Se venían años oscuros.

¿DÓNDE IREMOS A PARAR?
Leguizamón supo colaborar con otros poetas (Tejada Gómez, Nella Castro, Dávalos) y hasta escribió sus propios versos. Pero, con Yupanqui, consideraba que el mejor elogio para un compositor era que su obra alcanzara el anonimato. “Una vez venía bastante enojado con todos estos inconvenientes que tiene la vida y un changuito pasó en bicicleta, silbando la ‘Zamba del pañuelo’ –recordó en una entrevista-. Entonces lo paro y le pregunto qué es lo que silba: ‘no sé, me gusta y por eso lo silbo’, me contestó. Ya ves, ésa es la función social de la música".
Sin embargo, poco tenía que ver su concepción de popular con la idea actual de los medios. En nuestros días, popular se ha confundido con masificado. Es decir, con aquello introducido en la circulación mediática por la fuerza del dinero. Por el contrario, incluso en sus momentos de mayor popularidad, Leguizamón nunca se incorporó a la lógica del mercado, guardó recortes ni hizo campañas de prensa para engrosar su curriculum.
Sin hacer juicio de valoración, su obra es folklore en el sentido más estricto de la palabra. Es decir, no se trata de un músico trabajando sobre materiales nativos para editar discos y armar una carrera más o menos respetable. Un trabajo de esa naturaleza puede arrojar resultados geniales, buenos o incluso deleznables, pero no folklore. Yupanqui diría: “las empanadas que vende Doña Juana en la Casa Echeverría, pueden ser muy buenas y ricas, pero no son folklóricas. No son folklóricas porque están hechas con una máquina y algunas empleadas. Pero cuando una criolla las hace cantando o rezando porque se casa su hijo, esas si son folklóricas”. Y el Cuchi Leguizamón componía sus canciones útiles (como un jarrón o una serenata) al calor del vino sacramental y los amigos, en el silencio salteño de la tardecita y los yuyos secos.
“Hay que defender la tradición porque es nuestro antecedente inmediato de la experiencia –explicaba-. Yo soy producto de lo que fue mi abuelo, y los que vengan tienen que ser hijos de mi tradición, si no, ¿de dónde vienen?, ¿qué son?”. Sin embargo, su idea de la tradición no era la de las costumbres congeladas: “las tradiciones no son las costumbres envejecidas, algunas de ellas estúpidas, sino las que se conservan por ser útiles y beneficiosas para todos. Me gustaría que los que consideran que andar con ropa de gaucho es ser más auténtico, anduviesen con poncho en el verano, así, cuando la cabeza les transpire, se darán cuenta que la tienen”.
Accionado por ese afán de cambio, el Cuchi llegó a seleccionar chicos con buen sentido del ritmo para apostarlos en las iglesias salteñas. Se munió de algunos walkie-takies y realizó desde los campanarios un pequeño concierto gigante. También programó una interpretación de su “Zamba del silbador” con silbatos de locomotoras, aunque la experiencia se terminó diluyendo entre guitarreadas, vino y asado.
Llegando al crepúsculo de su vida, era una contradicción caminante: era Ciudadano Ilustre premiado a cada paso, pero no le alcanzaba para vivir de la música y sus discos no estaban en ningún lado. El Cuchi, que siempre había estado fundido al paisaje de Salta, comenzaba a desdibujarse. “Hay que vivir con una gran levedad, para que nadie se dé cuenta y todo el mundo participe”, había dicho. No se equivocaba. Después de todo, había escrito su propio horóscopo.

martes, 5 de octubre de 2010

NORA LEZANO: el ojo impiadoso

Una pieza más del Especial que Graziano armó para G7. Esta vez se trata de Nora Lezano, sin lugar a dudas una de las retratistas más contundentes de estos tiempos. La fotografió Magalí Flaks, como al resto de los invitados al dossier. El texto está por aquí, en el site de la revista.