martes, 21 de julio de 2009

ABELARDO CASTILLO: los ritos


Me aseguran que cuando este reportaje finalmente se publicó, Graziano estaba en la última etapa de un periplo que incluyó Bariloche, El Bolsón y Epuyén. Todo parece indicar que cuando esperaba su colectivo de regreso, en un puestito rural del sur, encontró bajo un gato la revista Rumbos que traía a Castillo en su tapa. Con respecto a la entrevista, es notorio cómo Graziano va soltando su capacidad de diálogo a medida que avanzan la charla y los sandwiches de miga (cortesía de Sylvia Iparraguirre). En fin, el muchacho se sacó el gusto. Y Castillo habló.



ABELARDO CASTILLO
El escritor en su laberinto

La editorial Alfaguara acaba de reeditar los Cuentos Completos del escritor de San Pedro. El volumen lo ubica entre los más importantes artistas argentinos. Un perfil y una excusa para acercarse a su obra.

Por Martín E. Graziano

A esta altura del campeonato, Abelardo Castillo no sólo esta rodeado por un aura de gran escritor, sino que tiene detrás una obra de una densidad literaria que lo confirma. Estamos realmente frente a un escritor inscripto en el canon de nuestra cultura, junto a Borges, Arlt, Cortazar, Marechal y Bioy Casares. Pero el asunto más notable es que Castillo está vivo y sigue trabajando. Por eso la editorial Alfaguara ha debido editar una vez más sus Cuentos Completos: para agregar aquello que ha seguido produciendo. En este caso, los relatos de su último libro a la fecha, titulado El espejo que tiembla y publicado en el 2005.
Por otro lado, agrupar en un solo volumen todos sus cuentos no sólo es una forma cabal de tener una perspectiva de su camino, sino que es parte de una voluntad histórica del autor. Ya desde Las otras puertas (1961), su primera colección de relatos, hasta su última incursión en el género, Castillo dejó claro que había una continuidad. Cada uno de sus trabajos empieza invariablemente señalando que sus cuentos, “los ya escritos y los que aún quedan por escribir, pertenecen a un solo libro incesante y a una mujer. A Sylvia, quien le dio a ese libro el nombre que hoy lleva: Los mundos reales”. Sylvia es la escritora Sylvia Iparraguirre, su mujer desde aquellos años en que Castillo fundó El Escarabajo de Oro, la mítica revista literaria de los ‘60 que núcleo a aquella generación de escritores. Los Mundos Reales es la excusa para empezar esta charla.
-Suelen reprocharle que corrija tanto sus textos. Usted se justifica recordando al poeta francés Valéry, que recomendaba mantener la obra entre el ser y el no ser, suspendida. ¿No es desgastante ese trabajo?
-No, porque no es un trabajo. Y, en realidad, no dar por terminado un texto es la manera más vital de concebirlo. Pensar que siempre, de algún modo, está en formación. Valéry decía que, de esa forma, se producía una ‘reforma espiritual de uno mismo’. Hablaba del trabajo de corrección en un escritor, no como la mera corrección sintáctica o literaria, sino como una reforma del hombre que corrige. Hay algo que se corrige en uno cuando se corrige un texto literario. No son sólo palabras.
-Como escritor ¿qué cosas ha perdido en el camino y qué cosas ha ganado?
-Como bien decía Sartre, un sastre se puede poner el traje que ha hecho, un zapatero puede usar los zapatos que ha hecho, pero un escritor no puede leer el libro que ha escrito. Su propio libro está vedado para un escritor. Además es el lector el que completa la lectura de una obra. Sin el lector, no existe ese fenómeno que llamamos lo estético ni lo que llamamos la obra literaria. La libertad del escritor se tiene que unir a la libertad del lector para crear el texto literario. Un texto literario no es univoco. Tiene infinitas lecturas, tantas como lectores. Yo ni siquiera soy uno de esos lectores, porque como se lo que viene cada vez que encaro un párrafo, no me puedo ni sorprender ni conmover.
-Hasta en el último relato de su último libro usted vuelve a San Pedro, la ciudad de su niñez ¿por qué un escritor no puede alejarse de eso?
-No se por qué. De todas formas, hay veces en que es el lector el que me ubica en San Pedro. Por ejemplo, cada vez que leo un análisis del cuento “Conejo” lo ubican en San Pedro. Sin embargo, ocurre en Buenos Aires. Pero ¿por qué vuelvo a San Pedro? No se. Supongo que un escritor vuelve porque es fiel a su vida. Si te queda más cómodo y conocés el lugar, ¿por qué lo voy a hacer suceder, por ejemplo, en Pehuajó? ¡Si yo conozco San Pedro! (risas) Rilke decía que un escritor, cuando no puede escribir o se encuentra en el límite de su imaginación, debería volver a los lugares de su infancia, que ahí está la verdadera realidad.
-Pasaron más de 45 años desde la publicación de Las otras puertas ¿en qué medida se reconoce en esos primeros cuentos?
-En la misma medida en que uno se reconoce mirando una fotografía de cuando era chico. Te reconocés afectivamente. Aunque te cueste ubicar la figura del joven que está en la fotografía, sabés perfectamente que ese sos vos. Con los libros pasa exactamente lo mismo. Es un mundo parental, en el cual me reconozco si bien hay textos que no volvería a escribir o que tal vez escribiría de otra manera. El yo es una sucesión de pequeños yoes diseminados por el tiempo que forman una cadena indestructible. Si no me pudiera reconocer en ese muchacho que escribió los cuentos de Las otras puertas, sería un incongruente.
-¿Somos nuestra memoria, entonces?
-Claro que somos nuestra memoria. Y somos la memoria que los demás tienen de nosotros. En realidad, recordamos los relatos. A veces recordamos la experiencia, pero… yo tengo el recuerdo muy patente de algo que me ocurrió en la niñez. Estaba esperando a mis padres, sentado en la puerta de casa. Sin embargo, mi recuerdo es como si me viera sentado de espaldas, cosa que no puede ser porque tendría que estar detrás de mí y detrás de una puerta. Si yo recordara experiencialmente ese momento, tendría que recordar la forma de las baldosas, el árbol que estaba frente a mí, pero yo recuerdo a un chico sentado en el umbral de la puerta de su casa esperando a sus padres. Casi lo recuerdo como otro, aunque vuelvo a recuperar la sensación de la soledad y la desazón.
-Podría decirse entonces que no hay forma de que una biografía no sea contradictoria.
-No hay forma de que no sea falsa.

BIOGRAFÍA POSIBLE. EL OFICIO
Castillo nació en Buenos Aires, en 1935, pero su familia se instaló en San Pedro desde que Abelardo era un niño. Allí vivió hasta sus 17 años, cuando se mudó definitivamente a la Capital Federal. En la Buenos Aires de los ‘60 fundó la revista El Grillo de Papel, prohibida después de seis números por el gobierno de Frondizi. Aún así, esa revista y su sucesora (El Escarabajo de Oro) le permitieron publicar sus primeros relatos, donde ya gravitaba el universo literario que Castillo iba a poblar a lo largo de su vida. Allí estaba la sombra de Poe, la tragedia del alma eslava, el patetismo, el fulgor de Arlt y los mecanismos borgeanos de relojería. Lo real y lo fantástico como regiones difusas y fronterizas.
No sólo se ha ejercitado con fortuna en la forma precisa del cuento. Ha publicado además dos libros de ensayos, una nouvelle de juventud, dos piezas de teatro y tres novelas. Entre ellas El que tiene sed, un descenso enloquecido al infierno del alcohol y Crónica de un iniciado, su novela definitiva donde vertió todo hasta casi vaciarse. La última a la fecha es El Evangelio según Van Hutten, un exquisito ejercicio de erudición teológica e intriga policial labrado mucho antes de la invasión que encabezó El Código Da Vinci y sus clones. Permanece inédito y sin fecha de edición su volumen de poesías que, justamente, ha titulado La fiesta secreta. Sin embargo, el mismo Castillo se ha ocupado de desarticular la posible virtud de su versatilidad para los distintos formatos: “un buen escritor no es cuentista ni novelista: es una persona resignada que escribe lo que puede. Los géneros literarios son una ilusión. Imaginamos historias, y lo único que podemos hacer es acatar su forma, que siempre es anterior a las palabras, aceptar sus leyes y tratar de no equivocarnos demasiado”.
-Aún así, ¿se siente más a gusto en algún género?
-Tal vez en el cuento. Aunque no me considero nada más que un cuentista. De hecho empecé escribiendo poemas, mi primera obra en prosa fue La casa de ceniza -que es una nouvelle-, y lo primero que publiqué fue una obra de teatro. Por otro lado, el género que más me angustia es la novela. Porque cuando escribo novela es como si pisara siempre un terreno muy inseguro. Es una especie de salto al vacío, que no me produce el cuento. En un cuento, aunque no lo recuerdes palabra por palabra, podes tener todo el sentido en la cabeza. En la novela eso no pasa nunca. Es como si siempre estuviera haciéndose y bifurcándose.
-¿Tiene ritos a la hora de escribir?
-Antes tenía un rito con la máquina mecánica. No podía escribir sin haberle limpiado los tipos con un pincelito. Necesitaba que estuvieran limpios, y a veces perdía tanto tiempo que no escribía (risas) Ahora no puedo desarmar la computadora y limpiarla. Además los tipos son siempre iguales y ya no veo la escritura en el papel sino en la pantalla, así que ha desaparecido ese rito. Pero todavía tengo un rito: no puedo escribir un texto si por lo menos no lo empiezo a mano. Incluso si estoy escribiendo un texto largo, aunque sea diez líneas tengo que escribirlas a mano. Y después recién pasarlas a la computadora y arrancar. Es como si la necesidad de escribir todavía la siguiera sintiendo la mano.
-¿En qué medida se encuentra usted con respecto a la cuestión de la musa y el oficio?
-No creo para nada en la musa. Borges sí creía, o por lo menos decía que creía en la musa. Yo he visto manuscritos de Borges -me los ha enseñado él mismo- en donde había una palabra, que era un adjetivo, y estaba tachada. Sobre eso había puesto otro adjetivo, y debajo había puesto otro. En el margen del renglón había hecho una llave donde había puesto un adjetivo final, que es como se publicó. Bueno, si así opera la musa, es demasiado minuciosa. ¡Se parece demasiado a Borges! Creo que existe lo que Thomas Mann llamaba la Idea Súbita. Que eso se llame inspiración, es dudoso. Porque cómo, con inspiración, escribís una novela como Guerra y Paz. ¿Cuánto tiempo dura la inspiración?
-¿Se encontró alguna vez con la sensación de no poder escribir nada más?
-Me pasó después de Crónica de un iniciado. Yo siempre recomiendo que nunca se termine un libro sin estar trabajando en otro, para evitar ese vacío que genera la publicación. Pero, pese a esta recomendación, me costó tanto trabajo desembarazarme de Crónica de un iniciado que, durante mucho tiempo, estuve nada más que enfocado en esa novela. Cuando la terminé y la vi publicada, sentí que no tenía nada más para escribir. Entonces me obligué a escribir un cuento, que es “La cuestión de la dama en el Max Lange”. Ese cuento no tenía nada que ver con Crónica de un iniciado, ni siquiera con mis ganas de escribirlo. Lo escribí para sentir que podía escribir.
-¿Por qué edita, realmente? No un escritor, sino usted. ¿Cuál es la razón?
-En realidad, no soy de los escritores que se mueren por editar. Pero publico cuando creo que ese libro ya no se puede tener en los cajones. Cuando siento que está pidiendo que te despegues de él. Aún así, creo que el acto de publicar es relativo respecto de la escritura. A un escritor lo que le importa es escribir, publicar viene después. Nunca me ha obsesionado la idea de publicar, salvo una vez, hacia los años ’70. Hacía varios años que no publicaba y quería volver a publicar, porque era como si tuviera que sacar varias cosas de adelante para poder seguir con Crónica... Como una especie de peso del que te tenés que desembarazar.
-¿Cómo se siente con respecto a su obra? ¿Le gusta pensarla como algo constituido?
-No. Creo que está constituida, pero no la pienso como algo constituido, sino siempre como algo en marcha. Si no, ya no escribiría nada.
-Pero afectivamente ¿siente orgullo?
-No, mi obra no me gusta. La idea que uno tiene de lo que quiere escribir siempre es superior a lo que puede escribir. En el momento que lo publicás decis ‘bueno, ya está’. Pero lo lees dos años después y a veces te sentís defraudado. También podés sentirte admirado por haber podido escribir determinada cosa, pero como si la persona que lo escribió fuera otro. En cuanto sentís que es tuyo, realmente empezás a pensar ‘¿cómo pude llegar a escribir semejante burrada?’ (risas). Pero eso no es pose, y no me pasa sólo a mí. Estoy seguro que muchos escritores que a mi me fascinan, no se gustaban. Uno de ellos es Borges. No le gustaba lo que escribía. Una vez me contó que cada vez que publicaba un poema en La Nación y sonaba el teléfono, pensaba: ‘zas, se dieron cuanta de que soy un farsante. Y no. Siempre me llamaban para felicitarme’.

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