LA DANZA RITUAL
Por Martín E. Graziano
Ahí, en esa delgada frontera roja entre el mundo
racional y el reino de las vísceras, Catupecu Machu hace equilibrio como un
trapecista. Hay una anécdota durante la grabación de El mezcal y la
cobra, su disco flamante, que retrata ese vértigo: después de varios
días encerrados en el estudio, con los cerebros en red y las Mac’s traficando
códigos binarios, la banda hace una pausa. Mientras toman un vino esperando la visita
inminente de los representantes de EMI y PopArt, deciden hacer una toma de voz
urgente para poder mostrar “Musas”, una de las mejores canciones de la camada.
Fernando Ruíz Díaz da un paso al frente y dice: ‘poné rec ya’. Lo que siguió
fue la voz que selló el tono épico del disco. Una sonda enviada hacia el centro
de su alma. Cuando terminó de cantar ese verso final, que repite como una
letanía “y la orquesta suena como en el cine al final”, Ruiz Díaz levantó la
mirada y todos en la sala estaban congelados. Así, sin dar demasiadas vueltas,
había grabado de un tirón la toma definitiva. En esa grieta de ciencia ficción,
donde los ancestros dialogan con las voces del futuro, Catupecu estaba trabajando
su música.
Desde luego, la banda no sólo está sujeta a las
circunstancias terrenales: está marcada a fuego por su propia historia. Un
rosario de nudos dramáticos que el verano pasado entregó un nuevo episodio.
Esta vez, el alejamiento del baterista Javier Herrlein y el manager Fausto
Lomba. Fieles a su espíritu de clan, en lugar de abrir una convocatoria y
buscar al baterista que pudiera clonar con solvencia los patterns grabados por
sus predecesores, Catupecu no buscó al músico correcto. Buscó a la persona
indicada. Así, apenas Agustín Rocino (ex-bajista de Cuentos Borgeanos) se sumó
a Macabre, Sebastián Cáceres y Ruiz Díaz, los tipos eligieron retratar el
momento. El resultado es El mezcal y la cobra.
Han dicho
que el título del disco apareció mágicamente. ¿Qué pasó?
FRD: Habíamos trabajado durante todo el día con un
tema que a todos les pegaba mucho. Ya estaban todos los instrumentos grabados,
pero no aparecía la letra ni el sonido que hiciera el riff con la guitarra. Dos
días buscando en los teclados hasta que en un momento ya se le habían acabado
todos los plugins a Macabre. Entonces se trajo el primer teclado que se compró
y de pronto, a eso de las cuatro o cinco de la mañana, apareció un sonido
rarísimo. Era como una flauta. Los dos dijimos ¡es eso! ¡es eso! Era el sonido
del shakulute peruano, un instrumento mezcla de dos tradiciones: flauta de caña
con flauta occidental. Fue una epifanía. El sonido me hacía flashear con la flauta
que hipnotiza a la cobra. Y yo siempre tengo una cosa con la cobra, con la
danza y que se yo… Bueno, Macabre se fue y quedé solo en la sala con un terror
terrible, porque el tema tenía esa sensación de viaje y escape. ¿Viste cuando
sentís las musas y decís ‘hoy sale esta letra’? Bueno, entonces veo en nuestro
altarcito una botella de mezcal que había traído Alberto Moles cuando grabamos “Manuel
Santillán, el león”. Lo miré y dije ‘claro: destapar el mezcal / bebernos de a
tragos el mundo / la cobra y su danza ritual / te encuentro siempre que busco’.
Antes
de grabar, hubo dos separaciones importantes. En Catupecu, eso no significa un
cambio de fichas, sino una reformulación. ¿Cómo cambió la banda?
M: De la misma manera que entró Sebastián fue que
entró Agustín, entré yo y toda la gente que no toca pero es parte de Catupecu.
En Catupecu hay algo muy importante: una serie de de reglas implícitas y una
idea muy fuerte que excede a cada uno de nosotros. Eso hace que la única manera
para que alguien pueda estar en un lugar es por una cierta afinidad espiritual
e ideológica. No lo digo en el sentido político, sino de sintonía. Pensá que Agus,
está con Catupecu casi desde el principio: siendo asistente, grabando,
produciendo, pasando música en los shows.
SC: Catupecu sigue siendo lo mismo porque no
cambia un baterista por otro, sino que busca la persona indicada para cumplir
esa función. Hubiera sido más fácil llamar al mejor baterista o hacer una
convocatoria. En realidad, hubiera sido más simple, pero no más fácil. Es mucho
más fácil tocar con Agustín.
Probablemente
sea el disco más extrovertido desde El número imperfecto.
¿Cómo era el ánimo interno a la hora de grabar?
M: Los discos de Catupecu son fiel reflejo del
estado anímico de la banda. Una foto del momento que escapa incluso a las ganas
o la necesidad: si sincronizás con la música y querés hacer algo artístico, es
imposible que no quede la huella digital. Si escuchas Simetría de
Moebius, sentís lo que pasaba en la banda: una búsqueda musical muy
intensa conviviendo con conflictos internos. En Laberintos…
escuchás todo lo que pasaba en ese momento, cuando el accidente de Gabriel aún
era muy reciente. Y si bien es algo que nos acompaña día a día, con el tiempo y
todos estos cambios, supimos reinterpretarlo. Todo eso y lo que pasó después de
la separación con Herrlein y Fausto, nuestras ganas y el aire nuevo, hicieron
que el disco sea más extrovertido.
León
Gieco cuenta que Yupanqui le dijo: ‘que le va a hacer, Gieco: nosotros tocamos
con la vida’. Si estás feliz o estás triste, arriba del escenario la gente se
va a dar cuenta.
FRD: Atahualpa es lo más. Y tiene razón: para
nosotros es un proceso muy consciente el hecho de llevar toda esa carga
espiritual y registrarla en ese depósito que es un disco. Una fuente. Aunque a
veces me doy cuenta que nunca planeamos nada. Que nos seduce un sonido y nos
dejamos guiar hasta que empiezan a salir flores por todos lados. Como canto en un
tema: “todo enfrente, flores rojas y escaleras / siempre brotan del piso, / de
todos lados, aparecen cuando bailamos. / Cuando amamos lo errado y lo cierto, /
lo que hicimos y lo que haremos, / en viajes que son travesías / entre lo
inmóvil y la rima”.
Hay
algunas citas que remiten a otros discos de ustedes. ¿Qué lugar creen que va a
ocupar este disco en la obra de Catupecu?
FRD: Lo veo como un disco tremendo. Un impacto
violento de entrada, como pasó con Cuentos decapitados.
Y puedo verlo así ahora, que tomo distancia y lo escucho como disco. Gracias a
Dios –o a lo que sea-, en Catupecu siempre hay un equilibrio grande entre el
ego fuerte que tenés que tener para poder subirte a un escenario y el ego
sanísimo que es necesario para no interferir en la obra. Digo que si hay que sacrificar
algo por el tema, se hace. En ese sentido, lo veo como un disco con mucho condimento,
pero de una manera equilibrada.
En el
disco hay una tensión permanente entre la vanguardia y lo ancestral. ¿Es una
búsqueda consciente?
FRD: El rock empezó siendo la guitarra acústica
electrificada para que el sonido llegara más lejos. Y nosotros somos fieles
representantes de esos comienzos. De la cosa que viene de lo ancestral, mucho antes
de los blues: los músicos que empezaron en el África, cantando sobre los tambores.
Después si, aparecieron todos los artilugios y todas las artimañas que usamos,
pero siempre hay una necesidad de
volver a lo ancestral. Pensá, ¿por qué la gente va al mar en los veranos?
Porque vuelve a la fuente. Al agua. Porque necesitan entrar otra vez a la matriz.
Entonces la música es siempre una vuelta a la matriz. Y Catupecu, por más que
use este instrumento o el otro, siempre es ese regreso.
SIMETRÍAS, CUADROS Y LABERINTOS
Formados en 1994, la banda de los hermanos Ruíz
Díaz es el coletazo final de aquello que llamamos Nuevo Rock Argentino. La
generación sónica que se fogueó en el circuito under de finales de los ‘80 y
donde el periodismo creyó ver un cambio de paradigma. Paradójicamente, fueron
el epílogo de una etapa. Fueron Babasónicos, Peligrosos Gorriones, Los Brujos,
e incluso Catupecu: los últimos paladines del rock contracultural. No
casualmente, poco después de editar un disco debut inflamable, Catupecu publicó
un registro en vivo tomado en Cemento (A morir, 1998) y
hasta versionó a Metrópoli y Massacre. En ese nuevo contexto, la banda era una
rara avis. A diferencia del rock barrial que monopolizó la década, no construyó
su obra a imagen y semejanza del público. Como los verdaderos artistas, hizo
exactamente lo contrario.
¿Piensan
en un interlocutor para la música de ustedes?
FRD: El tema más demagógico de Catupecu sería “Dale!”,
¿no? Es tremendo tocar ese tema en vivo frente a una multitud. Una sensación
única. Pero ese tema tan ‘demagógico’ lo compuse solo en un cuartito de tres
por cuatro, encerrado con un pedal nuevo y un slide. Ese grito era para mí: era
una arenga para ver qué podía hacer con eso. Entonces es imposible pensar que
esa arenga personal después se pueda convertir en una especie de himno.
La
prueba de que la música es algo colectivo. Digamos, ¿de dónde bajó eso?
FRD: La música es la personalidad femenina más
histérica que existe como manifestación en el universo. Porque vos tocás la
guitarra como Jimi Hendrix, tenés los equipos y todo, pero la historia es que
la música tenga ganas de irse con vos. Entonces lo que se llama talento, para mí
son las antenas. Poder decodificar eso que todos tenemos adentro. ¿Viste que
cuando Miguel Ángel miraba los bloques de granito o de mármol, decía que miraba
el bloque y adentro ya veía la escultura? Para que aparezca el David, lo único
que hacía era sacar lo que sobraba.
Siempre
dejan pistas hacia otras disciplinas: Klimt, Fritz Lang, Barolo. Algo que fue
muy inherente al rock cuando -más que un mercado- era una cultura.
FRD: Nosotros formamos parte de la cultura. Creo
que salvo esas músicas ancestrales –que no se sabe de dónde vienen-, tanto el
rock, como el tango o la música clásica aportan a la cultura más que a un
movimiento. Yo no sé si Piazzolla era tango o qué, pero aportó a la cultura. En
el rock, pienso lo mismo de Spinetta. Aportan una música que es parte de la
cultura. Y siento que nosotros participamos de eso. Es un hecho artístico que
alimenta un montón de cosas más que son ajenas incluso a nuestra comprensión. Es
alucinante cuando podés ver con perspectiva y te das cuenta que formas parte
del imaginario popular. Del inconsciente colectivo.
Al
comienzo se los mencionó como rupturistas, pero versionaron a Spinetta, Páez,
Cerati, etc. ¿Se sentían parte de una tradición de rock argentino?
FRD: Cuando salimos con los cuadrafónicos, en una
nota nos preguntaron si éramos el recambio. Yo me re-calenté y respondí:
‘nosotros no queremos recambiar a nadie; ni a Spinetta, ni a Charly, ni a Fito,
ni a Sumo. Sólo somos un grupo que viene a hacer algo nuevo’. Fue grosso, un
momento que me quedó grabado. Nosotros hemos roto con ciertas estructuras, pero
no del rock argentino: creo que cuando un artista descubre algo, está rompiendo
su propia estructura.
De
hecho antes de ser clásicos, todos esos artistas fueron modernos.
FRD: Mirá, nosotros somos Catupecu, tenemos
convocatoria y todo eso. Pero hace poco, cuando sacamos Laberintos entre
aristas y dialectos, uno de los temas del disco que pedía todo el
público era “Dialectos”. Sin embargo, cuando lo elegimos como segundo corte no estuvo ni una semana en rotación porque no
lo quería pasar nadie. Entonces, ¿cómo es? ¿La gente lo pide en los recitales y
en los medios no lo quieren pasar? Por un lado nos preocupamos, pero después nos
alegramos porque nos dimos cuenta que seguíamos siendo Catupecu. Ahí te das
cuenta que el público tiene una comprensión mucho mayor.
Desde
el under, ustedes pegaron un salto muy grande y repentino. ¿Cómo lo
sobrellevaron?
FRD: Fue tremendo. De la época de Cuentos decapitados me acuerdo cada cosa… Era una locura
divina. Pensá que fue entonces que a Aprile (Abril Sosa) le chifló un poco el
moño y nos separamos. A la vez, después de eso, entra Herrlein y con Macabre
pasamos a ser un cuarteto de verdad.
M: Hay muchos momentos de inflexión que lo hacen
medio inexplicable. Porque vos estás diciendo lo de Aprile, pero seguir tocando
después del accidente de Gaby fue… No sé qué pasa con Catupecu. No sé si es la
idea general, la familia que hay alrededor, todo el grupo de gente que contiene
desde diferentes lugares…
La
historia de la banda está llena de nudos dramáticos. Con perspectiva, ¿cómo
afectó el accidente de Gabriel el hecho artístico?
FRD: Es raro decir que de una situación tan negativa
podés sacar una cosa positiva. Pero si se mirara la historia de Catupecu desde
arriba, ves que la historia está llena de pasión y de búsqueda. Entonces todo
afecta. No de si decir de una manera positiva, pero si creativa… ¡Mirá! ¡Está
buenísimo! Nos afectó de una manera creativa, pero porque siempre crear fue el
eje vector de Catupecu. Con lo que estoy contento es que siento que le damos a
la música, como entidad, mucho más de lo que la música nos da a nosotros.
Porque la música nos da todo, pero nosotros vivimos metidos en tal enfermedad
que a veces ni nos damos cuenta. Sencillamente lo hacemos y plop, pasan estas
cosas… Y estamos tan agradecidos a la música que hacemos todo esto, la
manifestación de cierta situación amorosa traducida en algo. Por eso pasa lo
que pasa, que toca Agustín, toca Macabre o Sebastián y sigue siendo Catupecu.
¿Qué
es eso que permanece?
SC: Sin lugar a dudas, el eje vector en este
momento es Fer. No hay vuelta. Fer sigue siendo el que hace la mayoría de las
canciones, las letras y, además, supo como buscar a las personas que tenían que
tocar. Hablo de saber qué buscar, qué ver en cada persona.
FRD: Yo no hablo solo con mis musas, sino con las
tuyas y las de todos los demás. Me acuerdo que cuando nos habíamos separado del
tecladista anterior, Macabre nos estaba dando una mano. Faltaba poco para que
llegara Obras y yo le dije: ‘che, viene Obras ¿tocás con nosotros?’. Pero yo no
veía teclados: veía música adentro de él. Entonces quería compartir esos duendes,
esas musas. Después vi que eran teclados, entonces bueno, le tocó teclados como
a mí me tocó cantar. Y eso es todo.